13 oct 2019
Sherwood Anderson - El hombre del abrigo marrón
Napoleón se fue a la guerra a caballo.
Alejandro se fue a la guerra a caballo.
El general Grant descabalgó y se adentró en el bosque.
El general Hindenburg subió por la colina.
La luna salió por detrás de unos arbustos.
Estoy escribiendo una historia. Escribo sobre los actos que realizan los hombres. Aunque todavía soy joven, ya he escrito tres historias de este tipo. Ya llevo escritas unas trescientas, cuatrocientas mil palabras.
Mi mujer está en algún lugar de esta casa en la que llevo horas sentado escribiendo. Es una mujer alta de cabello oscuro, aunque últimamente le están saliendo unas cuantas canas. Escuchen, está subiendo lentamente las escaleras. Se pasa el día yendo con cuidado de un lado a otro, ocupándose de las tareas del hogar.
Yo no soy de aquí, soy de una ciudad del estado de Iowa. Mi padre era obrero, se dedicaba a pintar casas. No llegó a ser alguien en la vida. Yo, en cambio, fui a la universidad y soy historiador. Somos propietarios de la casa donde estoy ahora sentado. Esta es la habitación donde trabajo. Ya llevo escritas tres historias. Escribo sobre el nacimiento de los estados y el fragor de las batallas. Mis libros pueden encontrarse en las estanterías de las bibliotecas perfectamente alineados, parecen centinelas.
Mi mujer es tan alta como yo, pero yo tengo los hombros algo encorvados. Aunque mis textos hablan de valentía, soy un hombre más bien tímido. Me gusta trabajar a solas en esta habitación con la puerta cerrada. Aquí hay muchos libros. En los libros las naciones avanzan y retroceden. Aunque en los libros hay siempre un gran estruendo, en esta habitación reina el silencio.
Napoleón se va a la guerra a caballo.
El general Grant se adentra en el bosque.
Alejandro se va a la guerra a caballo.
Mi mujer tiene una mirada muy fría, un tanto severa. A veces, los pensamientos que tengo sobre ella me asustan. Por las tardes le gusta salir de casa para ir a pasear. A veces se va de compras, a veces a visitar a alguna vecina. Justo enfrente de nuestra casa hay una casa amarilla. Mi mujer sale por la puerta y cruza la calle situada entre nuestra casa y la casa amarilla.
La puerta de nuestra casa se cierra de golpe. Hay un momento de espera. El rostro de mi mujer flota sobre el fondo amarillo de un cuadro.
El general Pershing se fue a la guerra a caballo.
Alejandro se fue a la guerra a caballo.
Pequeñas cosas van aumentando de tamaño en mi mente. La ventana que está frente a mi escritorio enmarca un pequeño espacio como si fuera un cuadro. Todos los días me siento allí a observar. Espero, y tengo la extraña sensación de que algo va a pasar. Me tiembla la mano. El rostro que flota en el cuadro hace algo que no acabo de entender. El rostro flota y luego se detiene. Se mueve de derecha a izquierda y luego se detiene.
El rostro entra y sale de mi mente —flota en mi mente—. Mis dedos dejan caer la pluma. La casa está en silencio. Los ojos del rostro dejan de mirarme.
Mi mujer no es de aquí, es de una ciudad del estado de Ohio. Aunque tenemos criada, mi mujer barre el suelo a menudo y a veces hace la cama en la que dormimos. Por la noche nos sentamos juntos, pero sigo sin conocerla. No puedo salir de mí mismo. Llevo puesto un abrigo marrón del que no logro salir. Estoy atrapado. Mi mujer es muy educada y habla con delicadeza, pero también está atrapada. No puede salir de sí misma.
Mi mujer ha salido de casa. Ella no sabe que yo conozco hasta el más mínimo detalle de su vida. Sé lo que pensaba cuando de niña caminaba por las calles de su ciudad, en Ohio. He oído las voces que hay en su mente. He oído esas pequeñas voces. He oído la voz del miedo gritar cuando sintió por primera vez la pasión del deseo y cayó rendida en mis brazos. Volví a escuchar la voz del miedo al mudarnos a esta casa, cuando sus labios me dedicaron palabras de aliento la primera noche que pasamos juntos después de nuestra boda.
Sería extraño estar aquí sentado, como ahora, mientras mi propio rostro flota por el cuadro que forman la casa amarilla y la ventana. Sería extraño y bonito a la vez que pudiera encontrarme con mi esposa, presentarme ante ella.
La mujer cuyo rostro acaba de pasar flotando por mi cuadro no sabe nada de mí. Yo no sé nada de ella. Ha desaparecido por una calle. Las voces de su mente están hablando. Yo sigo aquí, en esta habitación, no creo que un hombre se haya sentido nunca tan solo.
Sería extraño y bonito a la vez que mi propio rostro pudiera flotar por mi cuadro. Que mi rostro pudiera presentarse flotando ante ella, presentarse ante cualquier hombre o mujer —sería extraño y bonito que sucediera algo así.
Napoleón se fue a la guerra a caballo.
El general Grant se adentró en el bosque.
Alejandro se fue a la guerra a caballo.
Permítanme decirles… A veces, en mi mente, toda la vida de este mundo flota en un rostro humano. El rostro inconsciente del mundo se frena y se detiene ante mí.
¿Por qué nunca le he dicho a nadie una sola palabra que proceda de mí mismo? ¿Por qué, en todo el tiempo que llevamos juntos, jamás he sido capaz de romper el muro que me separa de mi esposa? Ya llevo escritas trescientas, cuatrocientas mil palabras. ¿No existen palabras que lleven hasta la vida? Algún día hablaré conmigo. Tal vez algún día escriba un testamento a mi favor.
En La chica de Nueva Inglaterra
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