16 dic 2023

Yannis Ritsos - Sonata Claro de luna

Yannis Ritsos - Sonata Claro de luna

Versión: Isaías Garde*

Un anochecer de primavera. Una habitación amplia en una casa vieja. Una mujer de cierta edad, vestida de negro, habla con un hombre joven. No han encendido las luces. A través de las dos ventanas el claro de luna resplandece implacable. Olvidé mencionar que la Mujer de Negro ha publicado dos o tres interesantes libros de poemas de tono religioso. Entonces, la Mujer de Negro está hablando con el hombre joven:

Déjame ir contigo. ¡Qué luna la de esta noche!
La luna es amable -no delata
que mi pelo se ha vuelto blanco. La luna
volverá mi pelo en oro otra vez. No notarás las canas.
Déjame ir contigo.

Cuando hay luna, se estiran las sombras
en la casa,
manos invisibles corren las cortinas,
un dedo fantasmal escribe palabras olvidadas
sobre el polvo del piano -no quiero oírlas. Calla.

Déjame ir contigo
un breve trecho, hasta el muro de la fábrica de ladrillos,
hasta el punto donde el camino dobla y aparece la ciudad,
concreta y aérea, blanqueada por el claro de luna,
tan indiferente e insustancial
tan positiva -como la metafísica-
que terminas creyendo que existes y no existes,
que nunca exististe, que el tiempo con sus estragos
nunca existió.
Déjame ir contigo.

Nos sentaremos un rato en la colina, sobre el muro bajo,
mientras la brisa de primavera sopla alrededor
tal vez hasta imaginemos que estamos volando,
porque, a veces, y sobre todo ahora, escucho el susurro de mis ropas
como el sonido de dos alas poderosas que se abren y se cierran,
y cuando te envuelves en el sonido de ese vuelo
sientes la red apretada de tu garganta, de tus costillas, de tu carne,
y así, entre los músculos del aire celeste,
entre los nervios fuertes de los cielos,
da igual si vas o vuelves
da igual si vas o vuelves
y da igual que mi pelo se haya vuelto blanco
(eso no me apena - lo que me apena
es que mi corazón no se vuelva blanco).
Déjame ir contigo.

Ya sé que cada uno viaja solo hacia el amor,
solo hacia la fe y hacia la muerte.
Ya lo sé. Ya lo probé. No sirve de nada.
Déjame ir contigo.

La casa está embrujada, se aprovecha de mí-
lo que quiero decir es que ha envejecido mucho, los clavos se aflojan,
los retratos se desprenden como si se arrojaran al vacío,
el yeso cae sin ruido,
como el sombrero de un muerto cae del perchero en el pasillo oscuro,
como el guante gastado cae de la rodilla del silencio
o como el rayo de luna cae sobre el viejo sillón destripado.

Alguna vez fue joven -no el retrato que estás mirando con incredulidad-,
me refiero al sillón, tan confortable, podías sentarte en él durante horas
con los ojos cerrados y soñar lo que se te ocurriera:
una playa de arena suave, húmeda, brillando al claro de luna,
brillando más que mis viejos zapatos de charol que llevo cada mes
a la zapatería de la esquina,
o la vela de una barca de pesca que desciende hasta el fondo sacudida por su propia respiración,
una vela triangular como un pañuelo doblado al medio que no tuviera nada encerrar o atesorar,
ninguna razón para agitarse en una despedida. Siempre me apasionaron los pañuelos,
no para guardar algo anudado en ellos,
ni semillas, ni flores de manzanilla recogidas en los campos al ocaso,
no para atarlos con cuatro nudos como las gorras de los albañiles de la obra de enfrente,
ni para frotarme los ojos, mi vista se ha conservado bien,
nunca he llevado anteojos. Un capricho inocente, los pañuelos.

Ahora los doblo en cuatro, en ocho, en dieciséis
para mantener mis dedos ocupados. Me acuerdo
que así era como contaba la música cuando iba al Odeón,
con delantal azul y cuello blanco, con dos trenzas rubias
-8, 16, 32, 64-
de la mano de mi amiga, duraznito, toda luz y recogiendo flores
(disculpa estas digresiones, una mala costumbre) -32, 64- y mi familia depositaba
grandes ilusiones en mi talento musical. Pero te estaba hablando acerca del sillón -destripado- los resortes oxidados y el relleno a la vista-
Pensé en mandarlo a la mueblería de al lado,
¿pero de dónde saco el tiempo, y el dinero y la disposición - y qué arreglar primero?
Pensé en cubrirlo con una sábana -tuve miedo
de la sábana con tanta luz de luna. En él se sentaron personas
que soñaban grandes sueños, como tú y como yo,
y que ahora descansan bajo tierra y ya no se preocupan por la lluvia o la luna.
Déjame ir contigo.

Nos detendremos un rato en lo alto de los escalones de mármol de San Nicolás
y después bajarás y yo me volveré,
sintiendo a mi izquierda la calidez de un roce casual de tu chaqueta
y también algunos recuadros de luz de las pequeñas ventanas del barrio
y esa pura niebla blanca de la luna, como una grandiosa procesión de cisnes de plata-
y no me asustará esa revelación, porque en otros tiempos,
en tantas noches de primavera hablé con Dios, que se me aparecía
revestido con la bruma y la gloria de una luna como esta-
y tantos muchachos, tal vez más apuestos que tú, sacrifiqué por Él.

Y yo me disolvía, tan blanca, tan inaccesible entre mi llama blanca, en la blancura del claro de luna,
abrasada por las miradas intensas de los hombres y los titubeantes arrebatos de los jóvenes,
asediada por los espléndidos cuerpos bronceados,
sus miembros ejercitados en la piscina, con los remos, en las pistas, en el fútbol (yo fingía no verlos),
frentes, labios y gargantas, rodillas, dedos y ojos,
torsos y brazos y muslos (y de verdad que yo no los veía)
-sabes, a veces, cuando estás extasiado, olvidas qué es lo que te extasió,
el solo éxtasis basta-
Dios mío, qué miradas tan brillantes, y yo me elevaba hacia una apoteosis de estrellas denegadas
porque así, asediada desde afuera y desde adentro,
no me quedaba otro camino que subir o bajar. -No, eso no es suficiente.
Déjame ir contigo.

Ya sé que es demasiado tarde. Déjame,
porque durante tantos años -días, noches y rojos
mediodías- he estado sola,
inflexible, sola e inmaculada,
aun en mi lecho matrimonial, inmaculada y sola,
componiendo poemas gloriosos en las rodillas de Dios,
poemas que, estoy segura, perdurarán como grabados en mármol intachable
más allá de mi vida y de tu vida, mucho más allá. Y eso no es suficiente.
Déjame ir contigo.

Esta casa ya no me soporta.
No puedo seguir cargándola sobre mi espalda.
Hay que estar atento, siempre, muy atento
para sostener la pared con el aparador,
para sostener la mesa con las sillas,
para sostener las sillas con las manos,
para sostener la viga con los hombros.
Y el piano, como un féretro negro, cerrado. No te atreves a abrirlo.
Hay que ser cuidadoso, muy cuidadoso, para que todo eso no se venga abajo,
para no venirse abajo uno mismo. Ya no lo soporto.
Déjame ir contigo.

Esta casa, a despecho de todos sus muertos, no tiene intención de morir.
Insiste en vivir con sus muertos,
en vivir de sus muertos,
en vivir de la certeza de su muerte
y en seguir siendo, las camas y los estantes podridos, una casa para los muertos
Déjame ir contigo.

Aquí, por más que camine en silencio a través de la bruma del anochecer,
ya en zapatillas, ya descalza,
se escucha siempre algún ruido: un cristal que se agrieta, o un espejo,
unos pasos -no los míos.
Afuera, en la calle, tal vez no se escuchen esos pasos-
el arrepentimiento, así dicen, usa zapatos de madera-
y si miras en este o en otro espejo,
detrás del polvo y de las rajaduras,
puedes distinguir -oscurecida y muy fragmentada- tu cara,
tu cara, a la que durante toda tu vida trataste de mantener limpia y entera.

El borde de la copa brilla a la luz de la luna,
parece una navaja circular -¿cómo podría acercarla hasta mis labios?
por sedienta que esté -¿cómo podría acercarla? ¿Ves?
Todavía estoy de humor para las comparaciones -esto, al menos, lo conservo,
me tranquiliza saber que mi ingenio no está fallando.
Déjame ir contigo.

A veces, al caer la noche, tengo la sensación
de que, más allá de la ventana, pasa el domador con su vieja y pesada osa,
cuyo pelaje está cubierto de quemaduras y desgarros,
levantando el polvo en las calles del barrio,
una desolada nube de polvo, incienso del crepúsculo,
y los niños han entrado a las casas a comer y no se les permite volver a salir,
aunque adivinan, detrás de las paredes, que está pasando la vieja osa-
y la osa cansada camina en la sabiduría de su soledad, sin saber por qué ni para qué-
se ha vuelto pesada, ya no puede bailar sobre sus patas traseras,
ya no lleva su gorro de encaje para divertir a los niños, a los vagos, a los inoportunos,
y todo lo que desea es tenderse en el suelo
y dejar que le pisoteen el vientre, jugar así su último juego,
mostrando su espantoso poder de resignación,
su indiferencia ante el interés de los otros, a las argollas en sus labios,
a la compulsión de sus dientes,
su indiferencia ante el sufrimiento y ante la vida
aliada segura de la muerte -incluso una muerte lenta-
su indiferencia final ante la muerte en la continuidad y el conocimiento de la vida,
trascendiendo su esclavitud con conocimiento y con acción.

Pero, ¿quién puede jugar este juego hasta el fin?
Y la osa se vuelve a levantar y camina
obediente a su correa, a sus argollas, a sus dientes,
sonriendo con labios desgarrados ante las monedas
que le arrojan los hermosos niños inocentes
(hermosos justamente porque son inocentes)
y dando las gracias. Porque los osos viejos
solo pueden decir una cosa: gracias, gracias.
Déjame ir contigo.

Esta casa me ahoga. Sobre todo la cocina:
es como el fondo del mar. Las enseres colgados relucen
como ojos enormes y redondos de peces improbables,
los platos ondulan, lentos, como medusas,
algas y caracolas se enredan en mi pelo y ya no puedo desprenderlas-
no puedo volver a la superficie-
la bandeja se me cae de las manos en silencio-
me hundo y veo las burbujas de mi respiración, que suben y suben,
las miro intentando distraerme
y me pregunto qué diría alguien que, por casualidad, estuviese arriba viendo las burbujas,
tal vez pensaría que alguien se está ahogando o que se trata de un buzo explorando lo profundo.

Y, de hecho, no pocas veces he descubierto allí, en lo más profundo del hundimiento,
corales y perlas y tesoros de barcos naufragados,
hallazgos sorpresivos del pasado, del presente y del porvenir,
casi una confirmación de la eternidad,
un cierto alivio, una cierta sonrisa de inmortalidad, como quien dice,
una felicidad, una intoxicación, hasta una inspiración,
corales y perlas y zafiros;
sólo que no sé cómo ofrendarlos -pero los ofrendo;
sólo que no sé si alguien podrá recibirlos -aún así, los ofrendo.
Déjame ir contigo.

Un momento, mientras me pongo un abrigo.
Debo ser cuidadosa, este clima es tan cambiante.
Es húmedo por la noche y ¿no te parece, honestamente, que la luna
intensifica el frío?
Deja que te abroche la camisa -qué fuerte es tu pecho
-Qué fuerte la luna -el sillón, quiero decir- y cada vez que levanto la taza de la mesa,
queda debajo un hueco de silencio, enseguida lo cubro con la mano
para no ver a través de él -vuelvo a poner la tasa en su lugar;
y la luna es un hueco en el cráneo del mundo -no mires a través de él,
hay ahí una fuerza magnética que te atrae -no mires, ninguno de ustedes mire,
escucha lo que te digo -caerás en él. Ese vértigo, hermoso, etéreo -caerás en él-
el pozo de mármol de la luna,
sombras que se agitan y alas mudas, voces misteriosas -¿también las escuchas?

Profunda, profunda la caída,
arduo, arduo el ascenso,
la estatua aérea enredada en sus alas abiertas,
profunda, profunda la inexorable benevolencia del silencio-
luces trémulas en la otra orilla, mientras te balanceas en tu propia ola,
la respiración del océano. Hermoso, etéreo
este vértigo -ten cuidado, no caigas. No me mires,
mi lugar es este vaivén -este vértigo espléndido.
Y así cada anochecer
siento un leve dolor de cabeza, algún mareo.

Suelo ir hasta la farmacia de enfrente a comprar aspirinas,
pero a veces estoy tan cansada que me quedo acá con mi dolor de cabeza
escuchando los sonidos vacíos que hacen las cañerías,
o tomo café y, distraída como siempre,
preparo dos tazas -¿quién va a tomar la otra?
Es en verdad gracioso, la dejo en la ventana para que se enfríe,
a veces me tomo las dos, mirando el globo verde brillante de la farmacia
que me parece la luz verde de un tren que viene a llevarme lejos,
con mis pañuelos, con mis zapatos desvencijados, con mi bolso negro, con mis poemas,
pero sin valijas -¿para qué las querría?
Déjame ir contigo.

Oh ¿te vas? Buenas noches. No, no quiero ir. Buenas noches.
Saldré sola, dentro de un rato. Gracias. Porque, al final, tendré que salir
de esta casa destruida.
Tendré que dar un vistazo a la ciudad -no, no a la luna-
la ciudad de manos encallecidas, la ciudad del trabajo cotidiano,
la ciudad que jura por el pan y por el puño,
la ciudad que nos carga en su espalda
con nuestras mezquindades, pecados y odios,
nuestra ambición, nuestra ignorancia y nuestra decrepitud.
Necesito escuchar los grandes pasos de la ciudad,
y dejar de escuchar tus pasos,
los de Dios y los míos. Buenas noches.

La habitación se oscurece, una nube debe de haber cubierto la luna. De repente, como si alguien hubiese encendido la radio en el bar de al lado, se escucha una frase musical muy familiar. Entonces me doy cuenta de que la sonata Claro de luna -solo el primer movimiento- ha estado sonando muy suavemente durante toda la escena. El hombre joven estará andando ahora colina abajo, con una sonrisa irónica o tal vez de simpatía en sus labios finamente cincelados y con un sentimiento de liberación. Justo al llegar a San Nicolás, antes de bajar por los escalones de mármol, se reirá -una risa fuerte e incontrolable-. Su risa no sonará para nada indecorosa bajo la luna. Tal vez lo único indecoroso sea que no haya nada indecoroso. Pronto, el hombre joven hará silencio, se pondrá serio y dirá: "La decadencia de una era". Entonces, completamente calmado, volverá a desabrocharse la camisa y seguirá su camino. En cuanto a la mujer de negro, no sé si al final salió de la casa. La luna está brillando otra vez. En los rincones del cuarto las sombras se intensifican en una pena intolerable, casi una furia, no tanto por la vida sino por la confesión inútil. ¿Escuchan? La radio sigue sonando…

Atenas, Junio de 1956

*Sobre la versión al inglés de Peter Green y Beverly Bardsley


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