Robert Walser es uno de los más importantes escritores en lengua alemana del siglo XX; un escritor fundamental, tanto por las cuatro novelas que se conservan (mi favorita es la tercera, escrita en 1908, Jakob von Gunten) como por su prosa breve, en la cual la musicalidad y la caída libre de su escritura están menos obstruidas por la trama. Todo el que pretenda presentar a Walser a un público pendiente de su descubrimiento tiene a su disposición todo un arsenal de espléndidas comparaciones. Un Paul Klee en prosa; tan delicado, tan astuto, tan obsesionado. Un cruce entre Stevie Smith y Beckett: un Beckett jovial, dulce. Y, a medida que el presente de la literatura inevitablemente rehace su pretérito, no podemos evitar sino tener a Walser por el eslabón perdido entre Kleist y Kafka, que lo admiraba profundamente. (En aquel tiempo era más probable que Kafka fuera visto a través del prisma de Walser. Robert Musil, otro admirador entre sus contemporáneos, después de leer a Kafka dictaminó que era «un caso peculiar del tipo Walser»). Gozo de una ráfaga de placer semejante en la prosa breve y en primera persona de Walser a la del Leopardi de los diálogos y pasos, esa triunfal forma de prosa breve del gran escritor. Y la diversidad de climas mentales en los cuentos y apuntes de Walser, su elegancia y su extensión impredecible me recuerdan las formas libres en primera persona que abundan en la literatura clásica japonesa: el libro de la almohada, el diario poético, las «ocurrencias de un ocioso». Pero todo verdadero amante de Walser querrá desechar la red de comparaciones que se puede arrojar sobre su obra.
Tanto en la prosa larga como en la corta, Walser es un miniaturista que promulga las reivindicaciones de lo antiheroico, lo limitado, lo humilde, lo pequeño; como si respondiera a su punzante sentimiento por lo interminable. La vida de Walser ilustra la agitación de una clase de temperamento depresivo; padecía la depresiva fascinación por el estancamiento y por el modo como el tiempo se dilata, se consume, y pasó buena parte de su vida convirtiendo obsesivamente el tiempo en espacio: sus paseos. Su obra juega con la consternada visión deprimente de lo interminable: todo es la voz; cavilaciones, conversaciones, divagaciones, añadiduras. Lo importante se redime como una especie de lo no importante, la sabiduría es una suerte de tímida, animosa locuacidad.
El fondo moral del arte de Walser es su rechazo al poder, a la dominación. Soy común —es decir, nadie—, afirma el personaje característico de Walser. En «Días de flores» (1911) evoca la raza de «la gente extraña, que carece de carácter», que no quiere hacer nada. El «yo» recurrente de la prosa de Walser es el opuesto al del egotista: es el de alguien que «se ahoga en la obediencia». Se conoce la repugnancia que Walser sentía por el éxito; el prodigioso espectro del fracaso que fue su vida. En «Kienast» (1917), Walser describe «a un hombre que nada quería tener que ver con nada». Este no hacedor era, por supuesto, un orgulloso escritor de producción formidable que ocultaba obras, buena parte escritas en su pasmosa microescritura, sin pausa. Lo que dice Walser sobre la inacción, la renuncia al esfuerzo, la naturalidad, es un programa, antirromántico en efecto, de la actividad del artista. En «Una pequeña excursión» (1914) observa: «No necesitamos ver nada fuera de lo común. Ya vemos demasiado».
Walser a menudo escribe, desde el punto de vista de una víctima, sobre la imaginación visionaria romántica. «Kleist en Thun» (1913), un autorretrato y un recorrido autorizado por el paisaje mental del genio romántico condenado al suicidio, describe el precipicio al borde del cual vivía Walser. El último párrafo, con sus modulaciones extremadas, sella la crónica de una ruina mental tan magnífica como ninguna otra que yo conozca en la literatura. Pero la mayor parte de sus cuentos y esbozos traen la conciencia de vuelta del precipicio. Sólo está gozando de «su momento de amable y cortés diversión», Walser nos tranquiliza, en «Nervioso» (1916), hablando en primera persona. «Quejas, quejas, hay que tenerlas, y hay que tener el valor de vivir con ellas. Es la mejor manera de vivir. Nadie debería tener miedo a un poco de extravagancia». El más largo de los cuentos, «El paseo» (1917), identifica la caminata con una movilidad lírica y el desprendimiento del temperamento, con sus «raptos de libertad»: la oscuridad sólo llega al final. El arte de Walser asume la depresión y el terror, a fin de aceptarlos (casi siempre); ironizarlos, aligerarlos. Se trata de jubilosos y sombríos soliloquios sobre la relación con la gravedad, en ambos sentidos, física y caracteriológica: escritura antigravitacional, que loa el movimiento y la mudanza, la ingravidez; retratos de la conciencia de paseo por el mundo, saboreando su «bocado de vida», radiante en su desesperación.
En las ficciones de Walser siempre estamos (como en buena parte del arte moderno) en el seno de una mente, pero este universo —y esta desesperación— es todo menos solipsista. Está lleno de compasión: conciencia de la criaturidad de la vida, de la hermandad de la tristeza. «¿En qué clase de personas estoy pensando?», se pregunta la voz de Walser en «Una suerte de habla» (1925). «¿En mí, en ti, en todas nuestras pequeñas tiranías teatrales, en las libertades que no lo son, en las no libertades que no se toman en serio, en estos destructores que nunca dejan pasar la ocasión de bromear, en la gente que está desolada?». Los signos de interrogación que enmarcan la respuesta son una típica cortesía de Walser. Sus virtudes son las del arte más maduro, más civilizado. Es en verdad un escritor maravilloso, desgarrador.
1994
En Cuestión de énfasis