Sin duda mi tiempo es teatral. Está lleno de chifladura, desenfreno, brillantez, inventiva; exalta tanto como deprime. Dice demasiado o demasiado poco.
Y a través de todas las instancias arriba citadas hay algo constante.
Las ideas.
Las ideas se mueven siempre.
Por primera vez en la larga y algo pestífera historia del hombre, las ideas no sólo existen en papel, como sólo existen las filosofías en los libros.
Hoy las ideas se imprimen en cianotipo, se simulan, se maquinan, electrifican, manipulan y sueltan para acelerar al hombre o para frenarlo.
Siendo todo esto cierto, qué raros la película, la novela, el cuento, el cuadro o la obra que trata el mayor problema de nuestra época, el hombre y sus herramientas fabulosas, el hombre y sus hijos mecánicos, el hombre y sus robots amorales que, extraña e inexplicablemente, lo llevan a la inmortalidad.
Pretendo antes que nada que mis obras sean espectáculo, gran diversión que estimule, provoque, aterrorice y, espero, entretenga. Creo que es importante contar bien la historia, describir bien las pasiones hasta el final. Que el residuo aparezca cuando la obra ha terminado y la multitud se va a casa. Que el público se despierte de noche y diga:
¡Ah, eso es lo que quiere decir! O al día siguiente exclame:
¡Habla de nosotros! ¡Habla de ahora! ¡De nuestro mundo, nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestras desesperaciones!
Yo no quiero ser conferenciante esnob, benefactor grandilocuente, ni reformador aburrido.
Quiero correr, gozar de la época más grande de la historia de la vida del hombre, llenarme de ella los sentidos, mirarla, tocarla, escucharla, olerla, saborearla, y espero que conmigo corran otros, persiguiendo ideas y máquinas hechas de idea y perseguidos por ellas.
Demasiadas veces, por la noche, me han parado policías que me preguntan qué hago andando por la acera.
He escrito una obra llamada «El peatón», situada en el futuro, sobre los apuros de esa clase de caminantes en las ciudades.
He presenciado innumerables sesiones de espiritismo televisivo y he visto niños de todas las edades en trance, transportados, ausentes, y he escrito «La pradera», una obra sobre un televisor que ocupa todos los muros de un cuarto, en el futuro muy próximo, y termina siendo el centro de la existencia de toda una familia atrapada.
Y he escrito una obra sobre un poeta de lo ordinario, un maestro de lo mediocre, un viejo cuya mayor proeza memorística es recordar cómo eran exactamente un Moon o un Kissel-Kar o un Buick 1925, hasta las llantas, los parabrisas, los tableros de mando y las chapas de la matrícula. Un hombre capaz de describir el color del envoltorio de cualquier caramelo que haya comprado en su vida y el paquete de cualquier cigarrillo que haya fumado.
Puestas ahora a moverse en el escenario, espero que estas obras, estas ideas, sean consideradas verdaderos productos de nuestro tiempo.
1965
En Zen en el arte de escribir
Trad. Marcelo Cohen
Minotauro, 2002