28 ene 2020
Haruki Murakami – El espejo
Desde hace un rato os oigo hablar de experiencias que habéis
vivido y, no sé, a mí me da la impresión de que este tipo de relatos puede
dividirse en ciertas categorías. En la primera categoría se encuentran aquellas
historias donde el mundo de los vivos está en esta orilla y el de los muertos
en la opuesta, pero existen unas fuerzas que hacen que, bajo determinadas
circunstancias, pueda cruzarse de una orilla a la otra. Son las historias de
fantasmas, por ejemplo. Otras historias se basan en la existencia de ciertos
fenómenos o de ciertas facultades que trascienden el común conocimiento
tridimensional del hombre. Me refiero a la videncia o a los presentimientos.
Creo que, grosso modo, podríamos dividirlas en estos dos grupos.
Pues bien, según he
podido constatar, las experiencias de la gente, pertenezcan a una u otra
categoría, se limitan a un solo ámbito. Es decir, las personas que ven
fantasmas los ven con frecuencia, pero no tienen presentimientos, y las
personas que sí tienen presentimientos no suelen ver fantasmas. Desconozco la
razón de que esto sea así, pero es evidente que existen ciertas disposiciones
personales al respecto. Vamos, al menos ésa es mi impresión.
Luego, por
supuesto, están los que no se encuadran en ninguna de ambas categorías. Yo, por
ejemplo. Llevo viviendo más de treinta años, pero jamás he visto una aparición.
Sueños premonitorios o presentimientos jamás los he tenido. Me ha sucedido que,
encontrándome con dos amigos en el mismo ascensor, ellos han visto un fantasma
y a mí se me ha pasado por alto. Mientras ellos dos veían a una mujer vestida
con un traje chaqueta gris, de pie a mi lado, yo habría jurado que allí, mujer,
no había ninguna. Que estábamos los tres solos. No miento. Y ellos no son de
los que van tomándole el pelo a los amigos. En fin, ésta es una experiencia muy
siniestra, pero no altera el hecho de que yo no haya visto jamás un fantasma.
Ni se me ha parecido nunca un espíritu, ni tengo poder paranormal alguno.
Vamos, que mi vida debe de ser terriblemente prosaica.
Sin embargo, una
vez, una sola vez, me sentí tan aterrado que se me pusieron los pelos de punta.
Hace ya más de diez años que pasó aquello, pero aún no se lo he contado a
nadie. Incluso hablar de ello me causa terror. Me da la impresión de que, si lo
menciono, volverá a ocurrir. Por eso me he callado hasta hoy. Pero esta noche
todos habéis ido contando, por turno, experiencias aterradoras que habéis
vivido y yo, como anfitrión, no puedo dar por finalizada la velada sin
relataros, a mi vez, mi historia. Así que voy a atreverme a hablar de ello.
¡No, por favor! Ahorraos los aplausos. No creo que mi historia los merezca.
Tal como he dicho
antes, ni he visto fantasmas ni tengo ningún poder paranormal. Así que es
posible que mi historia os parezca poco terrorífica y que os decepcione. En
fin, si es así, que así sea. Aquí la tenéis.
Acabé el instituto
a finales de la década de los sesenta, unos años turbulentos, ya lo sabéis;
era, de pleno, la época de las luchas estudiantiles contra el sistema. También
yo me vi arrastrado por aquella oleada, así que rehusé ingresar en la
universidad y decidí vagar unos cuantos años por Japón, trabajando con mis
propias manos. Creía que ése era el modo de vida correcto. En fin, cosas de la
juventud. Ahora, cuando pienso en aquellos días, me parecen muy felices.
Dejando aparte la cuestión de si aquél era el modo de vida correcto o
equivocado, si volviera a nacer, posiblemente volvería a hacer lo mismo.
Durante el otoño de mi segundo año errático trabajé un par
de meses como vigilante nocturno en una escuela. En un instituto de una pequeña
población de Niigata. Durante todo el verano había trabajado muy duro y me
apetecía tomarme un respiro. Y hacer de vigilante nocturno no era un trabajo
que deslomara a nadie. Durante el día me dejaban dormir en las dependencias de
los bedeles y, por la noche, sólo tenía que dar dos rondas por el recinto de la
escuela. En las horas que me quedaban libres escuchaba discos en la sala de
música, leía en la biblioteca o jugaba al baloncesto en el gimnasio. Allí solo,
por la noche, se estaba muy bien. ¿Que si tenía miedo? No, no. ¡Qué va! A los
dieciocho o diecinueve años se desconoce el miedo.
Seguro que no
habéis trabajado nunca de vigilante nocturno, así que, antes que nada, voy a
explicaros un poco qué es lo que hay que hacer. Hay dos rondas de inspección,
la primera a las nueve de la noche y la segunda a las tres de la madrugada. Así
está establecido. La escuela era un edificio bastante nuevo, de hormigón, de
tres plantas, y el número de aulas estaba sobre las dieciocho o veinte. No era
muy grande. También estaban la sala de música, el aula de labores del hogar, el
aula de dibujo y, además, la sala de profesores y el despacho del director.
Aparte de las dependencias de la escuela estaban el comedor, la piscina, el
gimnasio y el salón de actos. Y yo sólo tenía que darme una vuelta por allí.
Eran veinte los
puntos que tenía que inspeccionar, y yo iba de una dependencia a otra, echaba
una ojeada y ponía con el bolígrafo «OK» en el papel. Sala de profesores: OK;
Laboratorio: OK... Claro que habría podido quedarme tumbado en la habitación de
los bedeles y haber ido marcando OK, OK en todas las casillas. Pero nunca
descuidé mi trabajo hasta ese punto. En primer lugar, no requería un gran
esfuerzo y, además, de haberse colado algún tipejo dentro, al primero a quien
hubiera sorprendido durmiendo habría sido a mí.
Así que, a las
nueve de la noche y a las tres de la mañana, me hacía con una linterna grande y
una espada de madera y recorría la escuela de una punta a la otra. Con la
linterna en la mano izquierda y la espada en la derecha. En el instituto había
practicado kendo y tenía gran confianza en mi habilidad. Mientras mi contrincante
no fuera un profesional, no me daba miedo aunque llevase una auténtica espada
japonesa. Hablo de aquella época, claro. Hoy, saldría corriendo.
Era una noche
ventosa de principios de octubre. No hacía frío. Más bien hacía calor. Desde el
anochecer pululaban los mosquitos. A pesar de estar en otoño, recuerdo que
había tenido que encender dos barritas de incienso para ahuyentar los
mosquitos. El viento ululaba. Justo aquel día, la puerta de la piscina se había
roto y golpeaba con furia agitada por el viento. Se me pasó por la cabeza
arreglarla, pero estaba demasiado oscuro. Y la puerta estuvo toda la noche
abriéndose y cerrándose con estrépito.
En la ronda de las
nueve no descubrí nada anormal. OK en los veinte puntos. Las puertas estaban
cerradas con llave, todo estaba donde tenía que estar. Ninguna novedad. Volví a
las dependencias de los bedeles, puse el despertador a las tres y me dormí.
Cuando el
despertador sonó a las tres de la madrugada, me asaltó una extraña e
indefinible sensación. No puedo explicarlo bien, pero me sentía raro. En
concreto, no me apetecía levantarme. Era como si hubiera algo que estuviese
anulando mi voluntad de incorporarme. A mí nunca me había costado levantarme de
la cama, así que aquello me resultaba inconcebible. Con gran esfuerzo logré
ponerme en pie y me dispuse a hacer la ronda. La puerta seguía golpeando con
estrépito. No obstante me dio la sensación de que el sonido era distinto.
Podían ser simples impresiones, ya lo sé, pero me sentía extraño en mi propia piel.
«¡Qué raro! No me apetece nada hacer la ronda», pensé. Pero fui, claro está.
Porque ya se sabe. En cuanto haces trampas una vez, ya no hay quien lo pare.
Así que agarré la linterna y la espada de madera y salí de las dependencias de
los bedeles.
Era una noche
odiosa. El viento soplaba cada vez más fuerte, el aire era más y más húmedo. La
piel me picaba, no lograba concentrarme. En primer lugar, miré el gimnasio y el
salón de actos. OK en ambos. La puerta seguía abriéndose y cerrándose con
estrépito, parecía la cabeza de un demente haciendo gestos afirmativos y
negativos. Sin regularidad alguna. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Ya sé que es
una comparación extraña, pero a mí me dio esa sensación. De verdad.
En el interior de
la escuela tampoco hallé ninguna anomalía. Todo estaba como siempre. Di una
vuelta rápida y marqué OK en todas las casillas. Después de todo, no había
ocurrido nada. Aliviado, me dispuse a volver a las dependencias de los bedeles.
El último punto que había que inspeccionar era el cuarto de las calderas, en el
extremo este del edificio. Las dependencias de los bedeles estaban en el
extremo oeste. Por lo tanto, yo tenía que cruzar un largo pasillo de la planta
baja para volver a mi habitación. Un pasillo negro como el carbón. Si había
luna, estaba iluminado por su pálida luz, pero si no, no se veía nada en
absoluto. Yo avanzaba dirigiendo el haz de luz de la linterna hacia delante.
Aquella noche se aproximaba un tifón y no había luna. Muy de cuando en cuando
se abría un jirón entre las nubes, pero la noche volvía a ser pronto tan oscura
como boca de lobo.
Avanzaba a un paso
más rápido de lo habitual. Las suelas de goma de las zapatillas de baloncesto
producían pequeños chirridos al pisar el pavimento de linóleo. El pavimento era
de color verde. De un verde oscuro como el musgo. Aún lo recuerdo.
A medio pasillo se
encontraba el vestíbulo. Me disponía a dejarlo atrás cuando: «¡Oh!», tuve un
sobresalto. Me había parecido ver una figura en la oscuridad. Un sudor frío
manó de mis axilas. Agarré con fuerza la espada de madera, me volví en aquella
dirección. Apunté hacia allí el haz de luz de la linterna. Era por la zona
donde estaba el mueble zapatero.
Y era yo. Es decir,
un espejo. Ni más ni menos. Era mi figura reflejada en un espejo. La noche
anterior no había ninguno, seguro que acababan de colocarlo allí. ¡Vaya susto!
Era un espejo grande, de cuerpo entero. Al tiempo que me tranquilizaba, me iba
sintiendo ridículo. «¡Seré imbécil!», pensé. Plantado ante el espejo dirigí
hacia abajo el haz de luz de la linterna, me saqué un cigarrillo del bolsillo y
lo encendí. Di una calada contemplando mi imagen reflejada en el espejo. La
tenue luz de las farolas penetraba por las ventanas y llegaba hasta el espejo.
A mis espaldas, la puerta de la piscina seguía dando golpes impulsada por el
viento.
A la tercera calada
me asaltó, de pronto, una sensación muy extraña. La imagen del espejo no era la
mía. De hecho, sí, su aspecto exterior era idéntico al mío. No cabía la menor
duda. Pero no acababa de ser yo. Lo supe instintivamente. No. No es exacto.
Hablando con precisión, sí era yo. Pero era otro yo. Un yo que jamás debería
haber tomado forma.
No me lo explico,
me entendéis, ¿verdad? Es que ésa es una sensación terriblemente difícil de
traducir en palabras.
Sin embargo, lo
único que comprendí entonces era que él me odiaba con todas sus fuerzas. Con un
odio parecido a un poderoso iceberg que flota en un mar oscuro. Con un odio que
no podrá ser jamás aliviado por nadie. Eso es lo único que comprendí.
Me quedé plantado
ante el espejo, atónito. El cigarrillo se me escapó por entre los dedos y cayó
al suelo. El cigarrillo del espejo también cayó al suelo. Nos contemplábamos el
uno al otro. No podía moverme, como si estuviera atado de pies y manos.
Poco después, él
movió una mano. Se acarició el mentón con las yemas de los dedos de la mano
derecha y, luego, muy despacio, fue deslizando los dedos hacia arriba, como un
insecto que le reptara por el rostro. Me di cuenta de que yo estaba imitando
sus gestos. Como si fuera yo la imagen del espejo. O sea, que era él quien
estaba intentando controlarme a mí.
En aquel momento
hice acopio de las fuerzas que me quedaban y solté un alarido. Exclamé «¡Uoo!»
o «¡Uaa!», o algo así. Entonces, las ataduras se aflojaron un poco y arrojé con
todas mis fuerzas la espada de madera contra el espejo. Se oyó un ruido de
cristales rotos. Eché a correr hacia mi habitación sin volverme una sola vez,
cerré la puerta con llave y me cubrí con la manta. Me preocupaba el cigarrillo
que había dejado caer en el pasillo. Pero fui incapaz de volver. El viento
siguió soplando. La puerta de la piscina continuó golpeando con estrépito hasta
poco antes del amanecer. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...»
Supongo que
adivinaréis cómo termina la historia. Eso es, el espejo no había existido
jamás.
Cuando el sol
ascendió por el horizonte, el tifón ya se había alejado. El viento amainó y el
sol continuó arrojando sus rayos cálidos y claros. Me acerqué al vestíbulo.
Había una colilla en el suelo. Había una espada de madera en el suelo. Pero no
había ningún espejo. Nunca lo hubo. Nadie había emplazado jamás un espejo al
lado del mueble zapatero. Ésta es la historia.
Así que no vi
ningún fantasma. Lo único que yo vi fue... a mí mismo. Pero aún no he podido
olvidar el terror que experimenté aquella noche. Y siempre pienso lo siguiente:
«El hombre únicamente se teme a sí mismo». ¿Qué opináis vosotros?
Por cierto,
posiblemente os hayáis dado cuenta de que en esta casa no hay ningún espejo. Y,
¿sabéis?, se tarda bastante tiempo en aprender a afeitarse sin mirarse al
espejo. De verdad.
En Sauce ciego, mujer dormida
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