Liliana Heker - Berkeley o Mariana del universo

30 ene 2020

Liliana Heker - Berkeley o Mariana del universo

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Liliana Heker - Berkeley o Mariana del universo


–¿Cuánto falta para que vuelva mamá? 

Es la cuarta vez que Mariana ha hecho esta pregunta. La primera, su hermana Lucía contestó que en seguida volvía; la segunda, que cómo diablos iba a saber ella cuándo volvía; la tercera no contestó nada: todo lo que hizo fue levantar las cejas y mirar a Mariana. Razón por la cual Mariana decidió que las cosas empezaban a marchar mal y que lo mejor era no hacer más preguntas. Después de todo, pensó, para qué quiero que mamá vuelva si Lucía. Se corrigió: para qué quiero que mamá vuelva si mi hermana mayor está aquí conmigo. Entrecerró los ojos, conmovida. Las hermanas mayores protegen a las hermanas pequeñas, pensó como quien declama; qué suerte tan grande es tener una hermana mayor. Lucía, con anchas alas de ángel de la guarda, planeó durante un segundo sobre su cabeza. Pero ferozmente la imagen alada fue reemplazada por otra; la que volvía cada vez que su madre se iba y las dejaba solas: Lucía, con los ojos desorbitados y el pelo revuelto, estaba apuntándola con un revólver. Otras veces no había tenido revólver: todo lo que intentaba entonces era arrancarle los ojos con las uñas. O ahorcarla. La causa sí era siempre la misma: se había vuelto loca. 
Ya se sabe que los locos matan a la gente. Si Lucía se vuelve loca justo cuando están solas, la va a matar a ella: he ahí la cuestión. De modo que Mariana ha decidido abandonar sus buenos propósitos y por cuarta vez ha preguntado: –¿Cuánto falta para que vuelva mamá? –Lucía deja de leer y suspira. 

–Lo que querría saber –dice, y Mariana piensa: Dijo querría; es decir que en estos casos se dice querría, no quisiera–; lo que querría saber es para qué diablos la necesitás siempre a mamá. 

–No. 

Ahora ella me va a preguntar: “¿No qué?” Esta idiota siempre se las arregla para amargarle la vida a una. Pero Lucía no dice nada y Mariana sigue: –Preguntaba por curiosidad, nomás. 

–A las 12 –dice Lucía. 

–¡Cómo a las 12! –grita Mariana–. ¡Si recién son las nueve menos diez! 

–Caminando –dice Lucía. 

Mariana se ríe enormemente del chiste: por un momento cree que va a reventar de risa. Para ser franca, nunca ha conocido ni cree que exista sobre la tierra alguien tan gracioso como su hermana. Es la persona más chistosa y simpática del mundo; y nunca se va a volver loca. ¿Por qué tendría que volverse loca justamente ella que es tan fantástica? 

–Lu –dice con adoración–, juguemos a algo, ¿querés? 

–Estoy leyendo. 

–¿Qué leés? 

–El hombre mediocre. 

–Ah –seguro que ahora me pregunta si yo sé qué quiere decir hombre mediocre, y yo no voy a saber, y ella me va a decir para qué decís ah si no sabés, pedazo de estúpida. Rápidamente pregunta: –Luci, ¿qué era lo que quería decir hombre mediocre? 

–El hombre mediocre es el que no tiene ideales en la vida. 

–Ah –eso la tranquiliza porque ella sí tiene ideales en la vida: siempre se imagina que ya es grande y que entonces los problemas se acaban, y todos la comprenden a una, y las cosas salen bien, y el mundo es maravilloso. Y eso es tener ideales en la vida. 

–Luci –dice–, nosotras dos no somos mediocres, ¿no? 

–Una hincha –dice Lucía–. Eso es lo que sos vos. 

–Luci, ¿por qué será que vos nunca te podés llevar bien con la gente? 

–Oíme Mariana, ¿por qué no me dejas leer en paz? 

–Te llevás mal con toda la gente. Qué barbaridad, Luci. Siempre te peleás con mamá y papá. Y con toda la gente –Mariana suspira–. Vos les das muchos disgustos a tus padres, Luci. 

–Ojalá te mueras, Mariana. 

–¡Sos una porquería, Luci, eso es lo que sos! La muerte no se le desea a nadie, ni al peor enemigo se le desea, y mucho menos a una hermana. 

–Claro, ahora ponete a llorar, ¿sabés?, así después me gritan que yo te torturo. 

–¿Después? ¿Cuándo después? ¿Vos sabés con exactitud cuándo va a volver mamá? 

–Después –Lucía ha vuelto a la lectura de El hombre mediocre–. Después es después –levanta los ojos y frunce el ceño cono si estuviera meditando algo muy serio–. El futuro, quiero decir. 

–¿Qué futuro? Vos me dijiste que mamá va a volver enseguida. 

Lucía sacude la cabeza con fatalismo y vuelve al libro. 

–Sí, sí, sí, va a volver enseguida –dice. 

–No. Sí, sí, sí, no. ¿Va a volver en seguida o no va a volver enseguida? 

Lucía mira a Mariana con ojos fulminantes; después parece recordar algo y sonríe brevemente. 

–¿Y qué más da después de todo? –se encoge de hombros. 

–¿Cómo, qué más da? Decís cada cosa, vos. Si uno vuelve antes está antes, ¿no? 

–Sí uno vuelve, sí. 

–¿Qué? 

–Digo que si uno vuelve, sí. ¿Me vas a dejar leer? 

–¡Perra! ¡Eso es lo que sos! Lo que pasa es que a vos te gustaría que mamá no vuelva nunca.

Lucía cierra el libro y lo apoya sobre la cama. Suspira. 

–No es que a mí me guste –dice–. Decía que para el caso da lo mismo que mamá esté acá, o esté allá. 

–¿Allá, dónde? 

–Allá. Da lo mismo. 

–¿Cómo, da lo mismo? 

Lucía apoya el mentón sobre las dos manos y mira fijamente a Mariana. 

–Oíme, Mariana. Tengo que decirte algo: Mamá no existe. 

Mariana se sobresalta. 

–No digas idioteces, querés –trata de aparentar serenidad–. Ya sabés que a mamá no le gusta que digas idioteces. 

–No son idioteces. Además, ¿qué importa lo que diga mamá, si mamá no existe? 

–Luci, por última vez te lo digo: no-me-gus-ta que inventes estas cosas. 

–Aay, Mariana –dice Lucía con tono de fatiga–, si no lo invento yo: hay toda una teoría que dice eso; un libro. 

–¿Dice qué? 

–Lo que te dije. Que nada existe. Que el mundo lo inventamos nosotros. 

–¿Inventamos qué, del mundo? 

–Todo. 

–Querés asustarme, Luci. Las teorías no pueden decir cosas así. ¿Cómo, cómo dice? En serio, Luci.

–Te lo dije mil veces. El escritorio, ¿entendés? No es que acá haya un escritorio de verdad: vos pensás que hay un escritorio. ¿Te das cuenta? Vos, en este momento, creés que estás adentro de una pieza, sentada en la cama, hablando conmigo, y te parece que en otro lugar, lejos, está mamá. Por eso querés que mamá vuelva. Pero resulta que los lugares no existen, que no hay cerca ni lejos. Que todo está dentro de tu cabeza. Vos lo estás imaginando. 

–¿Y vos? 

–¿Yo qué? 

–Claro –dice Mariana con súbita alegría–, ¿cómo puede ser que vos pienses que el escritorio existe justo justo en el mismo lugar en que yo pienso que existe? 

–Pero no, Marianita mía. Nunca entendés nada. No es que las dos nos imaginemos que existe en el mismo lugar: es que vos te imaginás que las dos nos imaginamos que existe en el mismo lugar. 

–No, no. Vos no me entendés, Luci. No es que cada una piense por separado y una no se puede enterar de lo que pensó la otra. Una habla de lo que se imagina. Yo te digo: ¿cuántos cuadros hay en esta pieza? Yo pienso: en esta pieza hay tres cuadros. Y justo en ese momento vos me decís que en esta pieza hay tres cuadros. Quiere decir que los tres cuadros están aquí, que nosotras los vemos, no que los pensamos. Porque dos personas no pueden pensar lo mismo al mismo tiempo. 

–Dos personas, no. 

–¿Qué? 

–Que dos personas no. 

–No entiendo. 

–Que a mí también me estás imaginando, Mariana. 

–¡Mentira! ¡Mentira! Sos la persona más mentirosa que vi en el mundo. Te odio, Lucía. Pero, ¿no te das cuenta? Si yo te estoy imaginando, ¿vos cómo lo sabés? 

–Yo, ni lo sé ni lo dejo de saber. Sos vos la que me inventa. Inventás a una persona que se llama Lucía y es tu hermana, y que sabe que vos la inventás. Eso es todo. 

–¡No, Luci! ¡Decí que no! ¿Y el libro? 

–¿Qué libro? 

–El libro que lo dice. 

–¿Que dice qué? 

–Que las cosas no existen. 

–Ah, el libro... El libro también te lo imaginás vos. 

–¡Mentira, Luci, mentira! Yo nunca me podría imaginar un libro así. Si yo nunca sé esas cosas, ¿te das cuenta, Luci? Cómo iba a imaginarme algo tan difícil? 

–Pero Mariana, ese libro no es nada comparado con las otras cosas que te imaginaste. Pensá en la historia, y en la ley de gravedad, y en las matemáticas, y en todos los libros que se escribieron en el mundo, y en las vacunas, y en la telegrafía sin hilos, y en los aviones. ¿Te das cuenta? 

–No, Lucía, por favor. Todo el mundo conoce estas cosas. Mirá: yo traigo un montón de gente a esta pieza; les digo: cuando cuento hasta tres, todos, al mismo tiempo, señalamos la radio con un dedo. Y todos, vas a ver, todos íbamos a señalar para el mismo lado. Juguemos. Luci, juguemos a señalar cosas. Te lo pido por favor. 

–¿Pero sos estúpida vos? ¿No te estoy diciendo que sos vos la que se imagina a toda la gente del mundo? 

–No te creo. Lo decís para asustarme. Cómo me voy a imaginar a toda la gente del mundo. ¿Y mamá? ¿Y papá? 

–También. 

–¡Entonces yo estoy sola, Lucía! 

–Completamente sola. 

–¡Mentira! ¡Mentira! ¡Decí que mentís! Lo decías para asustarme, ¿no es cierto? Claro. Si acá está todo: las camas, el escritorio, las sillas. Yo lo veo, lo toco si quiero. Decí que sí, Luci. Decí que todo es como antes. 

–¿Y para qué querés que te lo diga si igual vas a ser vos imaginando que yo te lo digo? 

–¿Siempre yo? ¿Pero entonces no hay nada más que yo en el mundo? 

–Claro. 

–¿Y vos? 

–¿No te digo que me estás pensando? 

–No quiero, Luci. Tengo miedo. Tengo mucho miedo, Luci. ¿Cuánto falta para que venga mamá? 

¡Mamá, vení pronto!, ruega, y se asoma a la ventana para verla llegar. Pero ya no sabe a quién le está rogando, ni para qué, si una madre inventada ya nunca más podrá quitarle el miedo. Cierra los ojos y el mundo desaparece, los abre y vuelve a aparecer, pero no es de verdad: ella lo está inventando. Todo, todo, todo. Y si no puede pensar en mamá, ya no tendrá mamá. Y si no puede pensar en el cielo, el cielo... Ay. Y también los perros, y las nubes, y Dios. Demasiadas cosas para pensarlas al mismo tiempo, ella sola. ¿Y por qué justamente ella, sola? ¿Por qué ella existiendo sola en el Universo? Cuando una lo sabe, todo es tan difícil. De pronto puede olvidarse del sol, o de la casa, o de Lucía. O peor: puede acordarse de Lucía, pero de Lucía loca que viene con un revólver a matarla. Y ahora sí que ella se da cuenta de lo peligroso que es eso. Porque si no puede dejar de pensarlo, Lucía será así, loca, y la matará. Y ya no existirá nadie para pensar en todas las cosas. Se irán los árboles, y el escritorio, y las tormentas. Se irá el color rojo y se irán los países. Y el cielo azul, y el cielo cuando es de noche, y los horneros, y los leones en África, y el globo terráqueo, y los cantos. Y nadie sabrá nunca que una vez, una chica que se llamaba Mariana, inventó un lugar muy complicado que lo llamó el Universo.

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