Yasunari Kawabata - La langosta y el grillo

2 ago 2020

Yasunari Kawabata - La langosta y el grillo


Yasunari Kawabata - La langosta y el grillo

  Batta to suzumushi, 1924

  Caminaba a lo largo del muro con techo de tejas de la universidad, cuando decidí cambiar de rumbo y marchar hacia el edificio de la facultad. Al cruzar la verja blanca que rodea el patio, desde un oscuro conjunto de arbustos, bajo unos cerezos que ya estaban negros, me llegó el canto de un insecto. Aminoré la marcha y presté atención a ese sonido, sin ganas de desprenderme de él, tanto que giré sobre mi derecha para no abandonar del todo el patio. Al volverme hacia la izquierda, vi que la verja se abría hacia un terraplén con naranjos y, al aproximarme a ese rincón, se me escapó una exclamación de sorpresa. Mis ojos, brillantes de curiosidad, descubrieron lo que se les revelaba y me apresuré con pasos ágiles.

  En el fondo del terraplén se mecía un racimo de hermosas linternas multicolores, como las que se ven en los festivales de remotas aldeas campesinas. Sin necesidad de más datos, me di cuenta de que se trataba de un grupo de niños participando de una cacería de insectos en medio de los arbustos. Eran como veinte linternas. No sólo las había carmesíes, rosas, violetas, verdes, celestes y amarillas, sino que alguna hasta brillaba con cinco colores al mismo tiempo. También había algunas rojas, de forma cuadrada, compradas en algún negocio. Pero la mayoría eran unas cuadradas y muy bellas que los propios niños habían fabricado con mucho amor y dedicación. Las linternas que se balanceaban, el grupo de niños en esa solitaria colina, ¿no componían acaso una escena digna de un cuento de hadas?

  Cierta noche, uno de los niños de la vecindad había oído el canto de un insecto en esa colina. Se compró una linterna roja y volvió a la noche siguiente para buscarlo. A la siguiente, se le unió otro. Este nuevo compañero no podía comprarse una linterna, así que hizo cortes en el frente y la parte posterior de un cartón y, empapelándolo, colocó una vela en la base y le ató una cuerda en la parte superior. El grupo creció a cinco, y enseguida a siete. Aprendieron a colorear el papel que tensaban sobre el cartón ya cortado, y a dibujar sobre él. Luego estos sabios niños artistas, cortando de hojas de papel formas como redondeles, triángulos y rombos, y coloreando cada ventanita de un modo distinto, con círculos y diamantes rojos y verdes, lograron un diseño decorativo propio y completo. El niño de la linterna roja pronto la descartó por ser un objeto sin gusto que se podía comprar en cualquier negocio. El que se había fabricado la suya la desechó porque juzgó su diseño demasiado simple. Lo ideado la noche anterior resultaba insatisfactorio a la mañana siguiente. Cada día, con tarjetas, papel, pinceles, tijeras, navajas y cola, los niños hacían nuevas linternas que surgían de su mente y su corazón. ¡Mira la mía! ¡Que sea la más bella! Y cada noche salían a su cacería de insectos. Eran los niños y sus lindas linternas lo que estaba viendo ante mí.

  Extasiado, me quedé dejando correr el tiempo. Las linternas cuadradas no sólo tenían diseños pasados de moda y formas de flores, sino que los nombres de los niños que las habían construido estaban calados en caracteres rectos de silabario. A diferencia de los pintados sobre las linternas rojas, otras (hechas con cartulina gruesa recortada) llevaban sus dibujos sobre el papel que cubría las ventanitas, de modo que la luz de la vela parecía emanar de la forma y el color del dibujo. Las linternas resaltaban las sombras de los arbustos. Y los niños se acuclillaban ansiosos en esa colina dondequiera que oyeran el canto de un insecto.

  —¿Alguien quiere una langosta?

  Un chico, que había estado escudriñando un arbusto a unos tres metros de los otros, se irguió de improviso para gritar esa frase.

  —Sí, dámela.

  Seis o siete niños se le acercaron corriendo. Se amontonaron detrás del que la había hallado, intentando espiar dentro de la mata de plantas. Restregándose las manos y estirando los brazos, el muchacho se quedó de pie, como custodiando el arbusto donde estaba el insecto. Balanceando la linterna con la mano derecha, volvió a convocar a los otros niños.

  —¿Nadie quiere una langosta? ¡Una langosta!

  —Yo la quiero.

  Cuatro o cinco chicos más llegaron corriendo. Parecía que nadie podría haber cazado un insecto más precioso que una langosta. El muchacho gritó por tercera vez.

  —¿Nadie más quiere una langosta?

  Otros dos o tres se aproximaron.

  —Sí, yo la quiero.

  Era una niña, que se ubicó justo a espaldas del chico que había encontrado el insecto. Dándose vuelta graciosamente, éste se inclinó hacia ella. Pasó la linterna a su mano izquierda y metió la derecha en el arbusto.

  —Es una langosta.

  —Sí, la quiero tener.

  El chico se puso de pie de un salto. Como si dijera «aquí lo tienes», extendió el puño que aferraba el insecto hacia la niña. Ella, deslizando su muñeca izquierda bajo la cuerda de la linterna, envolvió con sus dos manos el puño del muchacho. Él abrió con presteza su puño. Y el insecto quedó atrapado entre el pulgar y el índice de la niña.

  —Oh, no es una langosta sino un grillo.

  Los ojos de la niña brillaron al mirar el pequeño insecto castaño.

  —Un grillo, un grillo.

  Los niños repitieron como un coro codicioso.

  —Un grillo, un grillo.

  Clavando su inteligente y brillante mirada en el chico, la jovencita abrió la jaulita que llevaba a un lado y depositó en ella al grillo.

  —Es un grillo.

  —Oh, sí, es un grillo —murmuró el chico que lo había capturado. Sostuvo la jaulita a la altura de sus ojos y observó el interior. A la luz de su bella linterna multicolor, también sostenida a la misma altura, observó el rostro de la niña.

  Oh, pensé, y tuve envidia del chico, y me sentí cohibido. ¡Qué tonto había sido yo al no comprender su acción! Y contuve la respiración. Había algo sobre el pecho de la niña, algo de lo que ni el niño que le había dado el grillo, ni ella que lo había aceptado, ni los niños que observaban se habían percatado.

  ¿Acaso en la débil luz verdosa que caía sobre el pecho de la niña, no se leía claramente el nombre «Fujio»? La linterna del chico, que colgaba al lado de la jaulita de la niña, inscribía su nombre, grabado con navaja en la verde apertura empapelada, sobre el blanco kimono de algodón de ella. La linterna de la niña, que pendía blandamente de su muñeca, no proyectaba su inscripción con tanta claridad, pero era posible distinguir, en una temblorosa mancha roja sobre la cintura del muchacho, el nombre «Kiyoko». De este azaroso juego entre el rojo y el verde —fuera azar o juego— ni Fujio ni Kiyoko estaban enterados.

  Incluso si por siempre recordaran que Fujio le había dado el grillo y que Kiyoko lo había aceptado, ni siquiera en sueños llegarían a saber que sus nombres habían quedado inscritos: en verde sobre el pecho de Kiyoko, en rojo en la cintura de Fujio.

  ¡Fujio! Cuando ya te hayas convertido en un hombre, ríe con placer ante el deleite de una muchacha, a quien le han dicho que se trata de una langosta, y recibe un grillo; y ríe también con cariño de su desilusión al recibir una langosta cuando le habían prometido un grillo.

  Aun si tienes la astucia de buscar solo en un arbusto, alejado de los otros niños, debes saber que no abundan los grillos en este mundo. Probablemente encuentres una muchacha parecida a una langosta a quien veas como un grillo.

  Aunque al final, a tu enturbiado y ofendido corazón hasta un verdadero grillo le parecerá una langosta. Y si llegara ese día, cuando te parezca que en el mundo sólo abundan las langostas, me apenará que no puedas recordar el juego de luces de esta noche, cuando tu nombre por efecto de tu bella linterna se ha inscrito en verde sobre el pecho de una jovencita.

En Historias de la palma de la mano