13 oct 2019
Emil Cioran - La disciplina de las santas
Hubo un tiempo en el que solamente pronunciar el nombre de una santa me llenaba de delicias, en el que envidiaba a los cronistas de los conventos, los íntimos de tantas histerias inefables, de tantas iluminaciones y de tantas palideces. Estimaba yo que ser secretario de una santa constituía la más alta carrera reservada a un mortal. E imaginar el papel de confesor junto a bienaventuradas ardientes y todos los detalles, todos los secretos que un Pedro de Alvastra nos ocultó sobre santa Brígida, Henri de Halle sobre Mechtilda de Magdeburgo, Raymond de Capua sobre Catalina de Siena, el hermano Arnoldo sobre Angela de Foligno, Juan de Marienwerder sobre Dorotea de Montau, Brentano sobre Catalina Emmerich... Me parecía que una Diodata degli Ademari o una Diana de Andolo se elevaron al cielo por el solo prestigio de su nombre: me daban el gusto sensual de otro mundo.
Cuando recapitulaba las pruebas de Rosa de Lima, de Lydwina de Schiedam de Catalina de Ricci y de tantas otras, cuando pensaba en su refinamiento de crueldad hacia ellas mismas, en sus suplicios de verdugos de sí mismas, y en ese pisoteo voluntario de sus encantos y sus gracias, odiaba al parásito de sus angustias, al Novio sin escrúpulos, insaciable y celeste Don Juan, que tenía en su corazón el derecho de primer ocupante. Harto de los suspiros y sudores del amor terrestre, me volvía hacia ellas, aunque no fuera más que por su búsqueda de otro modo de amar: «Si una simple gota de lo que siento, decía Catalina de Génova, cayese en el Infierno, lo transformaría de inmediato en Paraíso.» Yo esperaba esa gota que, si hubiese caído, me hubiera alcanzado al término de su descenso...
Repitiéndome las exclamaciones de Teresa de Avila, la veía gritar a los seis años «eternidad, eternidad», después seguía la evolución de sus delirios, de sus ardores, de sus agostamientos. Nada más cautivador que las revelaciones privadas, que desconciertan los dogmas y comprometen a la Iglesia... Me hubiera gustado llevar el diario de esas confesiones equívocas, refocilarme en todas esas nostalgias sospechosas... No es en una cama donde se alcanza la cumbre de la voluptuosidad: ¿cómo encontrar en el éxtasis sublunar lo que las santas os dejan presentir de sus arrobos? La calidad de sus secretos nos la hizo conocer Bernini, en la estatua de Roma, en la que la santa española nos incita a numerosas consideraciones sobre la ambigüedad de sus desfallecimientos...
Cuando vuelvo a pensar a quién debo el haber sospechado el extremo de la pasión, los estremecimientos más turbios como los más puros, y esa especie de desvanecimiento en que las noches se incendian, donde tanto la menor brizna de yerba como los astros se funden en una voz de gozo y crispación —infinito instantáneo, incandescente y sonoro, tal como lo concebiría un dios feliz y demente—, cuando vuelvo a pensar en todo esto, sólo un nombre me obsesiona: Teresa de Avila, y las palabras de una de sus revelaciones que yo me repetía diariamente: «No debes hablar con los hombres, sino con los ángeles.»
He vivido años a la sombra de las santas, descreyendo de que un poeta, un sabio o un loco pudiera igualarlas jamás. He dilapidado en mi fervor por ellas toda la potencia de adorar, la vitalidad en los deseos, el ardor en los sueños de que era capaz. Y después... dejaron de gustarme.
En Breviario de podredumbre
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