Se abre la verja del jardín
con esa presteza incondicional de las páginas
que una frecuente devoción manosea
y adentro mis miradas
no han menester fijarse en la casa
que ya está cabalmente en mi recuerdo.
Conozco las costumbres y las almas
y ese dialecto de alusiones y giros
que toda agrupación humana va urdiendo.
No necesito hablar
ni mentir privilegios;
bien me conocen cuantos aquí me rodean,
bien saben mis congojas y mi flaqueza.
Eso es alcanzar lo más alto,
lo que tal vez hemos de conseguir en el cielo:
no admiraciones ni victorias
sino sencillamente ser admitidos
como parte de una Realidad innegable,
como las piedras y los árboles.
En Fervor de Buenos Aires, 1923
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