Jean Baudrillard - La escritura automática del mundo

21 abr 2020

Jean Baudrillard - La escritura automática del mundo

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Jean Baudrillard - La escritura automática del mundo


El crimen perfecto es el de una realización incondicional del mundo mediante la actualización de todos los datos, mediante la transformación de todos nuestros actos, de todos los acontecimientos en información pura; en suma: la solución final, la resolución anticipada del mundo por clonación de la realidad y exterminación de lo real a manos de su doble. 

Éste es exactamente el tema del relato de Arthur Clarke sobre los nueve mil millones de nombres de Dios. Una comunidad de monjes del Tibet lleva siglos transcribiendo esos nueve mil millones de nombres de Dios, al final de lo cual el mundo se completará y terminará. La tarea es molesta, y los monjes, fatigados, acuden a los técnicos de IBM, cuyos ordenadores hacen el trabajo en pocos meses. En cierto modo, la historia del mundo se completa en un tiempo real mediante la operación de lo virtual. Desgraciadamente, significa también la desaparición del mundo en tiempo real, pues, de repente, la promesa del final se cumple, y los asustados técnicos, que no se lo creían, ven, al bajar al valle, cómo las estrellas se van apagando una tras otra.

Tal vez sea eso, en efecto, lo que nos aguarda al término de esta transfiguración técnica del mundo: su final acelerado, su resolución inmediata; éxito final del milenarismo moderno, pero sin esperanza de salvación, de apocalipsis o de revelación. Simplemente apresurar el vencimiento, acelerar el movimiento hacia una desaparición pura y simple. La especie humana, sin saberlo, se vería investida, al igual que los técnicos de IBM, de esta noble tarea: desencadenar, agotando todas sus posibilidades, el código de desaparición automática del mundo. 

Es la idea misma de lo Virtual.

Vivid vuestra vida en tiempo real; vivid y sufrid directamente en la pantalla. Pensad en tiempo real; vuestro pensamiento es inmediatamente codificado por el ordenador. Haced vuestra revolución en tiempo real, no en la calle, sino en el estudio de grabación. Vivid vuestra pasión amorosa en tiempo real, con vídeo incorporado a lo largo de su desarrollo. Penetrad en vuestro cuerpo en tiempo real: endovideoscopia, el flujo de vuestra sangre, vuestras propias vísceras como si estuvierais allí. 

Nada se le escapa. Siempre hay una cámara oculta en algún sitio. Pueden filmarte sin que lo sepas. Pueden llamarte a repetirlo todo delante de cualquier cadena de televisión. Crees que existes en versión original, sin saber que sólo eres un caso especial del doblaje, una versión excepcional para los happy few. Estás bajo la mirada de una retransmisión instantánea de todos los hechos y gestos en cualquier canal. Antes lo habríamos vivido como control policial. Hoy se vive como promoción publicitaria.

De todos modos, la cámara virtual está en la cabeza. No hay necesidad de medio para reflejar nuestros problemas en tiempo real: cada una de las existencias se telepresenta a sí misma. Hace mucho que la televisión y los media salieron de su espacio mediático para asaltar la vida «real» desde dentro, exactamente de la misma forma que lo hace el virus con una célula normal. No hace falta casco ni combinación digital: nuestra voluntad acaba por moverse en el mundo como en una imagen de síntesis. Todos hemos engullido nuestro receptor, lo que produce intensos efectos de interferencia debidos a la excesiva proximidad de la vida y de su doble, al colapso del tiempo y la distancia. Trátese de la telepresencia, del psicodrama televisi-vo en directo o de la inmediatez de la información en todas las pantallas, siempre es el mismo movimiento de cortocircuito de la vida real.

La virtualidad no es como el espectáculo, que seguía dejando sitio a una conciencia crítica y al desengaño. La abstracción del «espectáculo», incluso para los situacionistas, jamás era inapelable, mientras que la realización incondicional lo es, pues nosotros ya no estamos alienados ni desposeídos, poseemos toda la información. Ya no somos espectadores, sino actores de la performance, y cada vez más integrados en su desarrollo. Podíamos afrontar la irrealidad del mundo como espectáculo, pero nos hallamos indefensos ante la extrema realidad de este mundo, ante esta perfección virtual. De hecho, estamos más allá de cualquier desalienación. Es la forma nueva del terror, respecto a la cual las angustias de la alienación eran muy poca cosa.

Hemos criticado todas las ilusiones, metafísica, religiosa, ideológica; fue la edad de oro de una desilusión alegre. Sólo ha quedado una: la ilusión de la propia crítica. Los objetos cuestionados por la crítica —el sexo, el sueño, el trabajo, la historia, el poder— se han vengado con su misma desaparición, produciendo a cambio la ilusión consoladora de la verdad. Como a la ilusión crítica ya no le quedaban víctimas por devorar, se ha devorado a sí misma. Más aún que las máquinas industriales, los mecanismos del pensamiento están en paro técnico. Al final de su carrera, el pensamiento crítico se enrosca sobre sí mismo. De perspectivo pasa a ser umbilical. Sobreviviéndose a sí mismo, ayuda de hecho a sobrevivir a su objeto. De la misma manera que la religión se ha realizado definitivamente en otras formas, irreligiosas, profanas, políticas, culturales, en las que es ilocalizable como tal (incluyendo el revival actual, en el que toma la máscara de la religión), también la crítica de las técnicas virtuales enmascara el hecho de que su concepto está destilado por doquier en la vida real en dosis homeopáticas. Al denunciar su espectralidad, al igual que la de los media, se da a entender que habría en algún lugar una forma original de la existencia vivida, cuando si la tasa de realidad baja de día en día es porque el propio médium ha pasado a la vida, convertido en ritual común de la transparencia. Toda esa parafernalia digital, numérica, electrónica, no es más que el epifenómeno de la virtualización de los seres en profundidad. Y si impresiona tanto a la imaginación colectiva es porque ya nos encontramos no en algún otro mundo, sino en esta misma vida, en el estado de socio —de foto—, de videosíntesis. Lo virtual y los media son nuestra función clorofílica. Y si ahora ya se puede fabricar un clon de un actor célebre, al que se hará actuar en su lugar, es porque hace ya mucho tiempo que se había convertido, sin saberlo, en su propia réplica, en su propio clon antes de que fuera clonado.

Toda esta fauna mediática de las tecnologías de lo virtual, y este reality show perpetuo, tienen un antepasado: el ready—made. Todos los que son extraídos de su vida real para interpretar su psicodrama sidoso o conyugal en la tele tienen por antepasado el portabotellas de Duchamp, que éste extrae de igual forma del mundo real para conferirle en otro lugar, en un campo que convenimos en llamar arte, una hiperrealidad inefable. Acting—out paradójico, cortocircuito instantáneo. El portabotellas, exinscrito de su contexto, de su idea y de su función, se hace más real que lo real (hiperreal) y más arte que el arte (transestética de la banalidad, de la insignificancia y de la nulidad en la que se verifica actualmente la forma pura e indiferente del arte).

Cualquier objeto, individuo o situación es hoy un ready—made virtual, en la medida en que de cualquiera de ellos puede decirse lo que Duchamp dice, en el fondo, del portabotellas: existe, lo he encontrado. Así es corno cada uno de nosotros es invitado a presentarse tal cual es y a interpretar su vida en directo en la pantalla, de la misma manera que el ready—made interpreta su papel tal cual es, en directo, en la pantalla del museo. Los dos, por otra parte, se confunden en la iniciativa de nuevos museos que se preocupan ya no de llevar a la gente ante la pintura —baza conseguida, pero no suficientemente interactiva, y excesivamente «espectacular»— sino al interior de la pintura, en la realidad virtual del Déjeuner sur l'herbe por ejemplo, de la que podrán disfrutar así en tiempo real, y eventualmente interactuar con la obra y con los personajes.

El mismo problema con los reality shows: hay que llevar al telespectador no delante de la pantalla (siempre ha estado allí: es incluso su coartada y su refugio), sino al interior de la pantalla, al otro lado de la información. Hacerle operar la misma conversión de Duchamp con su portabotellas, trasladándole tal cual es al otro lado del arte, creando así una ambigüedad definitiva entre el arte y lo real.


Actualmente, el arte sólo es esta confusión paradójica entre los dos, y la intoxicación estética que de ahí resulta. De la misma manera, la información sólo es la confusión paradójica del acontecimiento y el medio, y la incertidumbre política que de ahí resulta. Así es como todos nos hemos convertido en ready—made. Hipostasiados como el portabotellas, disecados en nuestra identidad estéril, museificados vivientes, como esas poblaciones enteras transfiguradas in situ por decreto estético o cultural, clonadas a nuestra imagen y semejanza por la Alta Definición, y condenadas por esta exacta semejanza a la estupefacción mediática de igual manera que el ready—made está condenado a la estupefacción estética. Y al igual que el acting—out de Duchamp da acceso al grado cero, pero generalizado, de la estética, donde cualquier residuo aparece corno obra de arte, con la consecuencia de que cualquier obra de arte aparece como desecho, también este acting—out mediático da acceso a una virtualidad generalizada, que termina con lo real mediante su promoción de todos los instantes.

El concepto clave de esta Virtualidad es la Alta Definición. La de la imagen, pero también la del tiempo (el Tiempo Real), la música (la Alta Fidelidad), el sexo (la pornografía), el pensamiento (la Inteligencia Artificial), el lenguaje (los lenguajes numéricos), el cuerpo (el código genético y el genoma). Por doquier la Alta Definición marca el paso, más allá de cualquier determinación natural, hacia una fórmula operativa —«definitiva» precisamente—, hacia un mundo en el que la sustancia referencial se hace cada vez más escasa. La más alta definición del medio corresponde a la más baja definición del mensaje; la más alta definición de la información corresponde a la más baja definición del evento; la más alta definición del sexo (el porno) corresponde a la más baja definición del deseo; la más alta definición del lenguaje (en la codificación numérica) corresponde a la más baja definición del sentido; la más alta definición del otro (en la interacción inmediata) corresponde a la más baja definición de la alteridad y el intercambio, etc.

La imagen de alta definición. Nada que ver con la representación, y menos aún con la ilusión estética. Toda la ilusión genérica de la imagen es aniquilada por la perfección técnica. Holograma o realidad virtual o imagen tridimensional, no es más que la emanación del código digital que la genera. No es más que la rabia de conseguir que una imagen deje de ser una imagen, es decir, precisamente lo que arrebata una dimensión al mundo real.

Desde siempre, del mudo al sonoro, y después al color, al relieve y a la gama actual de los efectos especiales, la ilusión cinematográfica se ha ido escapando en pos de la performance. Ya no hay vacío, ya no hay elipsis, ya no hay silencio. Cuanto más nos acercamos a esta definición perfecta, a esta perfección inútil, más se pierde la fuerza de la ilusión. Basta con pensar, para convencerse de ello, en la Ópera de Pekín, donde, con el simple movimiento de sus cuerpos, el anciano y la muchacha escenificaban la extensión del río, o donde, en la escena del duelo, los dos cuerpos rozándose sin tocarse con sus armas hacían físicamente palpables las tinieblas en que se desarrollaba el duelo. Allí, la ilusión era total, un éxtasis físico y material más que estético o teatral, precisamente porque se había eliminado cualquier presencia realista de la noche y del río. Hoy, el escenario sería alimentado con toneladas de agua, y el duelo sería rodado en la oscuridad con infrarrojos.

El Tiempo Real: proximidad instantánea del evento y su doble en la información. Proximidad del hombre y su acción a distancia: resolved todos vuestros asuntos con la otra punta del mundo a través de un ectoplasma. Al igual que cada uno de los detalles del holograma, cada uno de los instantes del tiempo real está microscópicamente codificado. Cada una de las parcelas del tiempo concentra la información total relativa al evento, como si se la dominara en miniatura desde todos los lados a la vez. Ahora bien, la réplica instantánea de un evento, de un acto o de un discurso, su transcripción inmediata tiene algo de obsceno, ya que el retraso, la demora, el suspense son esenciales para la idea y para la palabra. Todos estos inter-cambios inmediatamente contabilizados, catalogados, almacenados, al igual que la escritura en el tratamiento de textos, todo eso demuestra una compulsión interactiva que no respeta el tiempo ni el ritmo del intercambio (sin hablar del placer), y conjuga en la misma operación la inseminación artificial y la eyaculación precoz.

Existe una incompatibilidad profunda entre el tiempo real y la regla simbólica del intercambio. Lo que rige la esfera de la comunicación (interface, inmediatez, abolición del tiempo y la distancia) no tiene ningún sentido en la del intercambio, donde la regla exige que lo que se da jamás sea devuelto inmediatamente. Hay que devolverlo, pero jamás al instante. Sería una ofensa grave, mortal. No existe la interacción inmediata. El tiempo es precisamente lo que separa los dos momentos simbólicos y suspende su resolución. El tiempo no diferido, el «directo», es inexplicable. Así pues, todo el campo de la comunicación pertenece al orden de lo inexplicable, ya que todo en él es interactivo, dado y devuelto sin retraso, sin ese suspense, siquiera ínfimo, que constituye el ritmo temporal del intercambio.


La Inteligencia Artificial. Es el pensamiento finalmente realizado, plenamente materializado por la interacción incesante de todas las virtualidades de análisis, de síntesis y de cálculo, de la misma manera que el tiempo real se define por la interacción incesante de todos los instantes y todos los actores. Operación de alta definición: la información que resulta de ahí es más verdadera que lo verdadero; es verdadera en tiempo real. Por ese motivo es fundamentalmente insegura. Que la Inteligencia Artificial patine en una definición demasiado alta, en una sofisticación delirante de los datos y de las operaciones, no hace más que confirmar que se trata de la utopía realizada del pensamiento.


Están a punto de llegar, además, los ordenadores que obedecerán al pensamiento. Esta forma extrema amenaza con dar unos resultados extraños. ¿En qué umbral de conciencia, o de formalización, intervendrá la máquina? Amenaza con conectar, por anticipación refleja, con los pensamientos subconscientes, casi inconscientes, con las fantasías más primitivas, al igual que el doble del estudiante de Praga, que siempre llegaba antes que él, convirtiendo en actos sus más oscuras veleidades. De ese modo, nuestros «pensamientos» serán actualizados antes incluso de existir, exactamente igual que el evento en la información. La consecuencia, si tenemos que llegar a ese punto, sería que todo el sistema del pensamiento no tardaría en alinearse sobre el de la máquina. Acabaría por pensar sólo lo que la máquina puede captar y tratar, o aquello que la máquina solicitara. Ya ocurre así con los ordenadores y la informática. En la interface generalizada, el propio pensamiento se convertirá en realidad virtual, en el equivalente de las imágenes de síntesis o de la escritura automática de los tratamientos de textos.

¿Inteligencia Artificial? No contiene ni la sombra de un artificio, ni la sombra de un pensamiento de la ilusión, de la seducción, del juego del mundo, mucho más sutil, más perverso, más arbitrario. Ahora bien, el pensamiento no es una mecánica de las funciones superiores, ni una gama de reflejos operativos. Es una retórica de las formas, de la ilusión inestable y de las apariencias; una anamorfosis del mundo, y no un análisis. La máquina informática y cerebral, por su parte, no es dueña de las apariencias, sólo domina el cálculo, y su tarea, al igual que la de todas las máquinas cibernéticas y virtuales, consiste en destruir esta ilusión esencial mediante la falsificación del mundo en tiempo real.

De la misma manera que la ilusión de la imagen desaparece en su realidad virtual, que la ilusión del cuerpo desaparece en su inscripción genética, que la ilusión del mundo desaparece en su artefacto técnico, en la Inteligencia Artificial también desaparece la inteligencia (sobre)natural del mundo como juego, corno señuelo, como maquinación, como crimen, y no como mecanismo lógico o máquina cibernética refleja, de la que el cerebro humano sería el espejo y el modelo.

Final de la ilusión salvaje del pensamiento, de la actuación, de la pasión, final de la ilusión del mundo y de su visión (y no de su representación), final de la ilusión del Otro, del Bien y del Mal (sobre todo del Mal), de lo verdadero y de lo falso, final de la ilusión salvaje de la muerte, o de la de existir a cualquier precio: todo eso queda volatilizado en la telerrealidad, en el tiempo real, en las tecnologías sofisticadas que nos inician en los modelos, en lo virtual, en lo contrario de la ilusión —en la desilusión total.

En el reino de las sombras, ya nadie la tiene y no se corre el riesgo de desgarrarla pisándola, como Peter Schlemihl. Lo que puede ocurrir, en cambio, es que no sean ya los cuerpos los que proyectan su sombra, sino las sombras las que proyecten su cuerpo, los cuales sólo serían la sombra de una sombra. Algo que ya ocurre en el caso de nuestra realidad virtual, que sólo es la puesta en circulación, sub specie corporis, sub specie realitatis, de la abstracción y de los datos numéricos de la vida. Al igual que en aquella otra fábula en la que el diablo volvía a poner en circulación la sombra del estudiante que éste le había vendido, bajo la forma viviente de un Doble del que el estudiante sólo era el suplente.

Quimera paradójica esta operación virtual del mundo. Declinación mundial de todos los datos, fantasía idéntica a la de la declinación de los nombres de Dios; quimera en la que nos hundimos como en un sarcófago metálico, en estado de ingravidez, pensando en vivir, por la gracia del Digital, todas las situaciones posibles. Fantasía de síntesis de todos los elementos, con los que intentamos forzar las puertas del mundo real.

Con la Realidad Virtual y todas sus consecuencias, hemos pasado al extremo de la técnica, a la técnica como fenómeno extremo. Más allá del final, ya no hay reversibilidad, ni huellas, ni siquiera nostalgia del mundo anterior. Esta hipótesis es mucho más grave que la de la alienación técnica, o el apresamiento heideggeriano. Es la de un proyecto de desaparición irreversible, en la más pura lógica de la especie. La de un mundo absolutamente real, en el que, contrariamente al artista de Michaux, habríamos sucumbido a la tentación de no dejar huellas.


Ésta es la baza de la Virtualidad. Y no cabe dudar de su ambición absoluta. Si llegara a su término, esta realización radical sería el equivalente de un crimen perfecto. Mientras que el crimen «original» nunca es perfecto y siempre deja huellas —nosotros mismos en tanto que seres vivos y mortales somos la huella de esta imperfección criminal—, el exterminio futuro, el que resultaría de una determinación absoluta del mundo y de sus elementos, no dejaría ninguna huella. Ni siquiera tendríamos la ocasión de desaparecer. Seríamos desintegrados en el Tiempo Real y la Realidad Virtual mucho antes de que las estrellas se apagaran.

Menos mal que todo eso es literalmente imposible. Irrealizable la Altísima Definición, en su ambición de producir imágenes, sonidos, información, cuerpos, en microvisión, en estereoscopia, como jamás habéis visto, como jamás veréis. Irrealizable la fantasía de la Inteligencia Artificial; el devenir—mundo del cerebro, el devenir—cerebro del mundo, que debería funcionar sin cuerpo, sin flaqueza, autonomizado, inhumano. Demasiado inteligente, demasiado extraordinario para ser cierto.

De hecho, no hay sitio a la vez para la inteligencia natural y para la inteligencia artificial. No hay sitio a la vez para el mundo y para su doble.


En El crimen perfecto



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