John Cheever - Una pastilla de jabón

9 feb 2019

John Cheever - Una pastilla de jabón


John Cheever - Una pastilla de jabón


Déjame que te hable de mi pastilla de jabón —siguió—. Es una pastilla de jabón que tengo; que tenía, mejor dicho. Alguien me la regaló cuando me casé, hace quince años. No recuerdo quién; alguna criada, una profesora de música, alguien así. Era jabón de buena calidad, inglés, del tipo que me gusta, y decidí guardarlo para el día en que Larry tuviera un gran éxito, para cuando me llevara a las Bermudas. Primero pensé usarlo cuando consiguió el trabajo en Bound Brook. Luego se me ocurrió que podría usarlo cuando nos íbamos a Boston, y luego a Washington, y más tarde, cuando consiguió este nuevo puesto; quizá sea esta vez, pensé, quizá sea ahora cuando pueda sacar al chico de esa horrible escuela, y pague las cuentas atrasadas y dejemos esos hoteles de mala muerte en los que hemos estado viviendo. Durante quince años he planeado cuándo utilizar la pastilla de jabón. Bien, pues la semana pasada, mirando en los cajones de la cómoda, la vi. Estaba toda cuarteada. La tiré; la tiré porque sabía que nunca tendré una oportunidad para utilizarla. ¿Te das cuenta de lo que quiere decir eso? ¿Sabes cómo se siente una después de eso? Vivir durante quince años de promesas, esperanzas, préstamos y a crédito en hoteles que no están hechos para seres humanos, sin verse libre de deudas ni un solo día, y sin embargo fingir, creer que cada año, cada invierno, cada empleo, cada reunión va a ser la definitiva. Vivir así durante quince años y luego darse cuenta de que todo seguirá siempre igual. ¿Tienes idea de cómo se siente una? —Se levantó para acercarse al tocador y se detuvo delante de Laura. Tenía los ojos llenos de lágrimas y su voz era ronca y fuerte—. Nunca iré a las Bermudas —dijo—. No iré nunca a Florida. Nunca conseguiré soltarme del anzuelo, nunca, nunca, nunca. Sé que no tendré nunca una casa decente y que tendré que seguir usando todo lo que poseo, que está gastado y roto y que no es de buena calidad. Sé que durante lo que me queda de vida, todo lo que me quede de vida, llevaré combinaciones raídas, camisones rotos, ropa interior hecha un desastre y zapatos que me hacen daño. Sé que en lo que me queda de vida nadie se acercará a mí para decirme que llevo un vestido muy bonito, porque nunca podré comprarme un vestido así. Sé que durante el resto de mi vida todos los taxistas, los porteros y los camareros de esta ciudad van a saber al cabo de un minuto que no llevo ni cinco dólares en ese bolso negro de imitación de ante que durante diez años he cepillado y cepillado y cepillado, llevándolo conmigo a todas partes. ¿Cómo lo consigues? ¿Qué valor le das? ¿Qué tienes de maravilloso para conseguir una oportunidad como esta? —Recorrió con los dedos el brazo desnudo de Laura. El vestido que llevaba puesto olía a gasolina—. ¿Lo conseguiré si te toco? ¿Hará eso que tenga suerte? Te juro por Dios que mataría a cualquiera si creyera que con ello conseguiríamos algún dinero. Le retorcería el cuello a alguien, a ti, a cualquiera. Te juro que lo haría…

Fragmento de La olla repleta de oro