A modo de introducción
En los terribles años de la yezhovzbina pasé diecisiete meses en las filas frente a las cárceles de Leningrado. Un día, alguien me reconoció. Entonces, una mujer de labios morados que ocupaba su lugar detrás de mí y que, por supuesto, jamás había escuchado mi nombre, pareció despertar del letargo en el que permanecíamos sumidas y me preguntó al oído (porque allí todos hablaban en voz muy baja):
—¿Y usted podría describir esto?
Yo repuse:
—Sí, puedo.
Entonces una especie de sonrisa se deslizó por lo que alguna vez había sido su rostro.
Leningrado, 1 de abril de 1957
Esto sucedió en tiempos en que sólo los muertos sonreían,
alegres por haber hallado al fin reposo,
y como un apéndice inútil, Leningrado colgaba
del portón de sus cárceles, mecido por el viento.
En tiempos en que, enloquecidos de dolor,
desfilaban al paso columnas de condenados
mientras las locomotoras lanzaban al aire
su breve canción de despedida…
Estrellas de muerte planeaban en lo alto,
y la inocente Rusia se retorcía
bajo las botas ensangrentadas,
y bajo las ruedas de los furgones celulares.
1
Te llevaron al amanecer,
fui tras de ti como quien despide un cadáver.
Lloraban los niños en la estancia oscura
y humeaba la vela bajo el icono.
No podré olvidar el frío de tus labios
y el sudor mortal en tu frente.
Como la mujer de los strelzi
aullaré a los pies del Kremlin.
1935
2
Fluye sereno el apacible Don,
entra en la casa una luna amarilla.
Entra alegre, con la gorra ladeada,
la luna, y ve una sombra.
Esta mujer padece de tristeza,
esta mujer se siente sola.
Su esposo yace en la tumba,
y su hijo está en la prisión. Recen por ella.
3
No, no soy yo, es otra la que sufre,
yo no podría sufrir tanto. Dejen
que un negro manto cubra lo ocurrido,
y que retiren las linternas…
Cae la noche.
4
Si a ti, la joven frívola y sarcástica,
la niña mimada de todos sus amigos,
la alegre pecadora del Tsárskoye Seló,
te hubieran dicho cuánto
habrías de sufrir en esta vida:
cómo, la número trescientos, esperarías
con tu hatillo a los pies de Las Cruces;
y cómo tu lágrima ardiente quemaría
de parte a parte el hielo de año nuevo…
En el patio de la cárcel se mece un álamo,
nada se escucha, ni un solo murmullo. ¿Cuántas vidas
inocentes no se estarán consumiendo allí?
5
Hace diecisiete meses que grito
llamándote a casa.
Me he arrojado a los pies del verdugo,
por ti, hijo mío, horror mío.
Todo ha perdido sus contornos,
y ya soy incapaz de distinguir
a la fiera del hombre, al hombre de la fiera,
ni sé cuántos días faltan para la ejecución.
Me encuentro sola, rodeada de flores
polvorientas, del tintinear del incensario,
y de huellas que no conducen a ninguna parte.
Mientras me mira fijamente a los ojos
anunciándome la próxima muerte,
una estrella inmensa.
6
Ligeras vuelan las semanas,
y aún no sé cómo pudo ocurrir,
cómo, hijo mío, en la cárcel
las blancas noches te miraban,
como hoy vuelven a mirarte
con ojos de halcón afiebrado;
mientras te hablan de tu alta cruz
y de la muerte.
1939
7
La sentencia
Y cayó la palabra de piedra
sobre mi pecho, aún con vida.
No es nada, siempre supe que así sería,
sabré enfrentarlo de la mejor manera.
Son muchas las cosas que aún debo hacer:
acabar de matar la memoria,
procurar que mi alma se vuelva de piedra,
y aprender de nuevo a vivir.
Y si no… El cálido susurro del verano
semeja una fiesta bajo mi ventana.
Hace tiempo ya lo había presentido:
este diáfano día y esta casa vacía.
Verano de 1939
8
A la muerte
Ya sé que vendrás, ¿por qué mejor no ahora?
Espero tu llegada mientras llora mi alma.
Apagué la luz y abrí de par en par la puerta
para que pudieras entrar, tú, tan simple y tan extraña.
Asume para esto el aspecto que quieras,
irrumpe como un proyectil envenenado,
o golpea silenciosa, como un bandido experto,
o mátame con el veneno del delirante tifus.
O llega con ese cuento, que tú misma inventaste
y que ya todos conocemos hasta la náusea —
en ese que descubro la gorra azul del gendarme
y detrás al conserje, pálido de muerte.
Hoy ya me da igual. Sobre el Yenisei se arremolina
la niebla. Fulgura imponente la estrella polar.
Y el más cruel de los espantos nubla
el brillo azul de los ojos que amo.
Casa de la Fontanka, 19 de agosto de 1932.
En Réquiem y otros escritos
José Manuel Prieto González
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