18 abr 2020

Franz Kafka - Un artista del trapecio


Franz Kafka - Un artista del trapecio


Un artista del trapecio —como es bien sabido, este arte que se practica en las alturas de los circos es uno de los más difíciles— había organizado su vida de tal manera —primero por afán profesional de superación, luego por una costumbre que se volvió tiránica— que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades —por otra parte muy escasas— eran satisfechas por empleados que se relevaban y vigilaban desde abajo. Todo lo que el artista necesitaba lo subían y bajaban en cestillos concebidos a tal efecto.

Esta forma de vida no planteaba al trapecista especiales problemas para con los demás. Sólo resultaba un poco molesto durante los otros números del programa porque, como no se podía disimular su presencia allá arriba, aunque permanecía quieto siempre algún espectador miraba hacia él. Pero los directores se lo consentían, porque era un artista único, insustituible. Además, era bien sabido que no vivía así por capricho, pues sólo de aquella manera podía estar siempre en plena forma y mantener la suma perfección de su arte.

Por otra parte, allá arriba se estaba muy bien.

Cuando en los días cálidos de verano abrían las ventanas de la cúpula y el sol y el aire penetraban en el espacio crepuscular del circo, era incluso hermoso. Sus relaciones humanas estaban muy limitadas, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de subida algún colega, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y conversaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas, o el electricista que comprobaba el tendido en la galería más alta le gritaba alguna frase admirativa, aunque poco inteligible.

Salvo en esas ocasiones, siempre estaba solo. Alguna vez un empleado que deambulaba perezosamente a la hora de la siesta por el circo vacío, alzaba los ojos hacia la fascinante altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.

El artista del trapecio hubiera podido vivir tranquilo de no ser por los inevitables viajes de una ciudad a otra, que le importunaban sobremanera. Aunque lo cierto era que el empresario se preocupaba de que estas molestias duraran lo menos posible.

El trapecista iba a la estación en un automóvil de carreras que, de madrugada, circulaba por las calles desiertas a la máxima velocidad; harto despacio, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.

En el tren habían preparado un departamento para él solo, y en el altillo de los equipajes encontraba una imitación burda pero no desdeñable de su manera de vivir.

En el lugar de destino ya estaba montado el trapecio antes de su llegada, cuando todavía no se habían ensamblado las tablas ni colocado las puertas. Para el empresario no había instante más gozoso que aquel en que el trapecista ponía el pie en la cuerda de subida y en un abrir y cerrar de ojos se encaramaba de nuevo a su trapecio.

A pesar de todas estas precauciones, los viajes alteraban gravemente los nervios del trapecista, de modo que por muy convenientes que fueran para el empresario estos traslados desde el punto de vista económico, siempre le resultaban penosos.

En cierta ocasión, mientras viajaban (el artista en el altillo, ensimismado, y el empresario recostado junto a la ventanilla, leyendo un libro), el trapecista dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, uno frente a otro.

El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si el beneplácito del empresario no tuviera más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la sola idea de que pudiera sucederle alguna vez. El empresario, observando detenidamente a su artista, mostró nuevamente plena conformidad. Dos trapecios son mejor que uno. Además, los nuevos ejercicios serían más variados y espectaculares.

Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, vivamente impresionado, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría; como no obtenía respuesta alguna, se subió al asiento, le abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras de aliento, el trapecista exclamó, sollozando:

—¿Cómo se puede vivir con sólo una barra en las manos?

Entonces ya le fue muy fácil al empresario consolarle. Le prometió que en la primera estación telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio y se reprochó duramente a sí mismo la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo con un solo trapecio. Por último, le dio las gracias por haberle hecho notar aquella omisión imperdonable. De este modo, logró el empresario tranquilizar al artista y pudo volver a su rincón.

Sin embargo, él no estaba tranquilo; seriamente preocupado, observaba a escondidas, por encima del libro, al trapecista. Si tales pensamientos habían empezado a atormentarle, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No irían intensificándose día a día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver, en medio del sueño aparentemente tranquilo en que habían terminado los sollozos, comenzar a dibujarse la primera arruga en la tersa frente infantil del artista del trapecio.


En La metamorfosis y otros relatos


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