Cesare Pavese - Los mendigos

24 jun 2020

Cesare Pavese - Los mendigos



Cesare Pavese


Ni siquiera de niño a Geri le habían convencido nunca aquellos mendigos que se presentaban en la puerta decentemente vestidos —en invierno, con un abrigo— y saludaban pidiendo limosna muy serios, como quien atiende un negocio y no puede perder tiempo y lo da a entender. Geri había sentido siempre contra ellos una sorda ojeriza como hacia gente de otra raza y, si no fuese porque le imponían respeto, habría dado con la puerta en aquellas caras enjutas y vagamente amenazadoras, como su madre le decía siempre que hiciera. En cambio, Geri de momento no entendía, luego reconocía con terror al pobre por el refunfuño exigente que salía de debajo del sombrero. Con la cara ardiendo, murmuraba que no había nadie y cerraba a toda prisa entornando despacio la puerta sin mirar aquellos ojos, pero se quedaba clavado allí detrás, a oscuras, conteniendo la respiración. Esperaba largos minutos, agitado, espiando el aliento del otro tras la hoja de la puerta, en una agonía de vergüenza y miedo, anhelando oír alejarse aquellos pasos. Aunque estaba contento de no haberle dado nada, contento de haber puesto la puerta entre sí y aquel hombre adulto y vestido decentemente que pedía limosna con la dureza de quien tiene derecho.

Incluso una vez que habían llamado Geri, al correr a abrir, se encontró delante de una señora con sombrero y una piel al cuello que le preguntó sonriendo si le daba algo. Geri corrió a llamar a su madre, que en cuanto se asomó a la puerta se retiró y cerró, y durante mucho tiempo Geri oyó a la madre hablar de inaudita desfachatez. A partir de entonces Geri pensó que los mendigos decentemente vestidos tenían mujeres, y por lo tanto casas, horas de trabajo, días festivos y comedores; en resumen, que era gente que trabajaba y ganaba dinero. Eso acrecentó su ojeriza.

Los pobres que le daban pena de veras y hasta un poco de envidia eran en cambio los andrajosos de la calle, los viejos con cara lacrimosa de borracho, las mujeres con el niño sucio como un fardo, pero sobre todo los músicos ambulantes, que tocaban y tocaban en la esquina sin hablar y sin mirar, pobres que no pedían nada y bajaban la mirada si alguien se paraba. Un día, cuando ya salía solo, Geri encontró bajo los soportales a un viejo que esperaba sentado en la losa de la acera recubierta con un dibujo hecho con tizas de colores. Geri, semiescondido detrás de la pilastra, examinó un buen rato el cuadro y le pareció que era san José con la azucena. Volvió otras veces y el cuadro era siempre distinto y el viejo sentado en la franja de sol comía semillas de calabaza. Pero un día Geri llegó antes de lo normal y vio al viejo arrodillado junto a la pilastra, con la barbilla en el pecho y los brazos en cruz rezando fervorosamente. La gente hacía corro. Luego el viejo se golpeó el pecho y soltó en voz alta una cantilena de palabras que hicieron reír a todos, pero Geri no entendió. Y finalmente cogió las tizas y se puso a dibujar una crucifixión. Geri nunca vio a nadie arrojarle una moneda.

Años después, Geri hizo un amigo que se llamaba Achille, con quien vagaba por las calles unas horas después de clase, y decían luego en casa que cada uno había estado estudiando en casa del otro. Sin Achille, Geri habría corrido a lo sumo al cine más cercano, donde a cada descanso preguntaba ansiosamente la hora a algún soldado o a otro espectador. A Achille, por el contrario, le gustaba mezclarse con los transeúntes y caminar hendiendo el gentío y volviéndose a menudo a intercambiar una frase con su amigo; pero sobre todo le encantaban unas expediciones que parecía inventar sobre la marcha aunque se notaba que llevaba tiempo esperando una ocasión y conocía los parajes. Una vez era entrar en un café frecuentado por prostitutas; otra, esperar delante de la cárcel comiendo avellanas por si acaso llegaba algún delincuente esposado; otra más, asistir a la salida de las aprendizas de una gran sastrería, donde había cosa fina.

Achille, para sentirse más suelto, dejaba los libros en depósito al bedel del instituto, donde los recuperaba al día siguiente. Geri lo admiraba mucho, pero llevaba los suyos consigo, aunque por la noche ya no tuviera ninguna gana de estudiar.

Lo bueno de aquellas correrías era cuando iban por calles insólitas y a trasmano. A Geri no le agradaba el gentío: todos aquellos ojos preocupados y ansiosos, aquel ruido de pasos, aquella agitación y aquellas prisas lo perturbaban recordándole que su deber era encontrarse a esas horas sentado tranquilamente a la mesa esperando la cena. Pero le gustaba cuando regresaban por aceras silenciosas y el aire frío se oscurecía y el cielo era más límpido y de un momento a otro podía encenderse la larga hilera de farolas.

Achille había intentado ya llevar a Geri a un burdel, pero este todavía no estaba decidido. Tampoco Achille, por lo demás, había estado nunca en serio. Sabía cómo se hacía, cuánto se pagaba, cómo se contestaba a la portera, pero una vez que Geri se lo volvió a preguntar confundió nombres y detalles y resultó evidente que se los inventaba.

Pero Geri no se atrevía a echárselo en cara, porque Achille era tan franco y estaba tan convencido en todas aquellas conversaciones que dejarlo hablar era una diversión, mientras que si lo humillaba, ambos se habrían quedado a disgusto.

—Primero quiero conocer mejor a las mujeres —le contestó en cambio—. Abordemos primero a una modistilla o una hija de familia y, cuando tengamos más experiencia, iré.

Decía eso para ganar tiempo, porque Achille, una tarde que quiso abordar a una criada en un jardín, solo consiguió que lo tomaran a chacota. Geri lo observaba desde unos diez pasos de distancia, temblando de vergüenza, y experimentó una sensación de alivio cuando la chica —una morena sólida y regordeta— se rió forzadamente en las narices de Achille, que le hablaba, y se alejó recogiendo al niño. Achille la siguió un rato y Geri no le veía la cara, pero oyó una voz ronca responder irritada:

—Lárgate, estúpido.

Mientras tanto, llegaba la primavera y Geri se asombraba de no haber advertido nunca en la vida cuán hermoso era salir y mirar y respirar. No era solo el aire y el buen tiempo, porque ya en el invierno le había agradado caminar incluso entre barro o niebla, y se separaba a regañadientes de Achille en el portal de su casa o a menudo iban y venían de un portal a otro hasta la hora de cenar. Será porque este es el primer año que vivo solo y entro y salgo, pensaba mientras iba corriendo a clase con los libros bajo el brazo. Y ahora ya no haría más frío y salían también las hojas y la luz duraba hasta tarde. ¡Si Achille no se hubiera puesto a canturrear «Quisiera besarte desnuda» cuando pasaba una mujer guapa! A Geri le disgustaba que, para ser hombre, hubiera que decir esas cosas.

Geri recobró estos pensamientos una mañana que no tuvo ganas de bajar de la cama y por la ventana sin visillos caía una luz húmeda y sucia sobre todas las aristas.

Llegaba con la luz —y la puerta se estremecía— algún chirrido o voz bronca de la escalera, algún ruido sordo y algún susurro, y de un instante a otro alguien podía aporrear la puerta y restregar los pies, y esperar.

Geri volvió a ver de pronto a aquel niño vacilante clavado detrás de la puerta, un corazón que latía locamente, aguzadas las orejas en la oscuridad, igual que él estaba tenso y rígido contra la almohada.

Pero vio también al hombre adulto, solapas levantadas, ojos torvos y huesudos, parado al otro lado de la puerta, con los puños apretados en los bolsillos. Dos que se odiaban sin verse y cada cual sentía la respiración del otro.

Geri se dio la vuelta en la cama, ahogando el rostro en la almohada y alargando el oído en el vacío. Durante un instante la casa estuvo inmóvil y vaga, y un chillido lejano de la calle rasgó el enorme silencio. La tibieza del lecho mitigaba incluso el latido de las venas.

A Geri, que sentía en la nuca y las sienes el hielo de la estancia, le parecía tener el cuerpo tendido al sol y que aquel zumbido leve del silencio era el clamor de las piscinas.


En Los cuentos
Traducción: Esther Benítez