13 oct 2020
John Cheever - Sólo una vez más
No tiene sentido complicarse la vida, pero en cualquier descripción amplia y auténtica de la ciudad en que todos vivimos tiene que haber sitio para decir unas palabras sobre los que se niegan a desaparecer, sobre los que se agarran a cualquier cosa, sobre esas personas que nunca triunfan, pero tampoco se rinden, los eternos insatisfechos que todos hemos conocido en una u otra ocasión. Me refiero a los aristócratas de poca monta que viven en la parte alta del East Side, a esos hombres elegantes y encantadores que trabajan para firmas de abogados y a sus pretenciosas mujeres, con sus visones de saldo y sus estolas raídas, sus zapatos de cocodrilo, sus aires de superioridad al hablar con los porteros y las cajeras de los supermercados, sus joyas de oro de ley y sus últimas gotas de Je Reviens y de Chanel. Estoy pensando en realidad en los Beer -Alfreda y Bob-, que vivían en un bloque de apartamentos del East Side, propiedad en otros tiempos del padre de Bob, rodeados de trofeos náuticos, fotografías dedicadas del presidente Hoover, muebles de estilo español y otras reliquias de la edad de oro. No era un sitio muy bonito, a decir verdad; grande y más bien oscuro, pero, en cualquier caso, por encima de sus posibilidades; se notaba en las caras de los porteros y de los ascensoristas cuando les decías a qué piso ibas. Imagino que siempre pagaban el alquiler con dos o tres meses de retraso y que no podían permitirse el lujo de dar propinas. Alfreda, por supuesto, había ido al colegio en Fiesole. Su padre, como el de Bob, había perdido millones y millones de dólares. Todos sus recuerdos estaban bañados en oro: las elevadas apuestas en las partidas de bridge de antaño, lo difícil que era hacer arrancar el Daimler en los días de lluvia, y las excursiones por el Brandywine con las hijas de Du Pont.
Alfreda era bien parecida: de cara alargada y con ese tipo de belleza rubia característica de Nueva Inglaterra que parece implicar una tímida reivindicación de privilegios raciales. Se diría que para ella nunca habían existido problemas. Cuando andaban mal de dinero, Alfreda trabajaba: primero en Steuben, una lujosa cristalería de la Quinta Avenida; luego se cambió a Jensen's, en donde tuvo problemas por insistir en su derecho a fumar en la tienda. De allí pasó a Bonwit's, y de Bonwit's a Bendel's. Estuvo unas Navidades en Schwarz's y trabajó para Saks durante la Pascua de Resurrección del año siguiente, en la sección de guantes de la planta baja. Durante los períodos entre diferentes empleos tuvo dos hijos, y solía dejarlos al cuidado de una anciana escocesa -otra reliquia familiar de los buenos tiempos- que parecía tan incapaz como los mismos Beer de adaptarse con éxito a un mundo en continua transformación.
Los Beer eran de ese tipo de personas a las que uno se encuentra continuamente en las estaciones de ferrocarril y en las fiestas. Me refiero a las típicas estaciones de los domingos por la noche; sitios para pasar el fin de semana y de final de vacaciones, como el nudo ferroviario de Flemington; lugares como la estación de Lake George, o Aiken o Greenville al comenzar la primavera; sitios como Westhampton, el vapor que hace la travesía hasta Nantucket, Stonington y Bar Harbor; o, para ir un poco más lejos, lugares como la estación de Paddington, o Roma, o el barco nocturno de Amberes. «¡Hola! ¿Qué tal?», saludaban a través de la muchedumbre de pasajeros; y allí estaba él, con su gabardina blanca, su bastón y su sombrero de fieltro, y allí estaba ella, con su visón o su estola raída. Y, en cierto modo, las fiestas donde uno se tropezaba con ellos no eran muy distintas, a decir verdad, de las estaciones, de los nudos ferroviarios, ni de los barcos nocturnos. Eran de ese tipo de fiestas en las que nunca hay mucha gente ni las bebidas son realmente buenas; fiestas en las que, mientras se bebe y se habla, se advierte una palpable indiferencia más fuerte que cualquier lógico entusiasmo social; como si los lazos familiares, sociales, académicos o geográficos que dan unidad al grupo estuvieran disolviéndose a la misma velocidad que los cubitos de hielo depositados en cada vaso. Pero el ambiente, más que de disolución social, es de sociedad en cambio, en reestructuración: una atmósfera de viaje, a fin de cuentas. Los invitados parecen agruparse sobre la cubierta de un buque o en el andén de una estación, esperando a que el barco o el tren se pongan en movimiento. Más allá de la camarera que recoge las mantas, más allá del vestíbulo y de la puerta contra incendios, parece extenderse una gran masa de aguas oscuras, aguas, a veces, agitadas por la tormenta, y es posible reconocer el gemido del viento, el chirriar de las señales metálicas sobre sus goznes, las luces, los gritos de los marineros y la sirena quejumbrosa de un barco que cruza el canal de la Mancha.
En buena parte, el tropezarse siempre con los Beer en fiestas y en estaciones de ferrocarril se debía a que también ellos buscaban a alguien. No buscaban a alguien como usted o como yo; buscaban a la marquesa de Bath, pero cuando estalla la tempestad cualquier puerto es bueno. La manera que tenían de llegar a una fiesta y mirar a su alrededor era comprensible -todos lo hacemos-, pero su forma de escudriñar a los compañeros de viaje en el andén de una estación ya era otra cosa. Si tenían que esperar más de quince minutos para utilizar un servicio público, eran capaces de examinar a todos los presentes, asegurándose de que debajo del ala de los sombreros o detrás de los periódicos no había ningún conocido.
Estoy hablando de los años treinta y cuarenta, de la época anterior y posterior a la segunda guerra mundial: años en que los problemas económicos de los Beer debieron de verse complicados por el hecho de que sus hijos estaban ya en edad de ir a colegios caros. Hicieron algunas cosas desagradables; firmaron cheques sin fondos y, después de pedir prestado un coche durante un fin de semana y caérseles en una zanja, desaparecieron, lavándose las manos en el asunto. Semejantes jugarretas crearon cierta inestabilidad, tanto en su situación social como económica, pero sobrevivieron gracias a un margen de simpatía y de esperanzas -no había que olvidar la existencia de tía Margaret en Filadelfia y de tía Laura en Boston-, y, todo hay que decirlo, debido a que resultaban encantadores. A la gente siempre le agradaba verlos porque, a pesar de ser las patéticas cigarras de un esplendoroso verano económico, eran capaces de hacer recordar muchas cosas buenas -sitios agradables, diversiones, comidas y amigos-, y la intensidad con que buscaban caras conocidas en los andenes de las estaciones puede perdonárseles si se tiene en cuenta que buscaban en realidad un mundo que les resultara inteligible.
Luego murió tía Margaret, y fue así como me enteré de este interesante acontecimiento: estábamos en primavera, y mi jefe y su mujer se embarcaban camino de Europa; la mañana en que zarpaban fui hasta el barco con una caja de puros y una novela histórica. El barco era nuevo, según recuerdo, con muchos curiosos mirando las obras completas de Edna Ferber encerradas bajo llave en la biblioteca, y asombrándose ante las piscinas vacías y los bares sin bebidas. Los corredores se hallaban abarrotados, y todos los camarotes de primera clase estaban llenos de flores y de visitantes que bebían champán a las once de una mañana melancólica, mientras las verdosas aguas del puerto de Nueva York enviaban su trágico olor hacia las nubes. Hice entrega de los regalos a mi jefe y a su mujer, y luego, buscando la cubierta principal, pasé junto a un camarote o una suite en la que oí las risas características del internado donde Alfreda se educó. La habitación estaba llena de gente, y un camarero servía champán; cuando saludé a mis amigos, Alfreda se apartó de los demás para hablar conmigo.
- Tía Margaret se nos ha ido -me dijo-, y otra vez tenemos dinero…
Bebí algo de champán, y en seguida se dejó oír la sirena del «todos-a-tierra», vehemente, ensordecedora, como una ronca llamada de la vida misma y, de alguna manera, trágica también como el olor de las aguas del puerto; porque, mientras el grupo se deshacía, me pregunté cuánto podría durarles a aquellos dos la fortuna de tía Margaret. Sus deudas eran enormes, sus costumbres, extravagantes, y ni siquiera un centenar de miles de dólares los llevaría muy lejos.
Esta idea parece haberse quedado grabada en algún lugar de mi mente, porque aquel otoño, durante un combate de pesos pesados en el Yankee Stadium, me pareció ver a Bob que rondaba por allí intentando alquilar unos prismáticos. Lo llamé -grité su nombre-, pero no era él, aunque el parecido resultaba tan extraordinario que sentí como si lo hubiera visto o hubiese tenido al menos una vivida imagen de los contrastes sociales y económicos que aguardaban todavía a aquella pareja.
Quisiera poder decir que, una noche en la que nevaba, al salir del teatro, vi a Alfreda vendiendo lápices en la calle Cuarenta y Seis para regresar desde allí a un sótano del West Side donde Bob agonizaba sobre una colchoneta. Pero eso sólo pondría de manifiesto la pobreza de mi imaginación.
Al decir que los Beer eran del tipo de personas que uno se encuentra en las estaciones de ferrocarril y en las fiestas pasé por alto las playas. Los Beer eran muy acuáticos. Ya se sabe lo que pasa. Durante los meses de verano, la costa del noroeste desde Long Island hasta muy arriba en el estado de Maine, incluyendo las islas cercanas, parece transformarse en una gigantesca casa de intercambio social, y mientras uno está sentado en la arena escuchando la artillería pesada del Atlántico del norte, las figuras de nuestro pasado surgen del agua tan juntas como las pasas en un bollo. Aparece una ola, acelera la marcha, se hincha y se rompe, mostrándonos a Consuelo Roosevelt y al señor y a la señora Vanderbilt, con los hijos de los dos matrimonios. Luego llega una ola que avanza desde la derecha como una carga de caballería, y que arrastra hacia tierra a Lathrope Macy con la segunda mujer de Emerson Crane sobre un bote de goma, y al obispo de Pittsburgh montado en la cámara de un neumático. Finalmente, otra ola rompe a nuestros pies haciendo el ruido de la tapa de un baúl al cerrarla con violencia, y allí están los Beer.
- Cuánto nos alegramos de verte, qué alegría tan grande…
Ésa es la razón de que el verano y el mar sean el escenario de su última aparición: al menos de la última aparición que tiene interés para nuestra historia. Nos encontramos en un pequeño pueblo de Maine, pongamos por caso, y decidimos salir de excursión con la familia en barca y llevarnos la comida. El conserje del hotel nos dice dónde podemos alquilar un bote, envolvemos los sándwiches y, siguiendo sus instrucciones, llegamos al muelle. En una casucha encontramos a un viejo que alquila un balandro; le dejamos un depósito, firmamos un papel muy sucio, y nos damos cuenta de que a las diez de la mañana el anciano ya está borracho. En un bote de remos nos lleva hasta donde está amarrado el balandro; nos despedimos de él y luego, al comprobar que la embarcación está inservible, lo llamamos, pero ya se ha dado la vuelta en dirección a tierra firme y no nos oye.
Hay tanta agua a bordo que las tablas que cubren el fondo flotan. Además, la aguja del timón está torcida, y uno de los pernos completamente oxidado. Las poleas están rotas y cuando, después de achicar el agua, alzamos la vela, descubrimos que se halla podrida y rasgada. Finalmente nos ponemos en marcha -empujados por la impaciencia de los niños-, navegamos hasta una isla y comemos. Luego intentamos volver a casa. Pero el viento tiene ahora nuevos bríos; ha cambiado de dirección y sopla hacia el suroeste; cuando ya hemos abandonado la isla, se rompe el soporte de estribor, el cable sale disparado hacia arriba y se enrolla alrededor del mástil. Estiramos la vela y reparamos el soporte con alambre. Entonces nos damos cuenta de que la marea nos es contraria y de que nos dirigimos rápidamente hacia mar abierto. El soporte que acabamos de reparar nos permite navegar durante diez minutos, hasta que se nos rompe el de babor. Ahora estamos en una situación difícil. Pensamos en el viejo de la casucha y en su cabeza repleta de vapores de alcohol, porque es la única persona que sabe dónde estamos. Intentamos remar con las tablas del suelo, pero no conseguimos nada contra la fuerza de la marea. ¿Quién nos salvará? ¡Los Beer!
Al anochecer, aparecen por el horizonte en uno de esos yates de grandes dimensiones con una plataforma sobre el puente, luces con pantallas y jarrones con rosas dentro del camarote. Un marinero contratado maneja el timón, y Bob nos echa un cable. Es algo más que un encuentro inesperado entre viejos amigos: nos han salvado la vida. Casi desvariamos. El marinero se instala en el balandro y diez minutos después de librarnos de las fauces de la muerte estamos bebiendo martinis en el puente. Nos van a llevar a su casa, dicen. Podemos pasar allí la noche. Y aunque el escenario y el atrezzo no son muy distintos de otras veces, la relación de los Beer con ellos es completamente distinta. Se trata de su casa, de su barco. Nos preguntamos cómo -estamos atónitos-, y Bob es lo suficientemente cortés como para darnos una explicación, en voz baja, casi con un murmullo, como si se tratara de algo sin importancia:
- Cogimos la mayor parte del dinero de tía Margaret, todo el de tía Laura y un poco que nos dejó tío Ralph, y lo invertimos en la Bolsa, ¿sabes?, y se ha triplicado en los dos últimos años, un poco más incluso. He vuelto a comprar todo lo que papá perdió: bueno, las cosas que me interesaban. Esa de ahí es mi goleta. La casa es nueva, por supuesto. Ésas son nuestras luces.
El atardecer y el océano, que parecían tan amenazadores desde el barquichuelo, se extienden ahora a nuestro alrededor con milagrosa tranquilidad, y nos disponemos a pasarlo bien con nuestros amigos, porque los Beer son encantadores -siempre lo han sido-, y ahora resulta además que son inteligentes, porque ¿no demuestra inteligencia haber sabido que el verano llegaría una vez más para ellos?
En Relatos
Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika Goicoechea
Imagen: ©Bettmann-Corbis
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