Ingeborg Bachmann - La sonrisa de la Esfinge

27 ago 2019

Ingeborg Bachmann - La sonrisa de la Esfinge

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Ingeborg Bachmann - La sonrisa de la Esfinge


En un tiempo en el que todos los gobernantes estaban amenazados —excuso decir en qué consistía la amenaza, porque las amenazas pueden tener muchas causas y, a la vez, ninguna—, el soberano del país de que se trata empezó a sufrir inquietud e insomnio. La amenaza no venía «de abajo», es decir, del pueblo, sino de arriba, de unos mandamientos y preceptos desconocidos que él creía deber cumplir.

Y cuando vinieron a poner en conocimiento del monarca que en las avenidas de palacio había aparecido una sombra, él se dijo que quizá en aquella sombra estuviera la amenaza y que, para combatirla, debía desafiarla a materializarse. Sin demora, el Rey fue en busca de la sombra cuya llegada le habían anunciado. Era una sombra tan grande que no podía abarcarse con la mirada, y se hacía difícil adivinar qué figura la proyectaba. Al principio, el soberano no distinguió sino una especie de animal monstruoso que se arrastraba lentamente por la tierra; después, allí donde se adivinaba la cabeza, creyó descubrir la faz plana y ancha de aquella criatura que, en cualquier momento, podía abrir la boca y hacer las preguntas para las que desde hacía siglos nadie había hallado respuesta, lo cual causaba la perdición: el Rey había reconocido a la singular y temible Esfinge, con la que tendría que habérselas para defender la existencia del reino y sus habitantes. De modo que, adelantándose a hablar, la desafió a desafiarlo.

—El interior de la Tierra escapa a nuestra mirada —empezó ella—. Debéis explorarlo y mostrarme todas las cosas que encierra y darme cuenta de su fuego y su dureza.

El Rey sonrió y ordenó a sus sabios y a sus obreros que atacasen el cuerpo de la Tierra, que lo abriesen, que le arrancasen sus secretos, midiéndolo todo y cifrándolo en sutilísimas fórmulas de exquisita precisión. Él personalmente siguió el curso de los trabajos, que quedaban registrados en minuciosas tablas y gruesos libros.

Llegó el día en el que el soberano pudo invitar a sus dignatarios a mostrar el fruto de su labor. La Esfinge no pudo sino reconocer que el trabajo era perfecto, impecable; pero a muchos les pareció que no se mostraba muy impresionada por los resultados. Desde luego, nadie pudo reprocharle que no se comportara con corrección.

Quienes temían que ahora se descubriera que la Esfinge no pretendía sino dar al Rey una falsa sensación de seguridad, para luego revelar la trampa que encerraba su demanda, comprobaron que su temor era injustificado. La segunda petición fue hecha en términos no menos claros y simples. El monstruo, imperturbable —por no decir desencantado—, exigió ahora que todos se aplicaran a hacer la descripción de las cosas que cubrían la superficie de la Tierra, incluidas las esferas que la circundaban. Esta vez los sabios llegaron aún más lejos con sus instrumentos. Llevaron a cabo un estudio increíblemente minucioso del universo, que abarcaba las órbitas de los planetas y los cuerpos celestes, así como las edades pretéritas y futuras de la materia, movidos por la secreta ansia de anticiparse a una tercera petición de la Esfinge.

También el Rey estaba seguro de que ya nada podía quedar por preguntar, y presentó la respuesta, confiado en el triunfo. ¿Había cerrado los párpados o estaba ciega la Esfinge? Cautelosamente, el monarca trataba de leer en su rostro.

Tanto tardaba la Esfinge en hacer la tercera pregunta que ya todos empezaban a creer que el celo que habían puesto en la respuesta a la segunda realmente les había hecho ganar aquella partida a vida o muerte. Pero entonces, observando en los labios de la Esfinge un ligero temblor, se quedaron petrificados, aunque no habrían sabido decir por qué.

—¿Qué puede haber en el interior de las gentes sobre las que reinas? —preguntó ella, y el Rey quedó pensativo. El monarca estuvo tentado de tratar de escabullirse respondiendo con una agudeza, pero se contuvo a tiempo y se retiró a deliberar. Puso a trabajar a sus hombres y se enojó con ellos, porque se dejaban intimidar por la resistencia de la población. Para el experimento, se dividió en series a los habitantes del reino, y se empezó por desnudarlos; una vez se les hubo quitado el pudor, se les obligó a hacer confesiones que sacaban a la luz las miserias de su vida y se analizaron sus pensamientos, que eran clasificados y marcados con centenares de cifras y símbolos.

No se veía el final de aquellas indagaciones, pero nadie se atrevía a decirlo, porque el Rey, a pesar del empeño que todos ponían en la labor, se paseaba por los laboratorios como si sus sabios no le merecieran confianza y estuviera ideando un método más rápido y eficaz. Esta sospecha se confirmó un día en que el monarca llamó a los sabios más eminentes y a los funcionarios más competentes y ordenó la inmediata interrupción del trabajo, y, reuniéndolos en secreto, les expuso unas ideas que no debían ser reveladas a nadie, pese a que muy pronto sus efectos alcanzarían a todos.

Poco tiempo después, los habitantes del reino fueron enviados, en grupos, a lugares en los que se habían levantado sofisticadas guillotinas, a las que eran llamados por riguroso orden para pasar de la vida a la muerte.

Las revelaciones que se obtuvieron con este procedimiento fueron tan espectaculares que superaban las expectativas del Rey, el cual, no obstante, para rematar la operación, conminó a los hombres que le habían ayudado en la organización del proceso y la instalación de las guillotinas a librarse también a las máquinas, para no poner en peligro la solución del enigma.

El Rey, sobrecogido y expectante, se presentó ante la Esfinge. Vio cómo la sombra se extendía como un manto sobre los muertos, que ahora no decían lo que hubiera que decir, porque la sombra los cubría, para protegerlos.

Jadeante, el Rey pidió a la Esfinge que se levantara para recibir su respuesta, pero ella, con un ademán, le dio a entender que ya no le interesaba; él había encontrado también la tercera respuesta, era libre, suyas eran su vida y la de su país.

Cruzó el rostro de la Esfinge una ola venida de un mar de secretos. Entonces sonrió y se alejó, y cuando el Rey pensó en todo lo ocurrido ella ya había cruzado la frontera y abandonado el reino.


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