13 jul 2019
Silvina Ocampo - Isis
Su nombre era Elisa, pero le decían Lis¡; algunos quitándole la 1 y agregándole una s le dijeron Isis. Estaba siempre sentada en la ventana, mirando. Yo vivía en la planta baja de la misma casa. Los que pasaban por la calle decían:
–Ahí esta la idiota. –Y miraban para arriba como si vieran un globo o una cometa.
Tenía muñecas, tenía libros, tenía cajas con diferentes juegos de paciencia, pero nunca jugaba con ellos. Después de comer y de dormir se colocaba frente a la ventana. Desde esa ventana se divisaba en primer plano la calle por donde pasa el tranvía, el vendedor de helados, el afilador y el carro lleno de canastos y de sillas de mimbre; en segundo plano, el Jardín Zoológico y (después lo descubrí) uno de los animales: ahora sospecho que no necesitaba mirarlo para verlo; lo miraba fijamente como al sol, que deja su mancha deslumbrante sobre todo lo que uno mira después.
Sonreía cuando la gente hablaba pero nunca pronunciaba sino el final de algunas palabras, inmediatamente después de oírlas, a pesar de ella. Algunas personas sospechaban que no era del todo idiota, sino que más bien se hacía la idiota. Sus grandes ojos verdes parecían siempre deslumbrados por la luz, aun cuando el cielo estuviera cubierto de nubes en el crepúsculo, o hasta en la penumbra de las habitaciones. Su inmovilidad era más perfecta que la inmovilidad de las águilas, cuando se admiran en la propia sombra, como en un espejo, dentro de la enorme jaula que imita la nieve con piedras tristes, pintadas de blanco. Más perfecta que la inmovilidad del jaguar, que no cierra los ojos sino para dormir o para devorar.
A veces una cometa brillaba, con su cola amarilla, en el cielo.
–Mire el barrilete –le decían, pero ella no miraba–. De qué le servirá tener ojos tan grandes, si no ve nada –decía la gente.
Nunca miraba algo que le hiciera mover el cuello o los ojos. Un día le dieron los anteojos de larga vista, que la madre usaba cuando iba al teatro. El armazón era de nácar. Los dejó caer. Otra vez le dieron un sonajero, otra vez un calidoscopio.
Pasaban aviones, pasaban helicópteros, pasaban soldados, pasaban procesiones; tampoco los miraba. Se hubiera dicho que nada debía distraerla.
La familia, la servidumbre o sus amigas, de las cuales yo era una, solíamos llevarla a pasear. A veces la llevábamos hasta el río, otras veces a una plaza, donde había columpios y toboganes, que no le interesaban; otras veces, al Jardín Zoológico, porque quedaba cerca; pero ella nunca pedía que la llevaran a ninguna parte. Y no lo hacía, sospecho yo, porque fuera humilde y dócil, sino porque era constante en su propósito y persistente en el renunciamiento de aquello que no le agradaba.
Era, sin duda, la preferida de Rómula la sirvienta. No protestaba porque en el baño quedara Puloil, ni porque dejara juntar tierra sobre las mesas o porque no atendiera el teléfono. Para ella todo era perfecto.
Las tardes eran todas iguales, pero una de ellas fue para mí fatídica.
El treinta y uno de enero de mil novecientos sesenta me pidieron que la sacara a pasear. Era la primera vez que me la confiaban a mí sola, pues la madre la trataba como a una niñita de un año. Pensaba llevarla al río, porque hacía calor, pero en la esquina, frente a los portones del Zoológico, se prendió de mi falda y con el mentón me señaló la entrada del Jardín Zoológico. Entramos. No podía oponerme a sus gustos siendo Isis una niña tan buena; además, hacía tanto tiempo que no manifestaba su voluntad con ademán alguno, que ese gesto fue una orden. Primeramente nos sentamos en un banco frente a las calesitas, luego recorrimos los senderos del Jardín Zoológico. Se detuvo a mirar un animal que no parecía real sino dibujado en la arena. Sus enormes ojos nos reflejaban. Desde ese ángulo del jardín, donde nos detuvimos, advertí que se divisaba la ventana donde se asomaba Isis diariamente. Comprendí que ése era el animal que ella había contemplado y que la había contemplado.
–Dame la mano –dije a Isis. Y me dio una mano que fue cubriéndose paulatinamente de pelos y de pezuñas. La solté con horror. No quise verla mientras se transformaba. Cuando me volví para mirarla vi un montón de ropa que estaba ya en el suelo.
La busqué.
La esperé.
La perdí.
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