Natalia Ginzburg - El hijo del hombre

13 jun 2019

Natalia Ginzburg - El hijo del hombre

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Natalia Ginzburg - El hijo del hombre


Ha pasado la guerra y la gente ha visto derrumbarse muchas casas, y si una vez se sentía tranquila y segura, ahora ya no siente esa seguridad en su casa. Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca. Quizá tengamos de nuevo una lámpara sobre la mesa y un jarrón con flores y los retratos de las personas queridas, pero ya no creemos en ninguna de estas cosas, pues una vez tuvimos que abandonarlas de improviso o las buscamos inútilmente entre los escombros.

  Es inútil creer que podemos curarnos de veinte años como los que hemos pasado. Aquellos de nosotros que hayan sido perseguidos, jamás volverán a tener paz. Un timbrazo nocturno, para nosotros, no puede significar sino la palabra «policía». Y es inútil decirnos y repetirnos a nosotros mismos que tras la palabra «policía» acaso hay ahora amigos a los que podemos pedir protección y ayuda. En nosotros, esa palabra engendra siempre desconfianza y espanto. Si contemplo a mis hijos durmiendo, pienso con alivio que no tendré que despertarlos en plena noche para escapar. Pero no es un alivio pleno y profundo. Siempre me parece que, un día u otro, tendremos que levantarnos de nuevo en plena noche para escapar, dejando a nuestra espalda todo, habitaciones tranquilas, cartas, recuerdos, ropas.

  Una vez que se ha sufrido, la experiencia del mal no se olvida ya. Aquél que ha visto derrumbarse las casas, sabe demasiado claramente cuán perecederos son los jarrones con flores, los cuadros, las paredes blancas. Sabe demasiado bien de qué está hecha una casa. Una casa está hecha de ladrillos y cal, y puede derrumbarse. Una casa es algo no muy sólido. Puede derrumbarse de un momento a otro. Más allá de los serenos jarrones con flores, más allá de las teteras, de las alfombras, de los pavimentos brillantes de cera, está el otro aspecto verdadero de la casa, el aspecto atroz de la casa derrumbada.

  No nos curaremos de esta guerra. Es inútil. No seremos jamás gente serena, gente que piensa y estudia y compone su vida en paz. Mirad lo que les han hecho a nuestras casas. Mirad lo que nos han hecho a nosotros. No seremos jamás gente tranquila.

  Hemos conocido la realidad en su aspecto más tétrico. Ya no nos produce disgusto. Todavía hay quien se queja del hecho de que los escritores se sirvan de un lenguaje amargo y violento, de que cuenten cosas duras y tristes, de que presenten la realidad en sus términos más desolados.

  No podemos mentir en los libros ni en ninguna de las cosas que hacemos. Y acaso sea éste el único bien que nos ha traído la guerra. No mentir y no tolerar que nos mientan los demás. Así somos hoy los jóvenes, así es nuestra generación. Los que son mayores que nosotros están todavía muy enamorados de la mentira, de los velos y máscaras con que se cubre la realidad. Nuestro lenguaje les entristece y les ofende. Nosotros estamos próximos a las cosas en su sustancia. Es el único bien que nos ha dado la guerra, pero sólo nos lo ha dado a los jóvenes. A los que son mayores les ha dado sólo inseguridad y miedo. Y también nosotros, los jóvenes, tenemos miedo, también nosotros nos sentimos inseguros en nuestras casas, pero no estamos inermes frente a este miedo. Tenemos una dureza y una fuerza que los que nos han precedido no conocieron jamás.

  Para algunos, la guerra empezó sólo con la guerra, con las casas hundidas y los alemanes; pero, para otros, la guerra comenzó antes, desde los primeros años del fascismo, por lo que esta sensación de inseguridad y de continuo peligro es aún mayor. El peligro, la sensación de que hay que esconderse, la sensación de que hay que dejar de pronto el calor de la cama y de las casas, para muchos de nosotros empezó hace numerosos años. Se insinuó en las diversiones juveniles, nos siguió hasta los bancos de la escuela y nos enseñó a ver enemigos por todas partes. Así ha sido, para muchos de nosotros, en Italia y en otros sitios, y creíamos que algún día podríamos caminar en paz por las calles de nuestras ciudades, pero hoy que quizá podríamos caminar en paz, nos damos cuenta de que no estamos curados de aquel mal. Por eso estamos obligados a buscar siempre nuevas fuerzas, una nueva dureza que oponer a cualquier realidad. Nos vemos empujados a buscar una serenidad interior que no nace de las alfombras ni de los jarrones con flores.

  No hay paz para el hijo del hombre. Los zorros y los lobos tienen su guarida, pero el hijo del hombre no tiene dónde apoyar la cabeza. Nuestra generación es una generación de hombres. No es una generación de zorros y de lobos. Cada uno de nosotros tendría muchas ganas de apoyar la cabeza en algo; cada uno de nosotros tendría ganas de una pequeña guarida seca y caliente. Pero no hay paz para los hijos de los hombres. Cada uno de nosotros, se ha ilusionado alguna vez en su vida con poderse dormir sobre algo, llegar a tener una certeza cualquiera, una fe cualquiera y darle al cuerpo reposo. Pero todas las certezas de entonces nos han sido arrancadas y la fe ya no es algo sobre lo que al fin se pueda dormir.

  Y somos gente ya sin lágrimas. Lo que conmovía a nuestros padres ya no nos conmueve en absoluto. Nuestros padres y la gente mayor que a nosotros nos reprocha el modo que tenemos de educar a los niños. Querrían que mintiésemos a nuestros hijos como ellos nos mentían a nosotros. Querrían que nuestros hijos jugaran con muñecos de felpa en graciosos cuartos pintados de rosa, con arbolitos y conejos pintados en las paredes. Querrían que envolviésemos con velos y mentiras su infancia, que mantuviésemos para ellos cuidadosamente oculta la realidad en su verdadera sustancia. Pero nosotros no lo podemos hacer. No podemos hacerlo con los niños a los que hemos despertado de noche y vestido nerviosamente a oscuras para huir o para escondernos, o porque la sirena de alarma desgarraba el aire. No lo podemos hacer con niños que han visto el espanto y el horror en nuestra cara. A estos niños no nos podemos poner a contarles que les hemos encontrado en coles o a decirles de un muerto que se ha marchado para un largo viaje.

  Hay un abismo infranqueable entre nosotros y las generaciones anteriores. Sus peligros eran ridículos y sus casas se hundían muy raramente. Terremotos e incendios no eran fenómenos que se produjeran continuamente y para todos. Las mujeres hacían punto, encargaban la comida a la cocinera y recibían a sus amigas en las casas que no se derrumbaban. Todos meditaban, estudiaban y se cuidaban de componer su vida en paz. Eran otros tiempos y quizá se estaba bien. Pero nosotros estamos ligados a nuestra angustia y, en el fondo, nos sentimos contentos con nuestro destino de hombres.

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