3 jun 2019
Roberto Arlt - Taller de composturas de muñecas
Hay oficios vagos, remotos, incomprensibles. Trabajos que no se conciben y que, sin embargo, existen y dan honra y provecho a quienes los ejercen.
Una de estas menestralías es la de componedor de muñecas.
Porque yo no sabía que las muñecas se compusieran. Creía que una vez rotas se tiraban o se regalaban, pero jamás me imaginé que hubiera cristianos que se dedicaran a tan levantada tarea.
Esta mañana pasando por la calle Talcahuano, tras del polvoriento vidrio de una ventana, lúgubre y color de sebo, vi colgada de un alambre y por el pulso, una muñeca. Tenía pelo de barba de choclo, y ojos bizcos. Tan siniestra era la catadura de la tal muñeca que me detuve un instante a contemplarla.
Y me detuve a contemplarla, porque allí, situada tras del vidrio, y colgada de esa mala manera, parecía la muestra de algún ladrón de niños o de una comadrona. Y lo primero que se me ocurrió fue que esa endiablada muñeca, polvorienta y descolorida, bien podía servir de tema para un poema de Rega Molina o para una fantasía coja de Nicolás Olivari o Raúl González Tuñón. Pero más detenido aún, por el atractivo que el ambiguo pelele ejercía sobre mi imaginación, llegué a levantar la vista, y entonces leí en el frente del ventanal, este letrero:
«Se perfeccionan muñecas. Precios módicos».
Estaba en presencia de uno de los oficios más raros que se puedan ejercer en nuestra ciudad.
Tras de los vidrios se movían unos hombres polvorientos también, y con más cara de fantasmas que de seres humanos, y rellenaban con aserrín piernas de muñeca o estudiaban oblicuamente el vértice pupilar de un pelele.
Indudablemente aquella era la casa de las bagatelas, y esos señores unos tíos raros, cuyo trabajo tenía más parecido con la brujería que con los menesteres de un oficio.
Entre los codazos de las porteras, que iban a la compra, y los empujones de los transeúntes, me alejé pero estaba visto que no debía perder el tema, porque al llegar a la calle Uruguay, en otra vidriera más destartalada que la de Talcahuano, vi otro pelele ahorcado, y abajo el consabido letrero: «Se componen muñecas».
Me quedé como quien ve visiones, y entonces llegué a darme cuenta de que el oficio de componedor de muñecas no era un mito, ni un pretexto de trabajar, sino que debía ser un oficio lucrativo, ya que dos comercios semejantes prosperaban a tan poca distancia uno de otro.
Y entonces me pregunto: ¿qué gente será la que hace componer muñecas, y por qué, en vez de gastar la compostura, no comprar otras nuevas? Porque ustedes convendrán conmigo, que eso de hacer refeccionar una muñeca no es cosa que se le ocurra a uno todos los días. Y sin embargo, existen; sí, existen esas personas que hacen componer muñecas.
Son los que le agriaron la infancia a los pequeños. Los eternos conservadores.
¿Quién no recuerda haber entrado a una sala, a una de esas salas de las casas en donde la miseria empieza en el comedor?
Son recibimientos que parecen cambalaches. Marcos dorados, retratos de toda una generación, diplomas por los muros, chafalonía sobre la mesita; rulos de pelos de algún ser querido y finado, en los medallones; y sentada en una poltrona, rodeada de moñitos, la muñeca, una muñeca grande como una nena de un año, una de esas muñecas que dicen papá y mamá y que cierran los ojos, y que sólo les falta andar para ser el perfecto homúnculos.
Es la muñeca que le regalaron a una de las niñas de la casa. Se la regalaron en tiempos de prosperidad, en tiempos de Ñauquín.
Y como la muñeca esa tan linda y costaba sus buenos pesos, la nena nunca pudo jugar con ella.
Vistieron a la muñeca de lujo, la encintaron como una infanta, o como un perro faldero, y la colocaron en el sillón, para admiración de las visitas.
Ahora bien; pasados los años, la compostura de una muñeca responde a un sentimiento de tacañería o de sentimentalismo.
Porque yo no concibo que una muñeca se haga componer. No hay objeto. Si se rompe, se tira, y si no que cumpla sus funciones de juguete hasta que los que se divierten con ella la tiren un buen día para regocijo de los gatos caseros.
Sin embargo, la gente no debe pensar así, ya que existen talleres de composturas. El sentimentalismo me parece una razón pobre.
Sin embargo, no sé por qué, se me figura que la gente que hace componer muñecas debe ser antipática. Y avara. Con esa avaricia sentimental de las solteronas, que no se resuelven a tirar un objeto antiguo por estas dos razones:
1o Porque costó «sus buenos pesos».
2o Porque les recuerda sus viejos tiempos, quiero decir, sus tiempos de juventud.
Ahora si el lector me pregunta, ¿cómo con tal lujo de precauciones y de sentimiento conservador, las muñecas se rompen?; le diré:
El único culpable es el gato. El gato que un día se harta de ver el monigote intacto y a zarpazos lo tira de su trono churrigueresco. O la sirvienta: la sirvienta que se va de la casa por una discusión que ha tenido y desfoga su rabia a plumerazos en el cráneo de la loza engrudada de la muñeca.
Y los talleres de refección de muñecas, viven de estos dos sentimientos.
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