Empieza entonces una prueba desconcertante. El autor ve que los demás se interesan en su obra, pero el interés que les merece es un interés distinto del que había hecho de ella la pura traducción de sí mismo y distinto cambia la obra, la transforma en algo en donde él no reconoce la perfección primera. Para él, la obra ha desaparecido, es la obra de los demás, la obra donde ellos están y él no está, un libro que adquiere su valor de otros libros, que es original si no se les parece, que se comprende porque es su reflejo. Ahora bien, el escritor no puede pasar por alto esta nueva etapa. Ya lo hemos visto, él sólo existe en su obra, pero la obra sólo existe cuando es esa realidad pública, extraña, hecha y deshecha por el choque de las realidades. Así, él se encuentra desde luego en la obra, pero la obra en sí desaparece. Ese momento de la vivencia es particularmente crítico. Para superarlo entran en juego interpretaciones de todo tipo. Por ejemplo, el escritor quisiera proteger la perfección de la Cosa escrita manteniéndola tan alejada como sea posible de la vida exterior. La obra, lo que él ha hecho, no es ese libro comprado, leído, triturado, exaltado o aplastado por el devenir del mundo. Pero entonces, ¿dónde comienza, dónde termina la obra?, ¿en qué momento existe?, ¿por qué hacerla pública? Si es necesario proteger en ella el esplendor del yo puro, ¿por qué hacerla pasar al exterior, realizarla en palabras que son las de todos?, ¿por qué no retirarse a una intimidad cerrada y secreta, sin producir nada fuera de un objeto vacío y un eco moribundo? Otra solución, el escritor acepta suprimirse a sí mismo: en la obra sólo cuenta el que la ha leído. El lector hace la obra; leyéndola, la crea; él es su verdadero autor, es la conciencia y la sustancia viva de la Cosa escrita; así, el autor tiene sólo una meta, escribir para ese lector y confundirse con él. Tentativa esta sin esperanza, pues el lector no quiere una obra escrita para él, sólo quiere una obra ajena, donde descubra algo desconocido, una realidad diferente, un espíritu separado que lo pueda transformar y que él pueda transformar en sí mismo. En verdad, el autor que escribe precisamente para un público no escribe: el que escribe es ese público y, por esta razón, ese público ya no puede ser lector; la lectura es solo aparente, en realidad es nula. De ahí la insignificancia de las obras hechas para ser leídas, nadie las lee. De ahí el peligro de escribir para los demás, para despertar la palabra de los demás y descubrirlos para ellos mismos: es que los demás no quieren oír su propia voz, sino la voz de otro, una voz real, profunda, incómoda como la verdad.
En De Kafka a Kafka