1
Grande es la potencia del genio aunque esté contenido en la carne de un heridor, soldado, esclavo, contable, aventurero y preso; en un Miguel poeta andante y cortesano necesitado.
Así pudo engañarnos la sombra consistente de Don Quijote. Hemos creído que su vida era un engaño y que él fue el traicionado por los hombres comedores de carne, por los tiempos debilitados y por los libros imposibles. Su vida fue verdaderamente engañosa, pero el engañador, el ficticio, fue él, y los traicionados, hasta ahora, hemos sido nosotros.
Miguel hace de todo para ponernos delante – marioneta larguirucha armada de hierro viejo y de obsesión – un Don Quijote enloquecido por las malas lecturas, un Don Quijote engrandecido por su sabiduría discursiva y más aún por su demencia imitadora; un Don Quijote al que los nacidos después han podido adorar, mística víctima de un cristianismo puro, armado y burlado, lleno de odio por la vida universal y eterna de los paganos bautizados, para los que la regla es verdad; la pereza, sabiduría; la comodidad, bondad; el pan y la pitanza, única esencia reconocible de los días. Todo heterodoxo de la ley vulgar se ha tenido por caballero y ha sentido sobre sus propias espaldas los palos que dieron con él en tierra. En aquella serena sabiduría antigua, en aquel vano amor por el bien, vieron casi un reflejo de Sócrates, que tuvo que morir por voluntad de los hombres, porque era mejor que todos los hombres.
Don Quijote era un mártir a medias: no le habían quitado la vida, pero igual había tenido que sufrir aflicciones, bofetadas, traiciones y desprecios. Finalmente, el innoble Sansón había conseguido, con alevosía, apagarle el alma y sólo se había salvado para volver a la cordura, o sea, para volver a la imbecilidad del mundo y morir en su cama más magro que antes.
Ahora bien: todo eso no fue sino uno de tantos “suaves engaños” que el arte, rival de la Naturaleza, nos deparó en estos últimos trescientos años. También Don Quijote nos traicionaba, y ha sido culpa nuestra si no lo hemos visto antes. También Don Quijote, como todos los seres creados por Dios o por el Genio y que toca, al menos por un punto, lo Absoluto, tiene un secreto; y ese secreto, a mí, leal suyo, por tantas velas de armas en mi quijotesca juventud, se me ha aparecido finalmente claro.
Don Quijote no está loco. No es un loco natural e involuntario. Pertenece a la especie vulgar de los Brutos y de los Hamlets. Se finge loco. Su docta locura es simulada y fabricada. Se crea un estilo de extravagancia para escapar de las muertas costumbres de Argamasilla. Inventa aventuras y dificultades sin temor, porque sabe que él es su promotor, porque se tiene siempre presente y está preparado para echar el freno y dar media vuelta. Por eso no es ni trágico ni desesperado. Toda su aventura es una diversión preparada. Puede mostrarse sereno porque sólo él conoce el fondo del juego, y en su alma no hay sitio para verdaderas angustias.
Don Quijote no actúa en serio.
2
Para ver bien ese misterio tan doloroso es necesario desembarazarse del libro.
El propio Cervantes, y todos los que han venido después de él, decía que quería destruir el germen de los libros de caballería, pero esto no hay que creerlo. Este es uno de tantos trucos literarios a que tuvo que recurrir el Manco, como, por ejemplo, el de los manuscritos de Cide Hamete Benengeli. El espíritu equilibrado y, en suma, culto, que fue Cervantes, ni siquiera podía imaginar una finalidad de este tipo. El mismo libro lo desmiente. Ante todo, en el Don Quijote no hay tan sólo la sátira de los libros de caballería, sino de todos los géneros literarios sin excepción. Ya con parodias, ya con ironías, o con juicios discretos, se condena toda la literatura contemporánea en sus aspectos más populares: poema, pastoral, teatro.
La máxima acusación de Cervantes contra los libros de caballería es la inverosimilitud. Extraordinaria acusación de quien comenzó con las inverosimilitudes pastorales de la Galatea y llenó el mismo Don Quijote de inverosímiles aventuras trágicas y silvestres; de quien, entre la primera y la segunda parte del Don Quijote, compuso un drama caballeresco y terminó su vida después de haber rehecho, en los Trabajos de Persiles y Segismunda, las intrincadas y marinas inverosimilitudes de las narraciones fantásticas del bajo helenismo.
Cervantes, hombre de buen gusto y de fantasía, sabía, como todo el mundo sabe, que toda obra de arte es, por naturaleza, inverosímil, como son inverosímiles todas las acciones y las obras que emergen de la capa de agua del pantano inútil, donde cada uno se imagina vivir.
Cervantes, en el mismo Don Quijote, salva y defiende más de un libro de caballería y no arroja al fuego, con justicia de artista competente, sino aquellos que no están justificados por la belleza de la expresión y la imaginación.
Cervantes no podía, poniendo como realidad de parangón la España del seiscientos, pretender juzgar como falsedades inverosímiles los poemas paladinos de Armórica y de Ardena nacidos entre los siglos X y XII. Tanto más cuanto que la discordancia entre las maravillas caballerescas y lo cotidiano nos parece más fuerte a nosotros de lo que en realidad era en La Mancha del siglo XVI. Casi todas las grotescas jiras campestres de Don Quijote serían imposibles hoy día, en nuestras tierras ordenadas, y a la primera salida los policías y los alienistas hubieran detenido al caballero de Rocinante y no le hubieran sido posibles a éste ni el encuentro con los molinos ni con el Vizcaíno.
Además, este contraste total entre los sueños quijotescos y la vida ordinaria no existe en la novela; ya en la primera parte, Don Quijote encuentra cómplices, en el Ventero y en el Cura, que se prestan a sus fantasías por su gusto; y en la segunda parte, los Duques, el Bachiller y los barceloneses no hacen sino adaptarse ellos mismos y las cosas al capricho del hidalgo, de modo que éste pudiera creer que era verdaderamente lo que decía ser. Pensaban que era su payaso y resultaban ser ellos los servidores de sus payasadas.
Pero esto importa poco. Aun refiriéndose al país y al tiempo, hay demasiada inverosimilitud en la historia del manchego para que resulte fácil persuadirse de que Cervantes quisiera verdaderamente acabar con el absurdo novelesco en nombre de un realismo suyo que, a fin de cuentas, es ocasional y parcial. Quien crea esto, ni siquiera ha llegado a entender la letra, y no hay esperanza de conseguir que admita la probabilidad de otros sentidos.
Igualmente imbéciles son los que van buscando – o ven de manera cierta – un concepto de la vida y del mundo en la obra cervantina. Tipo de estos profundos errores producidos por un deseo de vana profundidad es la ya vieja leyenda de que el Don Quijote es una edición rehecha y simbólica del tema medieval de la oposición entre el alma y el cuerpo. El dueño descarnado sería el Espíritu, el ideal, siempre contradicho por el servidor obeso, que es la carne y la inmunda realidad. Todas las demás explicaciones místicas del Don Quijote se reducen a ésta: Don Quijote, asceta, santo y loco; sus compañeros, astutos, filisteos y mundanos.
La manera más segura de falsear el Quijote es suponer que hay en él una filosofía. Cada uno puede tomar las criaturas del libro y adaptarlas a los símbolos que más le agraden; incluso de las más abstractas palabras. Pero en este caso es el libro el que presta sus nombres al fantaseador especulativo y no éste quien sirve al libro, iluminándolo. En cambio, lo que hemos de hacer, es esforzarnos por ver lo que don Quijote es por sí mismo y no tomarlo como un farol vacío donde se puede meter la candela que se quiera para dar luz a los extraviados.
Incluso aceptando el Don Quijote trivial de la letra, no se consigue verle como quisieran los místicos. Don Quijote no es puro y desinteresado, como sería necesario para constituirle en la suprema encarnación del idealismo: no es aquel cristiano altruista que tantos pintan. Quiere deshacer los entuertos y defender a los débiles, porque ésta es la tradición consignada en las gestas de los caballeros. Es un imitador que tiene delante una galería de modelos: si Amadís hubiera sido distinto, despiadado e infiel, también él hubiera sido distinto. Es vanidoso y soberbio; piensa constantemente en la gloria terrenal, aspira a bienes materiales y es capaz de inventarse cosas. Tampoco se puede poner a Sancho como representante del sentido común y de la materia. Sancho es más creyente que Don Quijote. Don Quijote cree (o finge creer) en los antiguos caballeros; pero Sancho cree en Don Quijote, lo que es una fe más difícil. Sancho encuentra en la creciente veneración por su dueño un ideal terreno inmensamente alejado de sus bienes seguros: tiene un sueño, y cuando llega a realizarlo en la ínsula, demuestra estar más enamorado de la justicia que de la riqueza. En el fondo, el único loco verdadero del libro es Sancho, y cualquier antítesis del acostumbrado género metafísico entre él y el Caballero resulta, por esta evidencia, imposible. (“Soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo” II, X, V.183)
3
La sustancia del libro – si hemos de decir cuatro palabras sobre ella antes de volver al héroe engañoso – es muy otra. No se puede tomar en bloque; y para nosotros, la parte más viva es seguramente un tercio de la obra. El Don Quijote es una miscelánea fácilmente separable. Encontramos en él:
Poesías burlescas o madrigalescas.
Novelas trágicas, patéticas y románticas.
Crítica literaria (recensiones y juicios sobre géneros y obras: narrativa, poemas, pastorales. A veces los juicios están expresados en forma de parodias)
Silva de varias lecciones (parrafadas retóricas sobre temas usuales: la edad de oro, la pobreza, el buen gobierno, el matrimonio, la superioridad de las armas o de las letras, etc. Repertorio de lugares comunes medievales y humanísticos)
Toda esta broza que adorna e hincha el libro se reduce a la historia de dos vagabundos; que es un viaje. Este esquema del viaje liga el Don Quijote a los libros de la Humanidad. Los libros más profundos y a la vez más populares son los libros de viajes: La Odisea, La Eneida, La Divina Comedia, y luego, Gulliver, Robinsón, Simbad, Las cartas persas, Fausto, Las almas muertas. Porque todo gran libro es un tímido anticipo del juicio final y, para juzgar a todas las clases de hombres, no hay mejor forma que el viaje. Viaje: diversidad, posibilidad. Mil veces se ha representado al hombre como peregrino: un peregrino que tiene la culpa por alforjas y la muerte por meta.
4
En este cuadro móvil del juicio total de los hombres – cabreros y religiosos, arrieros y duques, labriegos y caballeros, posaderos y enamorados, bandidos y bachilleres – hay un viejo con su secreto: un caso de psicología, una estafa en acción. Pero este viejo no es tan listo como para no dejarse descubrir. Algunas veces se traiciona. Las bazas principales de su juego aparecen en sus palabras; la trama de su falso velo sale, a relámpagos, a plena luz.
Don Quijote es el hombre cansado de lo usual.
Igual que a los escépticos, al fin de su carrera, le desasosiega la vida casera de pobre digno entre sus mujeres y el cura. Le pesa toda su vida cerrada de provinciano que ha encontrado escasos desahogos en la casa y en la lectura. Quiere proporcionarse un poco de diversión. La caballería aprendida en las grandes novelas le ofrece la senda colorida de una mascarada sin riesgos. Hombre de letras y de experiencia, comprende que, sin el trampolín de la ficción, no podrá cambiar de punta a cabo su existencia. Sólo la locura se le ofrece como camino inofensivo de liberación.
Un poco en serio y un poco para armar ruido, se vuelve loco. Locura noble y literaria, como él, y que no mancha su fe católica, y es más, adquiere el aspecto de una milicia evangélica, sin salir de los límites de una indispensable imitación.
Si Don Quijote fuera el cristiano puro y sincero que se imaginan los ingenuos, no tendría necesidad de ese disfraz caballeresco. Podría dedicarse a Dios y al Pobre (otro nombre de Dios) sin celada y sin lanza. Humilde como los sacrificados, podría, sin salir de Argamasilla, darse a quien sufre, remediar las injusticias, llenar el corazón de los simples de palabras resucitantes. En lugar de imitar a los caballeros andantes, podría imitar a los santos salvadores. Otros lo han hecho antes que él: tomaron un modelo y, en su imitación, consiguieron ser grandes e infelices. San Francisco, que se propuso imitar a Jesús, y quiso imitarle hasta en las llagas de las manos y de los pies, es un Don Quijote más verdadero. Cola di Rienzo, que se calienta el alma al leer los hechos de los romanos y sueña con ser cónsul de una nueva república, es otro Don Quijote; más desventurado, pero más auténtico. Otros muchos grandes hombres como estos se han exaltado ante los ejemplos del pasado y han dejado ejemplos de fuerza para siempre; brillantes, aunque derrotados.
Pero Don Quijote es más modesto y diletante. Un artista, un charlatán, con algo sincero dentro: veleidades de guerrero, de aventurero, de benefactor. Pero todo a flor de piel, sólo para dar tono a sus discursos y proporcionar una justificación a su salida.
Vista de cerca, su locura es un pretexto bien ideado para correr mundo y meterse en varios líos, diversos y remediables. También hay un poco de masoquismo espiritual y corporal: el confuso deseo de encontrarse en medio de desastres, pero sin consecuencias graves. Su misma máscara de noble paladín le protege de exponerse demasiado; no puede combatir con villanos y, sin embargo, desde el primer día sabe que casi siempre, por fuerza, tendrá que habérselas con villanos.
Don Quijote quiere parecer loco porque le conviene. Si no le tuvieran por loco, no podría darse buena vida, vagar al aire libre y exponerse a las corrientes de lo imprevisto. Sufriría sanciones inmediatas, no tendría excusas ante los que encuentra, ni, como con frecuencia le sucede, útiles complicidades para sus diversiones.
Todo esto explica por qué la locura de Don Quijote no nos parece nunca ni grave ni trágica. Si fuera locura seria y verdadera, cada vez, a cada revés, a cada golpe de cabeza contra la dura realidad, habría una reacción, un dolor, un desgarramiento. En cambio, cada vez que los hechos o los hombres le convencen de que se ha equivocado, Don Quijote permanece tranquilo. Enseguida se desengaña, se resigna, vuelve a situarse en lo ordinario sin lamentarse demasiado. A veces, él mismo se ríe del fingido error; en otros casos tiene siempre dispuesta la simple escapatoria de los encantadores que le persiguen, buena patraña para Sancho que al principio la cree, y luego termina por servirse de ella, volviéndola contra su dueño, cuando le obliga a ver en las labradoras montadas en borricos a otras tantas princesas montadas en buenas jacas.
Toda vuelta de Don Quijote a la verdad se produce sin amargura. Un loco serio, un héroe convencido, sentiría angustia y desazón ante tantos mentís de la materia. Sufriría mil muertes al verse tan obstinadamente contradicho. Pero Don Quijote, que es muy listo y embrolla a conocidos y desconocidos, no se entristece, no sufre. Acepta con naturalidad las derrotas y sólo se lamenta de las costillas rotas y de los desmayos, inconvenientes inevitables, calderilla con la que se paga los gastos de su insólito pasatiempo. Don Quijote es capaz de reír. Bromea de Sancho y de sí mismo. Tiene el espíritu libre, suelto. Conoce la última palabra de la maquinación agradable y no consigue fingir hasta el dolor inimitable. Hace reír porque él mismo no sabe llorar.
5
No es una calumnia. Quien quiera las pruebas de esta verdad, hasta ahora escondida, no debe hacer otra cosa que releer todo el libro con espíritu desconfiado.
En el Don Quijote hay un centro que los comentaristas, extraviados por las bestialidades corrientes, no han visto, y que da la clave de todo. Este centro es la locura fingida de Sierra Morena. Todo el mundo recuerda el episodio. Llegado al medio de los desolados pedregales de la montaña, Don quijote anuncia a Sancho que se hará el loco hasta su regreso, en honor y gloria de Dulcinea. El listo se descubre al simple; engarza una locura confesada en la más amplia locura simulada.
Comienza por declarar su método – la imitación – pero imitación calculada, es decir, ni demasiado fatigosa ni demasiado peligrosa: “Quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente Don Roldán...” Pero con juicio: Orlando era demasiado furioso. “Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán... parte por parte, en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo, como mejor pudiere, en las que me pareciere ser más esenciales” Y termina con la conciencia de su lúcido propósito: “Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta” Añade “Si la respuesta es buena, yo dejaré de hacer el loco; si es adversa, me volveré loco de verdad, y ya no sentiré el dolor que me proporcionaría” No se podría desear un reconocimiento más explícito del secreto de Don Quijote; sabe que no es loco, pero quiere hacer cosas de loco, y estas locuras no serán otra cosa que imitaciones de locuras famosas. Lo que en este pasaje confiesa, por algo queridamente loco, sobrepuesto a la locura ordinaria, es, en todos los demás casos no confesados, su regla.
En estas mismas páginas se encuentra también su teoría, una de las más profundas del libro, de volverse loco sin causa ni razón. A Sancho, que le pregunta por qué quiere hacer tanta penitencia si Dulcinea no ha hecho nada que lo justifique, Don Quijote responde: “Ahí está el punto, y ésa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias; el toque está en desatinar sin ocasión...”
Las pruebas de esta postura suya de loco voluntario y sin causa verdadera se encuentran a cada paso. Don Quijote tiene conciencia de las transformaciones que deben sufrir las cosas reales para adaptarse a la comedia que representa. Sabe perfectamente, por ejemplo, quién es Dulcinea (“Bástame a mí pensar y creer que la buena Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta” I, XXV) pero no quiere detenerse en aquella gorda y sudada pueblerina que ha escogido, por refinada ironía, como mujer de sus pensamientos; y explica a Sancho que, no pudiendo existir en la Naturaleza mujer perfecta, ha escogido a la última de todas para mejor demostrar la potencia de su voluntaria fantasía deformadora y reformadora: “Píntola en mi imaginación como la deseo”. Cuando Sancho le cuenta su visita a la amada, él la traduce punto por punto a su lenguaje, aun sabiendo que Sancho describe la verdad tal como la ha visto. Y más tarde, al alba, cuando las campesinas aparecen en el camino y Sancho quiere hacerle creer que se trata de Dulcinea y de sus doncellas, Don Quijote no quiere aceptar la alucinación, porque le viene impuesta por otro, por un inferior, sino que ve a las mujeres tal como son, y, para no descubrirse, recurre a la acostumbrada historia de los encantadores que le transforman los objetos ante los ojos. Pero luego acaba por admitir que Dulcinea es una persona fantástica e imaginaria, cosa que un auténtico loco nunca podría reconocer.
(Dice Don Quijote: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo” II, XXXII. Nótese con que delicadeza irónica Don Quijote evita responder, dando a entender que es mejor no buscar; él sabía por qué.)
Por otra parte, en otros casos, Don Quijote confiesa haberse equivocado, admite las alucinaciones y tiene conciencia del engaño en que dice haber caído. Pero cuando le conviene, ve las cosas como todo el mundo y ya la posada no le parece castillo, sino verdadera posada, y reconoce que el yelmo de Mambrino es una bacía de barbero, pero que eso parece a los otros para que a nadie entren ganas de robárselo. Su principio – que debía enseñar la fisura de su ficción y al mismo tiempo encierra el único principio efectivamente idealista de todo el libro – es que los objetos, por sí mismos, no son ni de esa manera ni de otra, sino como los hombres diversos saben y pueden verlos diversamente. Su sistema podría definirse como una “voluntad de creer” anticipada tres siglos sobre las teorías pragmáticas, a menos que no esté con un retraso de veinte siglos sobre las teorías de Protágoras.
Esto explica, finalmente, la visible y cotidiana sabiduría de Don Quijote. Todo el mundo se maravilla del buen sentido de sus discursos cuando no tocan asuntos caballerescos; todo el mundo le llama y le considera un “cuerdo loco” o un “loco cuerdo” Y al final, él mismo proclama, sincero otra vez, que no es loco. ¿Y acaso no confiesa, sin parecerlo, haber inventado de raíz la maravillosa fantasmagoría de la gruta de Montesinos?
Desde que sale del mundo subterráneo, Sancho mismo duda de su veracidad, y Don Quijote, en casa del Duque, hace un cínico pacto con su escudero: “Cree en mi historia de Montesinos y yo creeré en tu historia del cielo” II, XXV. Pero la invención descarada queda desde entonces manifiesta, y la confesión implícita no es otra cosa que una confirmación superflua.
Don Quijote no ha sabido regirse en la simulación perfecta y estos fallos de su comedia procuran un doble esfuerzo a nuestro descubrimiento: Don Quijote no tomaba tan en serio su juego como para jugarlo demasiado cerrado. Don Quijote es un loco fingido que se traiciona en la alegría. Su tranquilidad, su astucia, declaran contra él; en su vida no hay drama. No puede haber drama donde no hay seriedad. Don Quijote bromea, pero los locos verdaderos no bromean.
6
La profundidad de Don Quijote –porque hay algo profundo en este Burlador de la Mancha – está en otras cosas.
Los procedimientos de Don Quijote – deformación y simbolismo – son los mismos del arte moderno, y tienen un significado que trasciende los superficiales contrastes vistos hasta ahora en esa grotesca epopeya.
La deformación voluntaria de las cosas tiene su principio en el idealismo arbitrario, y hoy día se la reconoce como característica de toda creación. Ver lo que se quiere ver, representar solamente lo que se escoge y lo que se escoge cambiarlo, exagerarlo, empequeñecerlo, según las necesidades internas de la obra, que es creación, y por esto, acto permanente de voluntad. En ese sentido, Don Quijote es un artista; artista en la vida, por cuanto de origen literario, pero verdadero artista moderno.
Es, en fin, un simbolista, y un simbolista satírico. Sus errores voluntarios obedecen a un plan preestablecido y están coordinados por un juicio sarcástico sobre la vida de los hombres. Hay que tomar a la letra sus atribuciones, aparentemente falsas y locas, como el descubrimiento de una asociación invisible, necesaria conclusión a que llega su escepticismo. Consideremos los más notorios de entre estos fingidos errores de visión: las ovejas, para él, son soldados; los venteros, caballeros; las bacías, yelmos; las prostitutas, doncellas; las mozas de mesón, señoras enamoradas; las campesinas, Beatrices; los galeotes, esclavos inocentes.
Estas sustituciones que Don Quijote atribuye maliciosamente a su locura, para no comprometerse, no son casuales, sino que descubren, en el hidalgo, una conciencia crítica y sin prejuicios del mundo. En realidad, según él, los soldados son ovejas que se llevan al matadero; los castillos de los señores, hosterías disfrazadas, donde es preciso pagar la hospitalidad con la servidumbre; los gigantes son molinos que viven de viento y de latrocinio, imaginaciones para el hurto; las vírgenes que se encuentran en la sociedad son prostitutas de incógnito, más viciosas que las otras, que se entregan por hambre; las mozas de mesón son más dignas de ser abrazadas que muchas señoras; una campesina ignorante, pero pura y no maleada, puede ser la castísima inspiradora de un genio que sepa verla; y los condenados que se encuentran por los caminos encadenados pueden ser más inocentes que los esbirros que los llevan a las galeras.
Estas identificaciones, queridas y pensadas, entre seres que para la mayoría son distintos y están alejados entre sí, nos permiten entrever lo que Don Quijote pensaba de los hombres. Había reflexionado en la soledad y, por fin, los había conocido: como todos los que saben, por último, de qué especie de semejantes estamos rodeados, no le quedó otra elección que odiarlos o divertirse a su costa. Prefirió, héroe flaco, reír y burlarse. E imaginó ser caballero para que los demás, creyendo que se reían de él, le sirvieran de diversión; su ficción fue su venganza sobre la vida. Venganza conseguida porque ha permanecido oculta hasta nosotros. Pero Don Quijote había nacido para ser hermano mío hasta lo último; primero según la letra; ahora, según el espíritu. Él y yo nos entendemos.
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