Susan Sontag - Lo que la gente intenta hacer

5 mar 2020

Susan Sontag - Lo que la gente intenta hacer

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Susan Sontag - Lo que la gente intenta hacer


Por todos lados, hasta donde alcanzo a ver, la gente se empeña en ser vulgar. Eso exige mucho esfuerzo. La vulgaridad, que generalmente pasa por ser más segura, se ha convertido en algo mucho más raro que antes.

  Julia telefoneó ayer para informar de que, una hora antes, había bajado para recoger la ropa de la lavandería. La felicité.

  La gente procura interesarse en las apariencias. Los hombres desarmados se maquillan, resplandecientes, y se pavonean. Todo el mundo viste una especie de disfraz moral.

  La gente intenta no preocuparse, no preocuparse demasiado. No temer.

  La hija de Doris II presenció personalmente cómo Roberta Jorrell metía ambas manos hasta las muñecas —solemnemente, sin vacilar— en aceite hirviendo, cómo extraía tiras de harina de maíz que amasaba para hacer tortitas, y cómo luego volvía a sumergir fugazmente las tortitas y las manos. Sin dolor, sin cicatrices. Se había preparado mediante veinte horas de redobles incesantes de tambor y cánticos, reverencias y aplausos desacompasados. Los presentes hacían circular agua salada bendita en un vaso de hojalata y la sorbían; y a ella le untaron las extremidades con sangre de cabra. Después de la ceremonia la hija de Doris II y otros cuatro prosélitos, entre los que se contaba Henry, el marido de Roberta Jorrell, la escoltaron de nuevo hasta la suite del hotel, en Pétionville. En ese viaje Henry no fue autorizado a alojarse en la misma planta. La señorita Jorrell dio instrucciones para que la dejaran dormir durante veinte horas y no la despertasen por ningún motivo. La hija de Doris II lavó las túnicas ensangrentadas de la señorita J. y se instaló en un taburete de mimbre frente a la puerta de la alcoba, esperando.

  Trato de hacer salir a Julia para que se distraiga conmigo (han transcurrido quince años desde que nos conocimos): que vea la ciudad. En diferentes días y noches la he invitado a la carrera de patinadores en Brooklyn, a una exposición canina, a F. A. O. Schwartz, al Museo Tibetano de Staten Island, a una marcha de mujeres, a un nuevo bar para solteros, a ver películas desde la medianoche hasta la madrugada en el Elgin, a La Marqueta del domingo en la parte alta de Park Avenue, a un recital de poesías, a cualquier cosa. Invariablemente se niega. Una vez conseguí llevarla a una representación de Pelléas et Mélisande en el Old Met, pero tuvimos que irnos en el entreacto. Julia temblaba… de aburrimiento, según dijo. Momentos después de levantarse el telón sobre el decorado de la primera escena, un calvero en un bosque oscuro, comprendí que había cometido un error. «Ne me touchez pas! Ne me touchez pas!», gime la protagonista, inclinándose peligrosamente sobre el brocal de un pozo profundo. Son sus primeras palabras. El bienintencionado desconocido y salvador en ciernes —igualmente extraviado— retrocede, contemplando con lascivia la larga cabellera de la protagonista. Julia se estremece. Moraleja: No lleves a Mélisande a ver Pelléas et Mélisande.

  Después de salir de la cárcel, la hija de Doris III intenta dejar la mala vida. Pero no puede darse ese lujo: todo se ha encarecido demasiado. Desde el pollo, incluidas las alas y el buche, hasta el biombo de Coromandel, otrora propiedad de un famoso modisto de los años treinta por el cual la madre de Lyle ofrece 18 000 dólares en una subasta de Parke-Bernet.

La gente economiza. Aquellos a quienes les gusta comer bien —una categoría que incluye a la mayoría de las personas, y excluye a Julia— ya no hacen las compras de la semana en una hora, en un supermercado, sino que deben consagrar la mayor parte del día a recorrer diez tiendas para reunir los alimentos que caben en un carrito. Ellos, también, vagan por la ciudad.

  Los ricos, que han invertido en sus calculadoras de bolsillo, buscan ahora en qué usarlas.

  La gente, a menos que ya esté subyugada, como la hija de Doris II, contesta a los anuncios que adivinos y curanderos publican en los periódicos. «No es necesario que espere el reparto del pastel en el cielo después de la muerte. Si quiere el pastel ahora, cubierto de nata, vea y escuche al reverendo Ike por televisión y en persona». La iglesia del reverendo Ike no está situada, repito, no está situada en Harlem. Las nuevas iglesias desprovistas de edificio están migrando del Oeste al Este: la gente adora al diablo. En la calle Cincuenta y tres, al oeste del Museo de Arte Moderno, un chico rubio con un corte de pelo a trasquilones que se parece a Lyle procura despertar mi interés por la Iglesia del Proceso del Juicio Final. «¿Ha oído hablar del Proceso?». Cuando contesto que sí, continúa declamando como si hubiera respondido que no. Si me detengo a conversar con él no llegaré a la proyección de las cinco y media, pero le pago un dólar cincuenta por su revista. Y él me sigue los pasos, hablándome de los desayunos gratuitos que el Proceso organiza para los niños pobres, hasta que me introduzco en la puerta giratoria del museo. ¡Desayunos gratuitos, nada menos! Yo pensaba que se comían a los niños.

  La gente graba en vídeo sus hazañas de alcoba, interviene sus propios teléfonos.

  Mi buena acción del 12 de noviembre: telefonear a Julia después de tres semanas. «Hola, ¿cómo estás?». «Espantosamente», respondió, riendo. Reí a mi vez y exclamé: «Yo también», lo cual no era rigurosamente cierto. Reímos un poco más, al unísono. Sentía el auricular resbaladizo y caliente en mi mano. «¿Quieres que nos veamos?», pregunté. «¿Podrías venir otra vez a mi apartamento? Aborrezco salir en estos días». Queridísima Julia, eso ya lo sé.

  Procuro no reprochar a Julia el haberse desembarazado de sus hijos.

  Lyle, que ahora tiene diecinueve años, me telefoneó la otra mañana desde una cabina situada entre Broadway y la calle Noventa y seis. Le digo que venga a casa y me trae un relato que acaba de terminar, el primero en años, que yo leo. No es tan perfecto como los que publicó cuando tenía once años y era un chico canijo, pálido, con voz de bebé, el Mozart de la Partisan Review. A los once años Lyle aún no se había metido todo ese ácido, no había quedado temporalmente ciego, no había seguido a los Rolling Stones como fan durante una gira a través del país, no había sido internado dos veces por sus padres, ni había cometido tres intentos de suicidio… todo esto antes de terminar su primer año de estudios en el Instituto de Ciencias del Bronx. Lyle, con mi estímulo, accede a no quemar su relato.

  Taki 183, Pain 145, Turok 137, Charmin 65, Think 160, Snake 128, Hondo II, Stay High 149, Cobra 151, y varios de sus amigos, envían mensajes insolentes a Simone Weil… que no es ninguna princesa judeo-norteamericana. Ella les explica que el sufrimiento no tiene fin. Eso es lo que tú crees, le responden, porque tenías jaquecas. Vosotros también las tenéis, afirma ella con acritud. Sólo que no os dais cuenta de ello.

  También les dice que lo único más aborrecible que el «nosotros» es el «yo»… y ellos continúan garrapateando sus nombres con aerosol en los vagones del metro.

En Yo, etcétera

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