Ernesto Sabato - Carne y geometría

20 jun 2019

Ernesto Sabato - Carne y geometría

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Ernesto Sabato - Carne y geometría


Al incorporarse sobre las dos patas traseras, un extraño animal abandona para siempre la felicidad zoológica para inaugurar la infelicidad en un miserable cuerpo destinado a la muerte. Solamente se salvarán de la catástrofe los únicos que ignoran su fin: los niños. Los únicos inmortales.

Pero todo lo que está sobre la faz de la tierra padece la inclemencia del tiempo. Hasta las arrogantes pirámides faraónicas, levantadas con la sangre de miles de esclavos, constituyen nada más que simulacros de la eternidad, derruidas como finalmente son por los huracanes del desierto y sus arenas. La ingrávida figura geométrica que es su esqueleto matemático, sin embargo, es invulnerable a esos poderes destructivos. Bajo el claro cielo de Calabria, escuchando las armonías de la más inmaterial de las artes, Pitágoras de Crotona fue el primero en intuir un universo eterno de triángulos, de pentágonos, de poliedros.

Algo así como cien años más tarde, un genio vicioso, un hombre que profundamente (y acaso dramáticamente) sufría la precariedad de su cuerpo, sueña a su vez con ese universo impecable e insta a sus discípulos a escalarlo con la geometría. Su alumno más famoso intenta explicar el acceso de los mortales a ese topos uranos con una metáfora: en otro tiempo, dos caballos alados arrastraron un carro conducido por el alma, acompañada por los dioses, hacia ese Lugar de las Formas Perfectas; pero cuando ya alcanzaba a vislumbrar su resplandor, o quizá por eso mismo, perdió el gobierno de sus caballos y se precipitó a tierra; desde entonces, está condenada a ver únicamente las burdas materializaciones de aquellas Formas, empujadas y maltratadas por la turbulencia de este universo temporal. Pero algo le ha quedado de aquella confraternidad con los dioses: la inteligencia; y la geometría, su logro más perfecto, silenciosamente le indica que, más allá de la furia de las tempestades, de los seres que aman y se destrozan, de los imperios que arrogantemente se levantan y míseramente se derrumban, hay otro universo eterno e invulnerable.

Algo así como mil años más tarde, otro genio (que, como todos los hombres, pero con la mayor intensidad que el genio proporciona, obtuvo las transitorias venturas del amor y la amistad y sufrió la inevitable desdicha del o la eternidad; y, cuando las matemáticas no bastaran, mediante el arte en que el tiempo no transcurre. Y dirá en sus momentos de melancolía: «Oh, tempo consumatore delle cose; oh, invidiosa antichità, per la quale tutte le cose sono consumate dai duri denti della vecchiezza, poco a poco, con lenta morte!». ¿Cómo no había de colocar, debajo de sus frágiles imágenes, las perdurables formas de la geometría? Contemplemos La Virgen de las Rocas: en la secreta gruta dolomítica, veladamente azulina y verdosa, delicadamente alejada del horrible mundo, debajo de las sutiles vestiduras y de la callada gracia de los gestos, los austeros triángulos, el esqueleto de la eternidad.

En una novela titulada To the Lighthouse, una pintora ansía «que todo parezca ligero y pronto a temblar al más leve soplo de viento, pero que debajo haya una estructura de hierro». Esta estética es la que practica la misma Virginia Woolf, y es también la de Leonardo. Una estética que ya es una metafísica.

Y ese despojo de lo contingente, aquella «necessità» a la que alude en sus anotaciones: el índice con que enigmáticamente señala el ángel no es un elemento superfluo o meramente decorativo; en la variación que se conserva en la National Gallery, hecha por alumnos o imitadores, ese gesto fue suprimido, y el cuadro es sigilosamente inferior.

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