Gianni Rodari - Uno para cada mes

26 ago 2020

Gianni Rodari - Uno para cada mes

Gianni Rodari - Uno para cada mes

  Enero: Los peces

  —Ten cuidado —le dice el pez grande al pez chico—, eso es un anzuelo. No lo muerdas.

  —¿Por qué? —pregunta el pez chico.

  —Por dos razones —responde el pez gordo—. La primera es que si lo muerdes, te pescan, te rebozan en harina y te fríen en la sartén. Después te comen, con dos hojitas de lechuga de guarnición.

  —¡Arrea! Muchas gracias. Me has salvado la vida. ¿Y la segunda razón?

  —La segunda razón —dice el pez grande— es que te quiero comer yo.

  Febrero: El número treinta y tres

  Conozco a un pequeño comerciante. No comercia con azúcar ni con café, no vende ni jabón ni ciruelas. Vende sólo el número treinta y tres.

  Es una persona honradísima, vende género de primera y jamás roba en el peso. No es de esos que dicen: «Ahí tiene su treinta y tres, señor» y en cambio a lo mejor es sólo un treinta y uno o un veintinueve.

  Los treinta y tres son todos de marca garantizada, desiguales en un cien por cien, tres decenas y tres unidades, con el acento en la penúltima sílaba.

  Pero no hace grandes negocios. No hay mucha demanda de treinta y tres. Sólo quienes deben ir al médico entran en la tiendecilla y compran uno. Pero también hay quienes compran un treinta y tres usado en Porta Portese[8]. Pero él no se queja, de todos modos. Podéis mandar a su tienda a un niño, e incluso a un gato, con la seguridad de que no los liará.

  Es un tendero honrado. En su pequeñez, es un pilar de la sociedad.

  Marzo: La tarjeta postal

  Érase una vez una tarjeta postal sin dirección. Sólo estaba escrito: «Recuerdos y besos». Y debajo la firma: «Pinuccia». Nadie podía decir si esta Pinuccia era señora o señorita, una vieja gruñona o una chavala con vaqueros. O a lo mejor una espía.

  A mucha gente le hubiera gustado quedarse al menos uno de aquellos «recuerdos» y de aquellos «besos», al menos el más pequeñito. Pero ¿cómo fiarse?

  Abril: El asedio

  El general Tuthía le dijo al gran Faraón:

  —Majestad, esa ciudad no la tomaremos ni locos con un asedio normal. Hace falta un truco.

  —Y tú, ¿lo tienes?

  —Lo tengo, sí.

  El general mandó disponer de noche mil grandes tinajas en torno a la ciudad sitiada. Dentro de cada tinaja había un soldado armado de punta en blanco. Después el ejército egipcio recogió armas y bagajes, desalojó el campo, se batió en retirada. Los sitiados corren a las murallas, no ven a los egipcios, ven las tinajas y gritan:

  —¡Qué bien! Es lo que necesitamos para la recolección de las aceitunas.

  Se necesitaron cien carros para llevar las tinajas a la ciudad. Por la noche, los soldados egipcios rompieron las tinajas, saltaron fuera, abrieron las puertas, prendieron fuego; el Faraón regresó con todas sus tropas. Moraleja: victoria total. Gran fiesta, fuegos artificiales.

Sólo el general Tuthía no se mostraba demasiado contento.

  —¿Cómo? —dijo el Faraón—, te he dado la más alta condecoración del Imperio, una pensión de primera categoría, mil caballos, uno por cada tinaja, ¿qué más quieres?

  —Nada, Majestad. Pero pienso que dentro de tres mil años, en la guerra de Troya, un general griego hará con un solo caballo lo que yo he hecho con mil tinajas. Por desgracia nosotros no conocemos aún el caballo y así ese otro se llevará toda la gloria.

  —¡Guardias! —gritó entonces el Faraón—, agarrad a este traidor y cortadle la cabeza. Él no quería la ciudad, quería la gloria. Quería un poeta que hiciera su biografía. Con pasar a la historia no le bastaba: ¡quería también pasar a la poesía! ¡Matadlo!

  Mayo: Dialoguito

  —¿Qué espera de mí la gente?

  —Que tú no esperes nada de ella.

  Junio: Las aves

  Conozco a un señor al que le gustan las aves. Todas: las de bosque, las de marisma, las de campo. Los cuervos, las aguzanieves, los colibríes. Las ánades, las fochas, los verderones, los faisanes. Las aves europeas, las aves africanas. Tiene una biblioteca entera sobre aves: tres mil volúmenes, muchos de ellos encuadernados en piel.

  Adora instruirse sobre los usos y costumbres de las aves. Aprende que las cigüeñas, cuando bajan de norte a sur, recorren la línea España-Marruecos o la otra de Turquía-Siria-Egipto, para esquivar el Mediterráneo: les da mucho miedo. No siempre el camino más corto es el más seguro.

  Hace años, lustros, decenios que mi conocido estudia las aves. Así sabe con exactitud cuándo pasan, se pone allí con su escopeta automática y ¡bang! ¡bang!, no falla una.

  Julio: La cadena

  La cadena se avergonzaba de sí misma. «Vaya —pensaba—, todos me eluden y tienen razón: la gente ama la libertad y odia las cadenas».

  Pasó por allí un hombre, agarró la cadena, subió a un árbol, ató los dos extremos a una sólida rama e hizo un columpio.

  Ahora la cadena sirve para hacer volar por los aires a los hijos de ese hombre, y está muy contenta.

  Agosto: En tren

  En el tren conozco a un señor. Conversamos agradablemente sobre esto y lo otro y también de más cosas. En cierto momento él dice:

  —¿Sabe?, yo voy a Domodossola.

  —¡Bravo! —exclamo con admiración—. Ha hecho usted un magnífico complemento de dirección o destino.

  Adopta de pronto una expresión severa, hasta un poco disgustada.

  —Mire —dice secamente—, ciertas cosas yo se las dejo hacer a los otros.

  Y en todo el resto del viaje no me dirige la palabra.

  Septiembre: Aida

  Nuestro pueblecito ha festejado ayer al señor Giovancarlo Trombetti, que en treinta años de trabajo ha grabado por sí solo y sin ayudantes la ópera Aida del maestro Giuseppe Verdi.

  Empezó cuando era casi un niño, cantando ante el micrófono de su magnetofón el papel de Aida, después el de Amneris, después el de Radamés. Uno tras otro, cantó y grabó todos los papeles. Y también los coros. Como el coro de los sacerdotes tenía que ser de treinta cantantes, lo tuvo que cantar treinta veces. Después estudió todos los instrumentos, del violín al bombo, del fagot al clarinete, de la trompeta al cuerno inglés, etcétera. Grabó las partes una a una, después las fundió en una cinta común para obtener el efecto de la orquesta.

Todo este trabajo lo ha hecho en un sótano alquilado con este fin, lejos de su domicilio. A la familia le decía que iba a hacer horas extraordinarias. Y en cambio iba a hacer Aida. Hizo los ruidos de los elefantes, los de los caballos, los aplausos al final de las arias más famosas. Para hacer el aplauso del final del primer acto, aplaudió él solo, durante un minuto, tres mil veces, porque había decidido que al espectáculo asistirían tres mil personas, de las cuales cuatrocientas dieciocho debían gritar: «¡Bravo!», ciento veintiuna: «¡Estupendo!», treinta y seis: «¡Queremos un bis!», y doce, en cambio: «¡Animales! ¡Esfumaos!».

  Y ayer, como he dicho, cuatro mil personas, agolpadas en el teatro municipal, han asistido a la primera audición de la excepcional ópera. Al final casi todos estaban de acuerdo en decir: «¡Extraordinario! ¡Parece mismamente un disco!».

  Octubre: Me vuelvo pequeño

  Es terrible volverse pequeño de este modo, entre las miradas divertidas de la familia. Para ellos es una broma, la cosa los pone de buen humor. Cuando la mesa es más alta que yo, se ponen cariñosos, tiernos, afectuosos. Mis nietecitos corren a preparar la cesta del gato: evidentemente se proponen hacerme allí la cama; me levantan del suelo con delicadeza, agarrándome del cogote, me colocan sobre el viejo cojín desteñido, llaman a amigos y parientes para disfrutar del espectáculo del abuelo en la cesta. Y cada vez me vuelvo más pequeño. Me pueden encerrar, ya, en un cajón con las servilletas, limpias o sucias. En el curso de unos meses ya no soy un padre, un abuelo, un estimado profesional, sino un chismito que se pasea por la mesa cuando la televisión no está encendida. Van por la lente de aumento para mirarme las uñas pequeñísimas. Dentro de poco bastará una caja de cerillas para contenerme. Después alguien encontrará la caja vacía y la tirará.

  Noviembre: Los periódicos

  Conozco a otro señor en el tren. Ha subido en Terontola con seis periódicos bajo el brazo. Comienza a leer.

  Lee la primera página del primer periódico, la primera página del segundo periódico, la primera página del tercer periódico, y así sucesivamente hasta el sexto.

  Después pasa a leer la segunda página del primer periódico, la segunda página del segundo periódico, la segunda página del tercer periódico, y sigue así.

  Después inicia la tercera página del primer periódico, la tercera página del segundo, con método y diligencia, tomando de vez en cuando unas notas en los puños de la camisa.

  De repente me asalta un pensamiento espantoso:

  «Si todos los periódicos tienen el mismo número de páginas, bien, pero ¿qué sucederá si un periódico tiene dieciséis páginas, otro veinticuatro, otro sólo ocho? Al ver fracasar su método, ¿qué hará este pobre señor?».

  Por suerte me bajo en Orte y no me da tiempo a asistir a la tragedia.

  Diciembre: El diccionario

  Una página del diccionario sobre la cual medito a menudo es aquella donde cohabitan silenciosamente, sin saludarse nunca ni felicitarse el año nuevo, la ortiga, la oruga, la ortografía y el orzuelo.

  La cosa me intriga bastante. Mientras me imagino a la oruga dedicada a comerse la ortiga para que el orzuelo crezca libremente, nada turba mi paz. Pero después el orzuelo se pone a enseñarle ortografía a la oruga, a la cual, siendo un bichito, le importa un bledo. En este momento pasa, por la misma página, un cura ortodoxo. ¿Por quién estará rezando? ¿Por la oruga difunta, por el orzuelo loco o por todos aquellos que sufren por culpa de la ortografía? Esta interrogación abre ante mis ojos un auténtico abismo, en el fondo del cual —o sea en el fondo de la página— ambula solitaria la palabra ortógrafo. Parece que significa: «persona que se ocupa o trata de ortografía». Pero su sonido es espantoso. Quizá sea una palabra caníbal.

En Cuentos escritos a máquina