8 ene 2020

Mavis Gallant - Desde el Distrito Quince


Mavis Gallant - Desde el Distrito Quince


A pesar de que la epidemia de apariciones que se extendió por el Distrito Quince de nuestra ciudad el pasado verano fuera muy comentada, solo tres de ellas fueron denunciadas oficialmente a la policía.

El comandante Emery Travella, del regimiento de infantería n.º 31, de la Orden de los Leopardos, Hoja de Roble y Cruz de San Lamberto de Primera Clase, asesinado cuando desactivaba una bomba en área civil el 9 de junio de 1941, donde recibió la Medalla de Danzig (póstuma), reclama que se le aparece toda la congregación de San Miguel de Todos los Ángeles sita en Bartholomew Street. Cada año, el domingo que cae más cerca del aniversario de su muerte, el comandante Travella asiste al servicio de la sagrada comunión en Saint Michael, la iglesia desde la cual le enterraron. Se queda al fondo, cerca de la entrada, esperando a que todos los comulgantes hayan vuelto a su sitio antes de acercarse al altar. Pretende así evitar una cola mixta de vivos y muertos, pensamiento este que le desagrada. La congregación se sienta, silenciosa y expectante, esforzándose al máximo por escuchar los pasos del comandante Travella (cojea un poco de un pie). Después de recibir la comunión el comandante se va directamente, sin esperar la bendición. Desde hace unos años el comandante viene observando que el número de parroquianos se dobla cuando se aproxima el 9 de junio. Algunos de estos extraños llevan con ellos cámaras y grabadoras, otros queman incienso bajo los pebeteros y hacen oscilar amuletos y abalorios hacia la dirección en la que imaginan que él está, murmurando sandeces paganas todo el tiempo. En los sermones se introducen referencias que él sabe que están dirigidas a su persona: «Y luego se incorporó el difunto y comenzó a hablar» (Lucas 7:15), o «Y murió Job, viejo y lleno de días» (Job 42:17). El comandante señala que jamás habla, y que nunca abre la boca salvo para recibir la sagrada comunión. Vivió unos dieciséis mil sesenta días, muchos de los cuales no recuerda. El 23 de septiembre de 1914, cuando era un joven soldado raso fue amarrado a la rueda de un carro durante cinco horas por no saludar a un sargento de su misma edad. Uno de sus tobillos quedó con secuelas para siempre.

El comandante querría que la congregación le dejara en paz. La opacidad de los vivos, su coloración y su consistencia, la humedad de su piel y el polvo que se acumula en su pelo es algo repelente para un hombre con sensibilidad. Siempre tuvo la costumbre de evitar mezclarse con las multitudes de civiles. Durante seis años vivió en el bloque E de Stoneflower Gardens, sin dirigirles la palabra a sus vecinos, ni siquiera intentar recordar sus nombres. Se puede obtener declaración jurada del portero del edificio, que ahora reside en el Instituto para Víctimas de Trauma Senil del Distrito Quince.

La señora Ibrahim, de treinta y siete años, madre de doce hijos, denuncia las apariciones del doctor L. Chalmeton del hospital Regio del Distrito Siete, y de la señorita Alicia Fohrenbach, asistenta social de la oficina de Bienestar Social del Distrito Quince. Estos dos se le aparecen a la señora Ibrahim sin cesar, presentándole versiones conflictivas y desagradables de su propia muerte para que ella las certifique y dé el visto bueno.

Según la versión del doctor Chalmeton del hospital Regio, él le hizo una visita profesional a su paciente inmediatamente después de que la señora Ibrahim fuera dada de alta como caso incurable. Llegó a las cuatro y cuarto del primer lunes de abril esperando encontrar allí a la asistente social con la cual tenía una cita en firme. Encontraron a la señora Ibrahim sola, en una habitación sin ventanas cuyas paredes estaban cubiertas con un hongo blanquecino de un grosor de casi un centímetro, que se elevaba a una altura de un metro del suelo aproximadamente. El doctor Chalmeton le preguntó: «¿Dónde está la asistente social?». La señora Ibrahim le señaló la garganta, recordándole que no podía responderle. Varios niños de ojos oscuros miraron hacia el interior de la habitación y salieron corriendo. «¿Cuántos de esos son suyos?», le preguntó el médico. La señora Ibrahim indicó seis dos veces con los dedos. «¿Dónde duermen?», preguntó el médico. La señora Ibrahim le señaló el suelo. El doctor Chalmeton le dijo: «¿Cómo se gana la vida su marido?». La señora Ibrahim le señaló un banco de trabajo en el que el doctor vio varias piezas de joyería finamente trabajadas y pensó que era un desperdicio que un trabajo cualificado se malgastara en lo que parecían plásticos y metales baratos. El doctor Chalmeton acomodó a la señora Ibrahim lo mejor que pudo, explicándole que no podía administrarle ningún medicamento para aliviar el dolor hasta que la asistente social hubiera firmado un recibo por ellas. La señorita Fohrenbach llegó a las cinco en punto. Había tardado cuarenta minutos en encontrar un sitio en el que se pudiera aparcar. La calle aparentaba pobreza, pero todos los que vivían en ella tenían uno o dos coches. El doctor Chalmeton, que estaba enfadado por haber tenido que esperar, la informó de que él no podía responsabilizarse por la salud de su paciente en una habitación llena de moho. La señorita Fohrenbach replicó que el distrito no podía recolocar a una familia de catorce personas nacidas en el extranjero, cuando había una larga lista de lugareños esperando un alojamiento. La señora Ibrahim, de todos modos, ya había renunciado a su derecho a un domicilio en el Distrito Quince el día que perdió la conciencia en medio de la carretera y dejó que una ambulancia la transportara hasta un hospital del Distrito Siete. Ahora era asunto del hospital cuidar de ella. El doctor Chalmeton le señaló que el alojamiento de los pacientes no es asunto de los hospitales. De todos era conocido que los extranjeros pobres preferían amontonarse en el Distrito Quince, donde podían cantar en la calle y asistir a las bodas de unos y otros. La señorita Fohrenbach declaró que la señora Ibrahim podría haber trasladado con facilidad su cama hasta la cocina, que era más caliente y además contaba con una ventana. Cuando la señora Ibrahim muriera, sus hijos serían enviados a una casa de acogida, con lo que se eliminaría la necesidad de un piso más grande. El doctor Chalmeton recuerda cómo la señorita Fohrenbach exclamó después: «¿Y para qué viene toda esta gente aquí donde nadie los quiere?». Mientras él intentaba responder a esto la señora Ibrahim murió.

En su testimonio, la señorita Fohrenbach recuerda que tuvo que rogarle e implorarle al doctor Chalmeton para que visitara a la señora Ibrahim, que había sido dada de alta en el hospital Regio sin que le dieran medicinas, ni recetas, instrucciones o consejos. La señorita Fohrenbach había vuelto varias veces ese día de abril para ver si el médico había llegado ya. Lo primero que el doctor Chalmeton dijo al entrar en la habitación fue: «No hay manera de ayudar a esta gente. Hasta la más simple norma de higiene es imposible de seguir para ellos. Allá donde se establecen esparcen sus enfermedades y sus bichos. Ellos son los responsables de los brotes de estomatitis aftosa, de hipoxia hereditaria, de cocidioidomicosis, de artritis gonorreica, y escleroderma. Sus hábitos alimenticios son sucios. Nunca se lavan las manos. Los virus que les atacan se nutren de su suciedad. Aceptamos a la paciente contra toda regla, después de que los conductores de la ambulancia nos la dejaran tirada en el patio y se fueran sin esperar el acuse de recibo. El hospital Regio fue construido para solventar las dolencias de los becarios griegos, ahora está abarrotado de gente imposible de educar, que no sabe leer ni escribir». Sus mejillas y su frente estaban encendidas, el discurso que soltaba era incoherente y difuso. Según la asistente social, él era el epítome del viejo canalla fracasado irresponsable que el Distrito Siete emplea en sus servicios públicos. Mientras se preguntaba por los efectos que esta sarta de desva ríos habría causado en la paciente, la señorita Fohrenbach miró a la señora Ibrahim y se percató de que había muerto.

En la versión de la señora Ibrahim sobre su propia muerte la asistente social llega antes, con una bata color burdeos de seda suave y acolchada como regalo. La señorita Fohrenbach le dice que la bata forma parte de una donación de ropa para los necesitados. Los trabajadores voluntarios habían distribuido en las calles más prósperas del distrito unas bolsas de plástico grandes decoradas con una petunia, el emblema del Distrito Quince, y las palabras «Ropa limpia para los extranjeros». Unos cuantos ciudadanos guardaron las bolsas como recuerdo, pero la mayoría las habían devuelto a la oficina de Bienestar Social llenas de ropa bonita lavada, planchada y arreglada, con los botones que les faltaban repuestos. La señora Ibrahim se incorporó y se puso la bata, y la asistente social la ayudó a que se la abrochara. Después la señorita Fohrenbach cambió las sábanas y retiró la cama de la pared. Se sentó con ella y le tomo la mano entre las suyas mientras le hablaba de un nuevo piso bien iluminado con cinco habitaciones y calefacción que pronto estaría a su disposición. La señorita Fohrenbach le dijo que se habían hecho arreglos para que llevaran a los doce pequeños Ibrahim a la montaña para darles clases de invierno especiales. Allí les enseñarían historia y lengua y aprenderían a esquiar.

El médico llegó poco después. Se detuvo y habló con el señor Ibrahim, que estaba sentado en su banco de trabajo haciendo una polvera de esmeraldas. El médico le dijo: «Si me da los papeles de la Seguridad Social me encargaré del seguro médico. Eso le ahorrará un montón de problemas». El señor Ibrahim le dijo: «¿Qué es la Seguridad Social?». El médico observó la polvera y le preguntó al señor Ibrahim cuánto ganaba. El señor Ibrahim se lo dijo y el médico respondió: «Pero si eso es menos del salario mínimo». El señor Ibrahim dijo: «¿Qué es el salario mínimo?». El doctor se volvió hacia la señorita Fohrenbach diciendo: «Debemos hacer todo lo posible para que les ayuden». La señora Ibrahim murió. El señor Ibrahim, cuando comprendió que no había más que hacer, se tiró al suelo boca abajo y se puso a llorar desesperadamente. Entonces se acordó de las normas de la hospitalidad, se levantó y les dio un regalo a cada uno de sus invitados, para la señorita Fohrenbach un cinturón hecho de monedas sirias, una copia del cual estaba en el Museo de El Cairo, y para el médico una pulsera de un metal precioso con granadas en relieve, unas dieciséis granadas en total, que tenían poderes curativos.

La señora Ibrahim solicita que su informe de los hechos de aquella tarde quede registrado para la policía como la versión oficial y que se envíen copias al médico y a la asistente social con una petición cordial de silencio y paz.

La señora Carlotte Essling, nacida Holmquist, denuncia la aparición de su marido, el catedrático Augustus Essling, famoso filósofo e historiador. Cuando se casaron, la antes señorita Holmquist tenía diecisiete años. El catedrático Essling era viudo y tenía cuatro hijos. Le explicó a la señorita Holmquist por qué quería casarse de nuevo. Le dijo: «Necesito a una persona, preferiblemente de sexo femenino, de la que pueda depender absolutamente, alguien que no me traicione ni en sus pensamientos. Un pensamiento desleal revelado, una traición incluso en una fantasía, bastaría para destruirme. Saber que puedo contar con alguien me dejará libertad para continuar mi trabajo sin ansiedades ni distracciones». Su trabajo era toda una vida dedicada a analizar la obra del filósofo Nicolas de Malebranche, en honor del cual el catedrático había puesto su nombre al hijo mayor. «Si no puedo conseguir esa lealtad infalible que le he descrito puede que pronto decida no casarme en absoluto», añadió el profesor. Acababa de empezar su obra sobre Malebranche y el materialismo.

La señora Essling recuerda que a los diecisiete años esto parecía estar completamente dentro de sus posibilidades, por lo que ella le respondió algo así como: «Sí, me hago cargo», o «Le entiendo perfectamente», o «Ni media palabra más».

La señora Essling crió a los cuatro hijos de su marido, tuvo dos más con él, y murió a los treinta y dos años de matrimonio a la edad de cincuenta y tres años. Su marido se le aparece para darle pruebas de su bondad. Le dice a la gente que la señora Essling nació siendo un ángel, que vivió como un ángel y que un ángel será para toda la eternidad. A la señora Essling le gustaría que se la librara de esta carga. Eso de «ángel» es una forma de hablar muy vaga. A ella le parece sorprendente que el catedrático no pueda ser más preciso. Los ángeles son creados, no nacen. En ningún testimonio escrito se puede encontrar la más mínima prueba de que los ángeles sean buenos. Algunos de ellos son meros mensajeros, otros tienen una función paramilitar. Todos son estúpidos.

Tras su muerte, la señora Essling ha permanecido en el Distrito Quince. Dice que no puede ir a ningún sitio sin que la aborde el catedrático, que, al haber completado ya la última fase de su obra Malebranche y el misticismo, deambula por las calles mirando los escaparates, almorzando dos veces en dos restaurantes diferentes, contándole su historia a camareros y conductores de autobuses. Cuando ve a la señora Essling exclama: «¡Así que ahí estás!» y «¿Qué te han dicho que me digas?» o «¿Traes algún mensaje?». En julio, al verla en el mercado al aire libre de Dulac Street, el profesor saltó de un autobús volcando unas carretillas con ciruelas y albaricoques y se dio a la carrera enarbolando un paraguas. La señora Essling tuvo que refugiarse en la cámara de frío del mercado central, donde años antes, después de haber pedido diez kilos de grosellas y frambuesas para hacer jalea, fue invitada por el comerciante de frutas al por mayor señor Lobrano, de veintinueve años de edad, a pasar unas vacaciones con él en una ciudad del sur cuyas iglesias del barroco mediterráneo le describió con un sentido de la delicadeza excelso. La señora Essling estaba demasiado sobrecogida para responder. Confundido por su silencio, el señor Lobrano mencionó entonces una ciudad del norte en la que había una catedral gótica. La señora Essling le dijo que tales vacaciones eran imposible. El señor Lobrano le pidió que le diera una buena razón. La señora Essling estaba en ese momento embarazada de cuatro meses de su segundo hijo. Tres hijastros la estaban esperando en la calle. Un cuarto hijastro estaba en casa cuidando de su bebé. El catedrático Essling, que trabajaba en su Malebranche y el dinero, también estaba en casa esperando el almuerzo. La señora Essling se percató de que no podía darle una buena razón al señor Lobrano. Se fue de la cámara de frío sin decir palabra y no volvió a ella durante lo que le quedaba de vida.

La señora Essling querría que se la librara de la gratitud del catedrático. Haber vivido una vida ejemplar es una cosa, pero que te lo echen en cara es otra muy diferente. Le pediría a la policía que manden buscar al catedrático Essling y se lo comuniquen. Sugiere que la policía encuentre algún método para mantenerle alejado de las calles. La policía debería amenazarle, asustarle, meterle el miedo de todos los demonios en el cuerpo. La filosofía había hecho que la muerte le diera miedo. Que le recordaran cómo había evitado escribir su Malebranche y la mortalidad. Se trata de un hombre mayor. No debería serles difícil.

(1978)

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