Bruno Schulz - Dodó

22 jul 2019

Bruno Schulz - Dodó

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Bruno Schulz - Dodó


Venía a nuestra casa el sábado por la tarde con su oscura levita, un chaleco blanco de piqué y el sombrero confeccionado especialmente para el tamaño de su cráneo. Venía para permanecer sentado un cuarto de hora, o dos, ante un vaso de agua con jugo de frambuesa, soñar con la barba apoyada en el pomo del bastón que guardaba entre las piernas y meditar sobre el azulado humo del cigarrillo.

  Generalmente, también estaban de visita otros familiares y, en el transcurso de la fluida conversación, Dodó se quedaba en la sombra y descendía al papel de extra de una animada reunión.

  Sin tomar la palabra, deslizaba su mirada, por debajo de sus magníficas gafas, de un conversador a otro mientras su cara se alargaba paulatinamente como si saliera de sus articulaciones y se volvía totalmente estúpida ya que, aunque seguía la conversación con avidez, Dodó no la controlaba.

  Sólo hablaba cuando se dirigían a él y entonces contestaba a las preguntas, con monosílabos, reticente y mirando hacia otro lado, únicamente si no sobrepasaban el dominio de ciertos asuntos simples y fáciles de resolver.

  A veces, lograba alargar la conversación fuera de sus límites gracias a que disponía de una reserva de ademanes y gestos expresivos que le rendían, debido a su ambigüedad, servicios universales, rellenando los vacíos del lenguaje articulado y manteniendo con su viva expresividad mímica la apariencia de una reacción razonable. Pero era sólo una ilusión que se desvanecía en seguida. La conversación se interrumpía penosamente y la mirada pensativa del interlocutor se apartaba poco a poco de Dodó quien, abandonado a sí mismo, regresaba a su papel de figurante y mero observador.

  ¿Cómo continuar la conversación con alguien que a la pregunta: «¿Habéis acompañado a vuestra madre en su viaje al campo?», respondía con un tono apagado: «No sé»? Ésta era la triste y vergonzante verdad, porque la memoria de Dodó no sobrepasaba el presente.

  Dodó había sufrido en la infancia una enfermedad cerebral que le obligó a guardar cama durante meses, inconsciente, más próximo a la muerte que a la vida. Cuando al fin se salvó, resultó que estaba ya fuera del circuito, que ya no pertenecía a la comunidad de seres racionales. Su educación se realizó en privado con gran cuidado de la forma y mucha consideración. Los requerimientos, duros e inflexibles para los demás, se suavizaban en Dodó, reprimían su severidad y se llenaban de indulgencia.

  En torno suyo se creó una extraña zona privilegiada que, como un cerco de seguridad, como una esfera neutral, le protegía de la presión de la vida y de sus exigencias. Todos, fuera de esa zona, eran atacados por el oleaje de la realidad, chapoteaban ruidosamente, se dejaban ir emocionados, seducidos por un raro frenesí; dentro de la esfera reinaba la calma, era una pausa, una cesura en medio del tumulto general.

  Así aumentaba la excepcionalidad de su destino, crecía con él sin despertar la menor oposición.

  Dodó jamás recibió un traje nuevo; heredó siempre el vestuario gastado por el hermano mayor. Si la vida de sus coetáneos se dividía en fases, períodos estructurados por hechos y momentos simbólicos que marcaban sus límites —cumpleaños, exámenes, noviazgos, promociones—, la suya fluía en el curso de una monotonía no turbada por nada agradable o desagradable, y el futuro aparecía como un camino completamente llano y uniforme, sin acontecimientos ni sorpresas.

  Nos equivocaríamos si pensáramos que Dodó se oponía interiormente a este estado de cosas. Lo aceptaba simplemente como su forma de vida, sin extrañarse, con realismo y un optimismo serio; se acomodaba y organizaba los detalles dentro del marco de este grisor sin sucesos.

  Antes del mediodía daba todos los días un paseo siguiendo siempre el mismo itinerario: recorría tres calles hasta el final y regresaba después por el mismo camino. Vestido con el elegante, aunque gastado, traje de su hermano, las manos hacia atrás sujetando el bastón, se movía con distinción, lentamente. Parecía un señor que visitaba la ciudad en viaje de placer. Esa ausencia de prisa, dirección y fin que se manifestaba en sus movimientos adquiría diversas formas ya que Dodó tenía tendencia a detenerse con la boca abierta delante de las puertas de los negocios, delante de los talleres donde resonaban los martillazos o frente a un grupo de personas que discutían.

  Su fisonomía empezó pronto a madurar y, cosa curiosa, mientras los hechos y las sacudidas vitales se paraban en el umbral de su vida salvando esa inmunidad vacía, los rasgos de su singularidad se formaban en las vivencias que ocurrían a su alrededor y anticipaban una biografía no realizada, apenas esbozada en la esfera de las posibilidades, que modelaba y esculpía ese rostro a imagen de una gran máscara trágica repleta de sabiduría y de la tristeza de todas las cosas.

  Sus cejas dibujaban dos arcos perfectos, hundiendo en la penumbra a sus enormes y tristes ojos. En los costados de la nariz se trazaron dos surcos llenos de sufrimiento abstracto, de ilusorio saber, que bajaban hasta la comisura de los labios y el mentón. Los labios, pequeños y carnosos, se apretaban dolorosamente y un coqueto lunar en el inicio de la larga barba le daba el aspecto de un viejo y experimentado bon-vivant. Era inevitable que su privilegiada personalidad fuese husmeada, olfateada ferozmente, por la malicia humana, siempre hambrienta de víctimas y vigilante.

  Así, cada vez con más frecuencia, tenía una compañía durante sus paseos habituales que, en virtud de su situación privilegiada y excepcional, estaba formada por acompañantes pertenecientes a una especie particular, desprovistos de todo espíritu de camaradería, sin comunidad de intereses con él, francamente, una compañía poco halagüeña. Eran en su mayoría generaciones mucho más jóvenes quienes, atraídas por su dignidad y seriedad, mantenían conversaciones en un tono especial, alegre y juguetón que —es difícil negarlo— agradaban y revitalizaban a Dodó.

  Cuando caminaba, superando en una cabeza a todo este grupito risueño, parecía un filósofo peripatético rodeado de sus alumnos y, en su rostro, bajo la máscara de seriedad y tristeza, rompía una tímida sonrisa frívola que luchaba contra la dominación trágica de su fisonomía.

  Ahora, Dodó regresaba tarde de sus paseos matinales, la melena revuelta, el traje ligeramente desordenado, más animado e inclinado a una alegre controversia con Carlota, una prima pobre acogida por la tía Reticia.

  Por otra parte, como si fuese consciente de la poca gloria que le reportaban estos encuentros, Dodó mostraba en casa una discreción total. Una o dos veces, se produjeron en esta monótona vida acontecimientos cuyos formatos superaron el encalladero de los hechos cotidianos. Un día no vino a comer. Tampoco regresó a cenar ni a comer al día siguiente. La tía Reticia se encontraba a un paso de la desesperación. Llegó la misma noche, algo arrugado, con el sombrero aplastado y torcido, pero sano y rebosante de tranquilidad.

  Resultaba difícil reconstruir la historia de esta escapada que Dodó mantenía en total silencio. Probablemente, como consecuencia de un aletargamiento en el transcurso del paseo, se alejó hacia algún extremo desconocido de la ciudad, quizá ayudado por sus jovencitos peripatéticos quienes se divertían introduciendo a Dodó en nuevas y desconocidas condiciones de vida.

  Puede ser que ocurriese en uno de aquellos días, cuando Dodó daba vacaciones a su pobre memoria sobrecargada y que olvidase su dirección e, incluso, su nombre, los datos que en otras ocasiones tenía siempre presentes. Nunca supimos los detalles de esa aventura. Cuando el hermano mayor de Dodó se fue al extranjero, la familia descendió a tres o cuatro miembros. Aparte del tío Hieronim y la tía Reticia, estaba Carlota quien desempeñaba el papel de administradora de la enorme mansión de mis tíos. Hacía años que el tío Hieronim no salía de la habitación. Desde que la Providencia le había retirado suavemente de las manos el timón de la atormentada y encallada nave de su vida, llevaba una existencia de jubilado dentro del estrecho margen que separa el vestíbulo y su oscura alcoba.

  Vestido con una larga bata que le llegaba hasta el suelo, se sentaba al fondo de su alcoba y día tras día se cubría con un vello fantástico. Su larga barba de color pimienta (las puntas casi blancas) rodeaba su cara y, alcanzando la mitad de los pómulos, dejaba únicamente en libertad su nariz aguileña y los ojos que blanqueaban entre la sombra de tupidas cejas. En la oscura alcoba, esa estrecha prisión que le condenaba a circular perpetuamente, como un gato grande y feroz, delante de la puerta de cristal que comunicaba con el salón, había dos anchas camas de roble, el lecho nocturno de los tíos, y un gran tapiz emergía de forma imprecisa en el claroscuro tapando la pared de atrás.

  Cuando los ojos se acostumbraban a la oscuridad surgía, por entre bambúes y palmeras, un león grandioso, poderoso y severo como un profeta, majestuoso como un patriarca.

Sentados a sus espaldas, el león y el tío Hieronim sentían mutuamente su presencia henchidos de odio. Sin mirarse, se amenazaban descubriendo brutalmente los colmillos y rugiendo palabras. A ratos el león, irritado, levantaba las patas traseras, erizaba la crin estirando el cuello y un amenazante rugido se revolcaba sobre el horizonte nuboso.

  Otras veces el tío Hieronim se erguía por encima de él en una acción patética y su cara se transformaba con palabras altisonantes, se inflaba mientras la barba ondeaba con el jadeo de la inspiración. Entonces, poco a poco, el león achinaba dolorosamente los ojos y volvía la cabeza domado por la potencia de la palabra divina.

  El león y Hieronim llenaban la oscura alcoba de los tíos con una disputa eterna.

  Se puede explicar así: el tío Hieronim y Dodó vivían paralelamente en ese piso pequeño, ocupaban dos dimensiones diferentes que a veces se acercaban sin tocarse. Sus ojos, al cruzarse, continuaban su camino como si fuesen animales de dos especies muy diferentes que no se perciben, incapaces de retener una imagen ajena al atravesar su conciencia sin dejar rastro.

  Nunca se hablaban.

  Cuando todos se sentaban a la mesa, la tía Retida, colocada entre su marido y su hijo, constituía el límite de dos mundos, un istmo entre dos mares de locura.

  El tío Hieronim comía intranquilo, su larga barba caía en el plato. Cuando oía chirriar la puerta de la cocina, se levantaba de golpe y erguía su plato de sopa dispuesto a escapar hacia la alcoba con su ración si alguien de afuera entraba en la casa. La tía Reticia le tranquilizaba:

  —No tengas miedo, no viene nadie, es la chicha—. Dodó dedicaba a su padre una sonrisa saturada de cólera e indignación murmurando con descontento—: Loco perdido…

  El tío Hieronim, antes de haber recibido la absolución de los problemas complicados de la vida y el permiso para retirarse a su refugio en la alcoba, pertenecía a una especie totalmente diferente. Quienes le trataron en la juventud decían que su irrefrenable temperamento no conocía límites, escrúpulos ni condicionamientos. Hablaba con satisfacción a los enfermos incurables de la muerte que les esperaba. Aprovechaba las visitas de pésame para criticar contundentemente, ante la familia consternada, cuando todavía era llorado por sus allegados, la vida del difunto. Narraba en voz alta e injuriosamente problemas delicados y desagradables que la gente trataba de ocultar. Hasta que una noche regresó transformado de un viaje, enloquecido de miedo, e intentó esconderse debajo de la cama. Algunos días después se difundió por toda la familia la noticia de que el tío Hieronim había abdicado en toda la línea de sus complicados, dudosos y arriesgados negocios para emprender una vida nueva, una existencia regida por una severa y estricta norma incomprensible para nosotros.

  Los domingos por la tarde íbamos a merendar a casa de tía Reticia. El tío Hieronim no nos reconocía. Sentado en su alcoba, lanzaba a esas reuniones, desde detrás de la puerta de cristal, unas miradas salvajes y temerosas. En ocasiones salía inesperadamente de su ermita con la bata larga que le llegaba hasta el suelo, agitando la barba en tomo a su rostro, y, realizando movimientos con las manos para separarnos, decía:

  —Ahora os ruego, tal como estáis aquí, que os vayáis, dispersos sin hacer ruido, imperceptiblemente…

  Y más tarde, levantando un dedo misterioso, añadía en voz baja:

  —Todos van diciendo: Dida.

  La tía le empujaba dulcemente hacia la alcoba y él, ya en la puerta, daba media vuelta, amenazante, elevado el dedo, y repetía:

  —Dida.

  Dodó comprendía las cosas lentamente, despacio, y algunos instantes de silencio consternado se sucedían hasta que la situación se aclaraba en su cabeza. Entonces, rodeando a los presentes con la mirada como queriendo asegurarse de que algo divertido había ocurrido, rompía en carcajadas, reía ruidosamente y, satisfecho, sacudía la cabeza con aire de conmiseración para recalcar jocosamente:

  —Un loco perdido.

  La noche caía sobre la casa de la tía Reticia; en la oscuridad, las vacas recién ordeñadas se frotaban contra los tabiques, las muchachas dormían en la cocina y afluían desde el jardín pompas de ozono que estallaban en la ventana abierta. La tía Reticia duerme al final de su gran cama. En la otra, el tío Hieronim, acurrucado entre los almohadones, parecía un búho.

  Descendía suavemente de la cama y de puntillas se acercaba a la tía. Se detenía encima de la durmiente acechante como un gato a punto de saltar, erizadas las cejas y el bigote. El león de la pared emitió un breve bostezo y volvió la cabeza. La tía se despertó y se asustó al ver esa cabeza hirsuta con ojos centelleantes.

—Vete, vete a la cama —decía agitando las manos como si pretendiera espantar a un gallo.

  Retrocedía resoplando a la vez que observaba curiosamente su alrededor.

  En la otra habitación estaba Dodó. Él no sabía dormir. El centro del sueño no funcionaba debidamente en su cerebro enfermo. Se movía, daba vueltas entre las sábanas, se acostaba de un lado y de otro.

  El colchón rechinaba. Dodó suspiraba penosamente, resoplaba, se levantaba. Su existencia no vivida sufría, se torturaba desesperadamente como un gato encerrado en una jaula. En el cuerpo de Dodó, ese cuerpo de retrasado mental, alguien envejecía sin haber vivido, maduraba alguien próximo a la muerte, alguien que no tenía contenido.

  De repente, un sollozo desgarrador estalló en la noche.

  La tía Reticia se acercó corriendo a su cama:

  —¿Qué te sucede Dodó, te duele algo?

  Dodó tornó la cabeza extrañado.

  —¿Quién? —preguntó.

  —¿Por qué lloras? —dijo la tía.

  —No soy yo, es él.

  —¿Quién?

  —El sepultado.

  —¿Quién?

  Pero Dodó hizo un gesto de resignación, y se giró hacia el otro lado.

  Tía Reticia regresó a la cama de puntillas. Tío Hieromin la amenazó con el dedo cuando pasó junto a él:

  —Ahora dicen universalmente: Dida.

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