Hinchado las pelotas a más no poder
miro por la ventana al perro del vecino que,
atado a una larga correa, ladra a la casa
bajo la lluvia torrencial. Pobre diablo, pienso,
condenado como yo a repetirse, hace
que no se da cuenta, hasta finge carácter
e imposta la voz, en un trivial intento de presentar
como romántica su patética participación.
En ¡Oh, Yo, mi efímero Dios!
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