Cuando mi padre estaba agonizando en el hospital, y parecía que el final estaba cerca, se tomó la decisión desesperada de intentar una transfusión sanguínea. Me confieso incapaz de recordar cuánto se sabía entonces acerca de la compatibilidad de los tipos de sangre, o acerca del procedimiento en sí: lo único que puedo afirmar es que a mi madre no le cupo ninguna duda de quién sería el donante.
Yo estaba presente cuando se practicó la transfusión; mis hermanos estaban en la escuela. Tendieron a mis padres en sendas camillas; a mi padre lo habían traído en una, y mi madre se tumbó en la otra.
Entonces, simplemente, conectaron ambos brazos por medio de un tubo. Mi madre contemplaba a mi padre inconsciente, y yo me centraba en su rostro fervoroso: sabía perfectamente lo que estaba pensando en esos momentos. Ahora era ella quien estaba en disposición de salvarle la vida a él, y le devolvería el favor que él le hizo años atrás, cuando la septicemia casi nos la arrebata. El esfuerzo de mi padre por conseguir aquel champán, que a la postre salvó a mi madre, lo compensaba ella al regalarle su propia sangre en un postrero esfuerzo.
De pronto, el rostro de mi padre se tiñó de un rojo crepuscular. En los labios del médico sonó un ruido despectivo, como el de una mujer que pierde una puntada mientras teje: mi padre acababa de morir.
Mi madre nunca se recobró emocionalmente. Aunque vivió treinta años más, y aunque padeció otras pérdidas amargas, jamás dejó de culparse de lo sucedido: había fracasado al intentar salvar la vida de su marido.
En La palabra heredada


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