Cómo me gustaría escribir una novela policial que se llame La monja asesina. Habría un homicidio, la investigación correría a cargo de un perspicaz detective, el grupo de posibles culpables incluiría a la esposa del muerto, a su amante, al hijo que no sabía que era su hijo, al socio, al cuñado policía y, la menos sospechosa, una monjita que recibía donaciones de caridad del difunto. Al final se descubre que, contra toda apariencia, la asesina era la monja. Fin. El lector no lo podría creer. Se quedaría mirando la última página después de leer la última línea, con la boca abierta, atónito, perplejo, sin entender nada. Trataría de encontrar alguna respuesta en las solapas, en la contratapa, hasta en el número de ISBN del libro, algún dato sobre el autor que explique esto, y después volvería a ver la ilustración de la tapa, en la que un hábil dibujante, siguiendo mis precisas instrucciones, habría representado a la monjita vertiendo el arsénico en la taza de té, con una sonrisa malévola en el rostro ya despojado de la máscara de dulzura y sumisión con la que transitó las doscientas páginas de la novela hasta el desenlace y revelación. El lector exclamaría “¡No puede ser! ¿Será una broma?”. No se explicaría cómo la editorial pudo consentir en algo semejante. Evidentemente el autor ha hecho valer su prestigio, porque a un desconocido jamás se lo permitirían... Terminaría poniéndolo en la cuenta de mis vanguardismos.
En Continuación de ideas diversas