Antón Chéjov - La muerte de un funcionario

3 abr 2019

Antón Chéjov - La muerte de un funcionario

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Antón Chéjov - La muerte de un funcionario


Una agradable velada, el no menos agradable ujier Iván Dmítrich Cherviakov estaba sentado en la segunda fila de butacas y miraba con sus gemelos el espectáculo La campana de Corneville, sintiéndose en la cumbre de la felicidad. Pero de pronto… En los relatos se encuentra a menudo este «de pronto». Y los autores tienen razón. ¡La vida está llena de imprevistos! Pero de pronto su rostro se cubrió de arrugas, los ojos empezaron a darle vueltas, contuvo la respiración…, apartó los gemelos de los ojos, se inclinó y… ¡Atchís! Estornudó, como veis. En ninguna parte se le prohíbe a nadie que estornude. Estornudan tanto los mujiks como los comisarios de policía y a veces incluso los consejeros privados. Todos estornudan. Cherviakov no se turbó lo más mínimo, se limpió con el pañuelo y, como persona educada que era, miró a su alrededor. ¿No habría molestado a alguien con su estornudo? Y entonces fue cuando se quedó turbado. Vio cómo un viejecito, sentado delante de él, en la primera fila de butacas, se secaba afanosamente con un guante la calva y el cuello, al tiempo que farfullaba algunas palabras. En aquel viejecito Cherviakov reconoció al alto funcionario Brizzhálov, que ostentaba el grado de general y trabajaba en el Ministerio de Comunicaciones

  «¡Le he salpicado! —pensó Cherviakov—. No es mi jefe, trabajo en un departamento ajeno, pero de todos modos es una situación embarazosa. Debo disculparme.»

  Cherviakov tosió, inclinó el cuerpo hacia delante y murmuró al oído del general:

  —Perdone, excelencia, le he salpicado… Fue sin querer…

  —No importa, no importa…

  —¡Por el amor de Dios, perdóneme! ¡Ha sido sin querer!

  —¡Ah, basta ya, por favor! ¡Déjeme escuchar!

  Cherviakov se azoró, esbozó una sonrisa estúpida y se puso a mirar el escenario, pero ya no le embargaba ninguna felicidad. Le atormentaba la inquietud. En el entreacto se aproximó a Brizzhálov y estuvo dando vueltas a su alrededor hasta que, venciendo su timidez, dio unos pasos y murmuró:

  —Le he salpicado, excelencia… Perdone… Yo… No fue por…

  —Ah, por favor. ¡Ya lo había olvidado y usted sigue con lo mismo! —dijo el general, moviendo con impaciencia el labio inferior.

  «Dice que lo ha olvidado, pero se lee el resentimiento en sus ojos —pensó Cherviakov, mirando con recelo al general—. Ni siquiera quiere hablar del asunto. Debo explicarle que en absoluto pretendía… que es una ley de la naturaleza; tal vez se figure que tenía intención de escupirle. Ahora no lo piensa, pero con el tiempo puede llegar a esa conclusión…»

  Una vez en casa, Cherviakov le contó a su mujer el desgraciado incidente. La mujer, según le pareció, acogió con demasiada ligereza lo ocurrido; en un principio se asustó, pero luego, cuando supo que Brizzhálov pertenecía a un departamento «ajeno», se tranquilizó.

  —De todos modos ve a verlo y discúlpate —le dijo—. ¡Va a pensar que no sabes comportarte en público!

  —¡De eso se trata! Me disculpé, pero él reaccionó de una forma extraña… No dijo nada en concreto. Y no había tiempo para conversar.

  Al día siguiente Cherviakov se puso el uniforme nuevo, se cortó el pelo y fue a ver a Brizzhálov para explicarse… Al entrar en la sala de recepción del general vio allí a muchos solicitantes y, entre ellos, al general en persona, que había comenzado a escuchar las peticiones. Después de atender a varios de los presentes, el general alzó la mirada hacia Cherviakov.

—Ayer, en el Arcadia, si recuerda usted, excelencia —empezó a referir el ujier—, yo estornudé… con tan mala fortuna que le salpiqué… Perdóneme…

  —¡Qué bobada!… ¡Por Dios! ¿Qué desea? —dijo el general, dirigiéndose al siguiente solicitante.

  «¡No quiere ni oír hablar del tema! —pensó Cherviakov, palideciendo—. Eso significa que sigue enfadado… No, esto no puede quedar así… Se lo explicaré…»

  Cuando el general terminó su conversación con el último solicitante y enfiló el camino de su despacho, Cherviakov dio unos pasos hacia él y murmuró:

  —¡Excelencia! Si me atrevo a molestarle es movido por un sentimiento de arrepentimiento… No lo hice a propósito, ¡debe usted saberlo!

  El general adoptó una expresión de desaliento y sacudió la mano con impaciencia.

  —¡Se está usted burlando de mí, señor mío! —dijo, desapareciendo detrás de la puerta.

  «¿De qué burla está hablando? —pensó Cherviakov—. ¡Esto no es ninguna burla! ¡Todo un general y no se entera! ¡En tal caso, no volveré a disculparme ante semejante fanfarrón! ¡Que se vaya al diablo! ¡Le escribiré una carta, pero no volveré a presentarme ante él! ¡Ya lo creo que no!»

  Así pensaba Cherviakov mientras se dirigía a su casa. Pero no escribió la carta. Pasó largo tiempo meditando, pero no encontró el modo de redactarla. En consecuencia, decidió volver al despacho al día siguiente para explicarse.

  —Ayer vine a molestar a su excelencia —murmuró cuando el general levantó hacia él unos ojos interrogantes— no para burlarme, como usted se dignó decir, sino para disculparme porque, al estornudar, le salpiqué… No tenía ninguna intención de burlarme. ¿Cómo iba a atreverme? Si lo hubiera hecho, significaría que no siento el menor respeto por las personas… Así es…

  —¡Fuera-a! —gritó de pronto el general, temblando de pies a cabeza, mientras una tonalidad azulada se adueñaba de su cara.

  —¿Qué? —preguntó Cherviakov en un susurro, paralizado de terror.

  —¡Fuera-a! —repitió el general, pataleando.

  Cherviakov sintió una especie de desgarro en el estómago. Sin ver ni oír nada, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y se alejó lentamente… Caminando como un autómata, llegó hasta su casa, se tumbó en el sofá sin quitarse el uniforme y… se murió.

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