Marco Denevi - Eine kleine nachtmusik

19 sept 2019

Marco Denevi - Eine kleine nachtmusik

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Marco Denevi - Eine kleine nachtmusik


Tiempo atrás el edificio estaba habitado por familias de posición acomodada. Después, uno tras otro, los departamentos fueron alquilados a agentes de Bolsa, a empresas financieras, a despachantes de aduana. Pero Henriette y Leopoldina von Wels no quisieron mudarse. A la noche ellas y Hildstrut, la vieja criada húngara, eran las únicas almas vivientes dentro del edificio, porque también Wilson, el portero, se iba a dormir a su casa en Montserrat. No tenían miedo de quedarse solas y, si vamos a ver, les gustaba.

  Durante el día hay un discreto movimiento de gente y no pocos ruidos. Pero a partir de las nueve de la noche el edificio queda sepulto en el silencio y en la oscuridad de una mina abandonada. Sólo en el 7º piso hay luz y, a menudo, una música tenue. Si algún inquilino hubiese permanecido en su oficina a esas horas, habría dicho: «son las dos extranjeras».

  Henriette leía, Leopoldina bordaba o tejía una carpeta. En la ortofónica monumental giraba un disco: Mozart, Schubert, Schumann, Chopin, Liszt y, de tanto en tanto, Wagner (pero Leopoldina, aunque nunca lo dijo, detestaba a Wagner y no se atrevía a confesar su preferencia por Rossini). Si hacía calor salían al balcón. En verano todas sus amistades se iban a las playas, y si ellas no veraneaban era porque a Leopoldina el menor trajín le alteraba la salud.

  Fue lo que hicieron aquella noche: salir al balcón y disfrutar del espectáculo. Una vez Leopoldina tendría una ocurrencia muy atinada. Dijo: «¿Te fijaste, Henriette? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo está de paso». Es cierto. Lo que tenían delante de los ojos era una ciudad sin población estable: Retiro, la Plaza Británica, el Hotel Sheraton, las torres de Las Catalinas Norte, el puerto y, al fondo, el río. Pero de noche, invierno y verano, el panorama es fascinante, casi irreal.

  Buenos Aires parecía desierta, lánguida, como si todavía no se hubiese repuesto de los alborotos de Fin de Año. Por Leandro Alem se deslizaban unos pocos automóviles extraviados. Sólo las torres de Las Catalinas, que de noche están lustradas de negro brillante, conservaban algunos pisos iluminados como guirnaldas de plata navideña. Detrás las luces de la zona portuaria parpadeaban en una tiniebla brumosa. Y arriba un vasto cielo abierto, como es difícil ver en las ciudades. Henriette y Leopoldina, acodadas sobre el antepecho de balaustres, no pensaban en nada.

  Entonces oyeron la música. Sonaba a sus espaldas, como si viniese desde el interior del departamento. Pero ellas no habían puesto ningún disco en la ortofónica. Y no era música clásica. Era un tango. Un tango ejecutado por un bandoneón. Se miraron, estupefactas. Henriette decidió que sería una radio. Pero ¿quién había encendido una radio a esas horas dentro del edificio? Y no, no era una radio: un error de interpretación fue corregido, una frase se repitió tres veces, como para ser memorizada.

  Henriette entró en el departamento, se dirigió hacia el vestíbulo. ¿Adónde iba? ¿Qué estaba por hacer? Leopoldina la siguió. En todos los pisos hay una galería cubierta que va desde el vestíbulo hasta la cocina y las habitaciones de servicio. Defendida por una mampara de vidrios ingleses, da a un pozo de aire por el que trepan los ruidos del día y el silencio y la oscuridad de la noche. Henriette subió a una silla y se asomó por encima de la mampara. En el pozo de aire, a la altura del sexto piso, había una niebla de luz amarilla.

  Volvieron a la sala y se sentaron. Se miraban una con otra como interrogándose. El sonido del bandoneón parecía flotar en el aire, surgir de las paredes, del piso, del cielo raso, al modo de esa música llamada funcional que suele haber en algunas oficinas modernas, en la sala de espera de algunos consultorios médicos y que brota no se sabe de dónde.

  —¿Quién podrá ser? —susurró Leopoldina.

  Henriette se impacientó:

—Por lo pronto, un hombre. Las mujeres no tocan el bandoneón.

  Pero no había alzado la voz, también ella había susurrado. Se levantó, caminando en puntas de pie fue a apagar todas las lámparas, sólo dejó encendido un pequeño hongo de cristales de colores, y volvió a su sillón.

  El concierto habrá durado, la primera noche, una buena media hora. Las señoritas Wels no sabían nada de tangos, creían que es un género vulgar y medio canallesco. Pero la música es la música y la noche es la noche, y de la conjunción de ambas siempre nace un misterio delicado. Escuchaban en silencio, sin moverse, respirando lenta y acompasadamente como si durmieran. Poco a poco descubrían dos cosas: que el bandoneón no es un instrumento musical, es una voz casi humana, y que nada más que con su música el tango cuenta alguna historia. Aquella primera anoche fueron historias de amor, pero no historias trágicas o apasionadas sino más bien juguetonas, incluso tiernas, como de algún amor juvenil.

  Después, nada. Nada durante un largo rato. Después las sobresaltó un portazo y enseguida el brusco sacudón que da el ascensor cuando está en la planta baja y lo llaman desde alguno de los pisos superiores. De noche se oye todo. Oyeron que el ascensor se detenía, que la puerta de reja se abría y se cerraba, que de nuevo el ascensor se ponía en movimiento. Y por fin oyeron un segundo portazo, lejos, en la puerta de calle.

  Henriette corrió a asomarse al balcón y Leopoldina la siguió. Pero el edificio está construido sobre la recova de Leandro Alem y el balcón encima sobresale un metro. Por mucho que uno saque medio cuerpo afuera, no alcanza a ver ni el cordón de la vereda. Y si alguien sale del edificio y se va caminando por la recova, desde arriba es imposible verlo. Ningún automóvil, ningún taxi se detuvo ni nadie cruzó a pie la avenida, así que era evidente que la persona que acababa de salir del edificio se había ido caminando por debajo de la recova. ¿Sería la misma que un rato antes tocaba el bandoneón?

  Henriette fue a espiar: el pozo de aire estaba totalmente a oscuras. Sí, sería la misma. Las señoritas Wels permanecieron en el balcón sin pronunciar una palabra. Vino la medianoche, y como Henriette no daba señales de querer irse a dormir, Leopoldina pudo seguir manoseando mentalmente la idea que la asaltó de golpe: el hombre había tocado el bandoneón para ellas, la música había sido un mensaje en clave, el mensaje decía «llegué, aquí estoy», y luego de enviarles el mensaje se había ido. ¿Volvería?

  A la mañana siguiente Hildstrut, en cambio de averiguar por Wilson, como ellas se lo habían ordenado, quiénes alquilaban el departamento del sexto piso, dejó que ese hombre chismoso y grosero, que arqueaba el cuerpo y levantaba las nalgas en una postura obscena, viniese a informarles personalmente.

  Dijo que el nuevo inquilino era un muchacho joven. Se había instalado en el sexto piso la tarde anterior, una mudanza rápida y sencilla: pocos muebles pero canastos y más canastos y perchas con ropa de todos los colores, incluidos varios smokings. Al parecer vivía solo.

  —No sé para qué quiere un departamento tan grande. Acuérdense de lo que les digo: ese muchacho nos traerá problemas.

  —¿Qué clase de problemas? —interrogó Henriette en un tono altanero. Wilson no pareció sentirse intimidado.

  —Ya se imaginarán cuáles. Tengo buen ojo para catalogar a la gente. Ese tipo es un hombre de la noche. Lindo, pálido, con el pelo engominado y una ropa que no es para ir a trabajar.

  Henriette se fastidió:

  —Por lo visto aquí le alquilan a cualquier gentuza.

  Wilson las miraba, las miraba y no se iba, querría ver qué impresión les causaban sus palabras. Leopoldina trató de no hacer ningún gesto.

  —Seguro —dijo Wilson— que de noche recibe mujeres y amigotes, y arman escándalo. Total, quién va a protestar. Ustedes, las únicas.

  —Si hace algún escándalo se lo diremos al administrador —le contestó Henriette, más seca que una Habsburgo que despide a un lacayo—. Puede retirarse, Wilson.

  Cuando por fin se libraron de ese incordio, Hildstrut, que como era medio sorda no había oído los tangos, dijo:

  —Mejor que de noche haya otras personas en el edificio.

  Henriette se irritó:

  —Según qué clase de personas.

  Leopoldina no hizo ningún comentario. Pero Henriette le notó una ligera excitación. ¿Estaba aterrada o que? Esa misma tarde Henriette mandó llamar al cerrajero para que colocase un segundo pasador en la puerta de entrada.

  * * *

  Ningún escándalo. De día era imposible distinguir, entre tanto ruido, los ruidos que quizá proviniesen del sexto piso. De noche las luces estaban encendidas pero tampoco se oía ningún ruido, ninguna conversación. Y, a eso de las diez, el bandoneón. Tangos, siempre tangos. Alrededor de las once el muchacho se iba. ¿Adónde? ¿A tocar en algún dancing? Era lo más probable.

  —Seguro, es el bandoneonista de alguna orquesta típica —decía Henriette—. Lo que no comprendo es que se haya venido a vivir aquí. Por lo general esa gente vive en los suburbios.

  Leopoldina seguía sin hacer ningún comentario. Y los domingos él debía de pasarlos durmiendo o en alguna otra cosa, porque ese día no había ni luces prendidas ni conciertos de bandoneón, y las señoritas Wels reñían por cualquier pavada.

  Las demás noches, unos minutos antes de las diez, ya estaban sentadas en los sillones del salón. Henriette simulaba leer, pero por algo no ponía ningún disco en la ortofónica. Leopoldina bordaba o tejía, y a cada rato se le soltaba un punto del tejido.

  Cuando se escuchaban las primeras sílabas, porque eran sílabas, moduladas por el bandoneón, Henriette murmuraba en un tono que quería ser irónico o despreciativo:

  —Vaya, otra vez nos da la serenata. Eine Kleine Nachtmusik del arrabal.

  Pero olvidaba dar vuelta las páginas del libro y, al rato, cerraba los ojos, dejaba reposar el libro sobre las rodillas. Leopoldina interrumpía su labor, apoyaba la nuca en el respaldo del sillón, a través de la ventana miraba el cielo estrellado.

  Con el correr de las noches llegó a la conclusión de que la música era un pedido de socorro. El muchacho les decía: «estoy solo, estoy triste», y después hacía silencio porque esperaba alguna respuesta, y después, en vista de que la respuesta no le llegaba, se iba no a un dancing sino a vagar por esas calles. Volvería a la madrugada, o con el sol, cuando el edificio ya había despertado, y por eso ella, aunque se mantuviese desvelada hasta el fin de la noche, no lo oía regresar.

  Una noche no aguantó más y dijo:

  —Algunos tangos me gustan.

  La reacción de Henriette fue tan desaforada que Leopoldina adivinó.

  —¿Cómo te puede gustar esa música? —Henriette jadeaba, parecía sufrir un repentino ataque de asma—. Por favor, una música propia de los bajos fondos.

  Leopoldina adivinó que Henriette se había puesto furiosa porque también, a ella le gustaban los tangos.

  Un día, antes de retirarse, apareció Wilson con una gran sonrisa.

  —¿Y? ¿Cómo se porta el galán del sexto piso?

  Henriette fingió buen humor:

  —¿Por qué lo llama galán?

  Wilson, sin dejar de sonreír, entrecerró los ojitos cerdunos como hacen los miopes para ver mejor.

  —¿Nunca lo vieron?

  —Nunca, por supuesto.

  —¿No molesta, de noche?

  —En absoluto. Si no fuese por usted, creeríamos que el sexto piso está desocupado.

  —Miren un poco. Y yo que creía que era un fiestero.

  —¿Un qué?

  —No, nada. Porque tiene una figura que madre mía. Propiamente un galán de cine.

  ¿Nunca lo verían, ni siquiera desde lejos, desde el balcón?

Una noche, en la oscuridad, del dormitorio para que Henriette ni la disuadiese nada más que con la mirada. Leopoldina se animó.

  —Tendríamos que conocerlo.

  —¿Conocerlo? ¿Y cómo? —Henriette no había preguntado «¿conocer a quién?», señal de que también ella estaba pensando en el muchacho.

  —Qué sé yo cómo —dijo Leopoldina, más decidida—, pero alguna manera habrá.

  —¿Ir y tocar el timbre de su departamento? ¿Nosotras, rebajarnos hasta ese punto?

  —Debe de haber una forma de encontrarnos con él y que parezca pura casualidad.

  —¿Por ejemplo?

  —Ahora no se me ocurre nada.

  Después de unos minutos Henriette rezongó:

  —Que tome él la iniciativa. Para eso es hombre.

  Leopoldina supo, así que también Henriette deseaba el encuentro y entonces se atrevió a hablar, a toda prisa para que Henriette no la interrumpiese:

  —Cualquier noche de estas salimos, hablamos en voz bien alta y hacemos mucho ruido con el ascensor, para que él nos oiga. Comemos en el restaurante de al lado. A las diez y media volvemos, pero no subimos, nos quedamos en la planta baja, junto a la puerta de calle. Cuando él salga del ascensor una de nosotras forcejea con la llave en la cerradura, como si en ese preciso momento hubiésemos entrado en el edificio. Nos cruzaremos. Será inevitable.

  —¿Y entonces qué? Nos saludará y seguirá de largo.

  —Podríamos decirle que somos sus vecinas del séptimo piso, y que nos gustan mucho los tangos que toca en el bandoneón.

  —¿Serías capaz con tu carácter?

  —No sé. Creo que no. Yo no.

  —Ah, me echas el fardo a mí. Ya veo. Lo tenías todo muy bien pensado.

  No dijo más. No dijo si estaba de acuerdo o no estaba de acuerdo, pero por un rato no pudo estarse quieta. Leopoldina la oía moverse entre las sábanas y emitir por la boca una especie de chasquido, como quien paladea el último sabor de una golosina.

  Dos días después, durante el almuerzo, Henriette dijo:

  —Esta noche podríamos ir a comer en el restaurante de al lado.

  De modo que Leopoldina se volvió audaz:

  —No, al restaurante no. Me siento incómoda en ese lugar tan ruidoso.

  Henriette se encabritó:

  —Fue tu idea, no la mía.

  —Sí, pero lo pensé mejor y no es necesario que vayamos al restaurante.

A las nueve y treinta p. m. apagaron las luces, dieron portazos, el ascensor las secundó con su repertorio de chirridos. Esperar, de pie del lado de adentro de la puerta de calle, hasta las once fue un verdadero martirio. Henriette parecía la más nerviosa de las dos, suspiraba y cada tanto hacía un ademán como de querer decir algo y enseguida arrepentirse. En cambio Leopoldina, eso sí, con los ojos muy abiertos, se mantenía inmóvil como una estatua.

  Henriette consultó su reloj de pulsera. «Las once y cuarto», susurró. Leopoldina, para demostrar que ese dato no tenía importancia, no hizo ningún movimiento. A las once y media Henriette quería subir al departamento, mascullaba que era una vergüenza lo que estaban haciendo, agazapadas, allí, como dos perdidas. Pero Leopoldina se mantuvo quieta y callada, aunque ya tenía una expresión facial al borde de la desesperación.

  A medianoche, sin pedirle parecer a nadie Henriette se dirigió hacia el ascensor y Leopoldina la siguió. Cuando el ascensor atravesaba el palier del sexto piso oyeron el bandoneón. Henriette le asestó a Leopoldina una mirada furibunda, pero Leopoldina tenía los ojos bajos y perlas de sudor en toda la cara. El bandoneón sonaba muy próximo, muy nítido, como si el muchacho estuviese tocándolo detrás de la puerta de su departamento. Debe de haber sido eso lo que más encolerizó a Henriette. Otra vez sufría el ataque de asma. Pensaría que el muchacho lo hacía adrede, para burlarse de ellas. En cambio. Leopoldina pensó: «Está ahí, detrás de la puerta, listo para recibirnos en su departamento».

  Mientras se desvestía a los manotazos, Henriette perdió su aire altivo y adoptó una voz ronca y un poco grosera:

  —Estarás satisfecha, me imagino, con tu bendito plan. No sé cómo, pero lo supo. Supo que lo esperábamos abajo, como dos mujerzuelas. Y no salió. Justo esta noche no salió, para humillarnos. Todo este tiempo estuvo dándonos la serenata con el solo fin de tomarnos el pelo, de reírse de nosotras. Ah, pero de mí no se ríe nadie, y menos ese chiquilín.

  Leopoldina iba despojándose de la ropa con movimientos tan débiles, tan desganados que parecía desnudarse para morir. Cuando por fin apagó la luz, oyó la voz de Henriette sofocada por la sábana que le cubría la cabeza:

  —Mañana mismo me quejo al administrador.

  No se quejó nada. Pero todas las noches, después de cenar, ponía en la ortofónica, a todo volumen, un disco con alguna ópera de Wagner. El bochinche de los nibelungos o la bacanal en el Venusberg debían de oírse no sólo dentro de todo el edificio sino también desde la avenida Leandro Alem, desde los rascacielos de Las Catalinas. Si mientras tanto él tocaba el bandoneón, no se podía saber.

  En medio del estrépito Leopoldina rogaba:

  —Un poco más bajo, Henriette.

Henriette daba una patada en el suelo:

  —No. ¿Acaso él no nos aturde con su bandoneón?

  Se ponía sarcástica:

  —Que aprenda, de paso, qué música nos gusta. Y si todavía no sabe quiénes somos, que vaya y que le pregunte a Wilson.

  ¿Qué le diría Wilson? Las señoritas Wels, alemanas o hijas de alemanes, creo. Muy ricas, muy aristocráticas. No serán jóvenes pero son muy hermosas, sobre todo la mayor, Henriette. Lástima que Wilson no supiese dar más detalles: su abuelo fue general del emperador Francisco José y por línea materna están emparentadas con los Vizinzey, nobles húngaros que descienden de los Esterhazy, los protectores de Haydn.

  Claro que Wilson era muy capaz de decirle: dos solteronas, orgullosas hasta más no poder, aunque la menor, Leopoldina, parece más amable, pero la otra la tiene dominada, la otra es un sargento de caballería. Y habría sido bueno, aunque era imposible, que Wilson añadiese: Leopoldina no se casó porque Henriette, una envidiosa que no le cuento, le espantó a los novios. Esto no lo pensaba Henriette, lo pensaba Leopoldina.

  En tanto las vociferaciones de Wagner atronaban la noche, Leopoldina salía al balcón. No quería ser cómplice de la venganza de Henriette. Salía al balcón y se decía que, unos metros más abajo, el muchacho se sentiría mortificado, creería que a ella no le gustaban los tangos, supondría que ella lo menospreciaba. Quizás la otra noche había tenido alguna razón para no salir. Estaría enfermo. Pero enfermo y todo había tocado el bandoneón para que ellas fueran a hacerle compañía. ¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo que dos señoras decentes vayan a visitar a un vecino solo y enfermo? ¿Quién, empezando por el muchacho, podría confundirlas con un par de mujerzuelas?

  Hasta que una noche no pudo más, abandonó el balcón y gritó para que Henriette la oyese en medio de los batifondos wagnerianos:

  —Basta, por Dios, basta de Wagner. Me crispa los nervios. Y encima este calor. Voy a volverme loca.

  Henriette debía de estar harta, ella también, de tantos aullidos de las walquirias y de tantos crepúsculos de los dioses, pero le costaría dar el brazo a torcer. Ahora, haciendo como que complacía el pedido de Leopoldina, encontró la oportunidad de librarse de Wagner. Pero tampoco estaba dispuesta a volver a oír el bandoneón: puso un disco en el que Dinu Lipatti desgranaba melismas de Chopin.

  Y a la noche siguiente aparentó engolfarse hasta tal punto en la lectura de un libro que no advertía el silencio que las rodeaba. Leopoldina no salió al balcón. Algo le decía que esa noche sería decisiva. Se sentó en el borde de una silla, como preparada para ponerse de pie, y esperó.

  En efecto, a las diez y media recibieron el mensaje. No era un tango, era un vals. ¡Dios mío, era el Danubio Azul. El muchacho estaba tocando el Danubio Azul! Lo tocaba muy mal, a los tropezones. Pero justamente por eso el bandoneón parecía una voz entrecortada, quebrada por la emoción o quizá por el llanto. El muchacho les pedía que lo perdonasen. El muchacho quería que se reconciliaran con él. Y elegía, humildemente, la única música a su alcance que ellas no rechazarían aunque sólo supiera balbucearla.

  Leopoldina se había puesto de pie y, una mano alrededor de la garganta como para calmar los pulsos de la sangre, escuchó los primeros compases del vals y después no pudo dominar su propia voz:

  —¿Te das cuenta? Sabe quiénes somos, y nos dedica el Danubio Azul. Lo toca para nosotras. Siempre ha tocado para nosotras. Nos conoce.

  Henriette no se había movido. Había dejado de leer el libro pero no se había movido, acaso de soberbia que era, para no trasuntar ninguna emoción. La actitud de Leopoldina la despabiló. Pareció alarmada. Hizo un enérgico ademán para que Leopoldina bajase la voz.

  —¿Nos conoce? ¿De dónde nos conoce?

  —No lo sé. Pero sabe que tenemos sangre vienesa y por eso eligió el Danubio Azul. No un tango sino el Danubio Azul. No puede ser pura casualidad. Nos conoce, te digo que nos conoce.

  Estaba tan enardecida que Henriette se levantó y la tomó de un brazo:

  —Si nos conoce es porque Wilson le habrá pasado el dato: en el séptimo piso viven dos mujeres solas con una sirviente vieja y medio sorda. Dos mujeres ricas, en un departamento lleno de objetos de valor.

  Leopoldina se apartó:

  —No. Si fuese un ladrón no habría esperado tanto tiempo para venir a robarnos. Ese muchacho quiere ser nuestro amigo.

  —¡Amigo! A su edad no se busca amigas. En todo caso se busca amantes.

  —Y bien, sí. Una amante. No soy tan vieja, después de todo.

  Henriette pareció que iba a enfurecerse, pero de pronto se dejó caer en un sofá, las rodillas separadas, los brazos flojos, el cuerpo echado hacia atrás.

  —Leopoldina ¿perdiste el juicio? ¿Qué disparates estás diciendo?

  —Ningún disparate. Ese muchacho quiere relacionarse con nosotras. Al menos con una de las dos.

  —Y ya sabes con cuál.

  —Soy la más joven, no lo olvides.

  —Me pregunto si no te has vuelto loca.

  —Quizá. Pero esta vez no podrás impedírmelo.

  —¿Impedirte que?

  —Lo sabes de sobra. Henriette. Toda la vida lo hiciste.

De repente advirtieron que el muchacho había terminado de ejecutar el Danubio Azul y que ahora hacía silencio. Entonces Leopoldina se sentó en un sillón, cerca del vestíbulo de entrada, y cobró un aire glacial que Henriette nunca le había visto.

  —Dentro de unos minutos, vendrá aquí, seguramente vestido de smocking.

  —¿Le abrirás la puerta?

  —Por supuesto.

  —¿Y si no es a ti a quien viene a visitar?

  —Eso lo veremos.

  Leopoldina se irguió en su sillón, Henriette se irguió en el suyo. Se miraban una con otra, como desafiándose. Pero pasaban los minutos y el timbre no sonaba. Y como resulta incómodo mantener por largo rato una postura arrogante, las dos liquidaron el duelo de miradas, dirigieron la vista hacia lados opuestos y apoyaron la espalda en el óvalo de gobelino.

  Cuando se oyó el portazo, el sacudón del ascensor, los ruidos habituales que indicaban que el muchacho se iba, Leopoldina no se movió pero Henriette se echó a reír:

  —Tu enamorado no se decide. Es tímido, por lo visto.

  Sin contestar, Leopoldina fue a tenderse vestida, en la cama. Al rato entró Henriette. En el momento en que el reloj del comedor daba las doce, surgió en la oscuridad del dormitorio la voz de Henriette. Era una voz dulce y como afligida.

  —No quise ofenderte. Pero no me negarás que la conducta de ese joven es muy extraña.

  Leopoldina no respondió. Y para que Henriette no creyese que estaba dormida encendió el velador, miró la hora en el reloj sobre la mesita de luz y volvió a apagar el velador. Seguía sin desvestirse.

  Después Henriette insistió:

  —No te hagas ilusiones. Esa clase de hombres no es para nosotras.

  Leopoldina no respondió. No habló una sola palabra durante el día siguiente. Tenía una expresión ultrajada y los ojos violentos. Por la tarde Wilson les trajo la noticia: el inquilino del sexto piso se había mudado esa mañana, él no sabía adónde.

  —Ahora podrán dormir tranquilas. Pasó el peligro. Y añadió unas palabras inesperadas en un sujeto tan tosco: —Golondrina de un solo verano.

  Esa noche Leopoldina, siempre muda, siempre herida de muerte, y como levitando, salió al balcón. Muy derecha, miraba lejos, las luces del puerto, más allá el río de zinc bajo la luna. Henriette la vigilaba desde adentro. Hasta que abandonó el libro que no leía, que ni siquiera había abierto, y fue a ponerse al lado de Leopoldina. Codo con codo, erguidas y mirando siempre hacia adelante, las señoritas Wels le habrían parecido, a quien pudiese observarlas, dos princesas de algún país nórdico que asisten, desde el balcón de su palacio, a un desfile militar.

  Al cabo de un cuarto de hora, Leopoldina dijo:

  —¿Te fijaste? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo está de paso.

  —Es verdad —dijo Henriette—. No se me había ocurrido.

En El amor es un pájaro rebelde, 1993

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