Pero ¿no habré cometido una sorprendente omisión? He hablado de poetas y poemas, sin decir ni una palabra sobre la poesía como tal. Sin embargo, cabe advertir que, para Aristóteles, Horacio, Tasso, Sidney y, quizá, Boileau, todas las cuestiones que hemos abordado hubiesen podido figurar de pleno derecho —si algún tipo de consideración merecieran— en un tratado «Sobre la poesía». Conviene recordar que nuestro análisis ha girado alrededor de la comparación entre la buena y la mala lectura. Lamentablemente, esta cuestión puede tratarse sin necesidad de mencionar en ningún momento a la poesía, pues los malos lectores no suelen frecuentarla. Las mujeres, sobre todo las mujeres de cierta edad, pueden ponernos, de vez en cuando, en situaciones incómodas recitándonos versos de Ella Wheeler Wilcox o de Patience Strong. El tipo de poesía que prefieren es siempre gnómico; por tanto, se trata de auténticos comentarios sobre la vida. Los usan como sus abuelas usaron, quizá, los proverbios o los textos bíblicos. En ello no entran demasiado sus sentimientos ni creo que desempeñe papel alguno su imaginación. Son apenas los pocos restos de agua o de barro que han quedado en el cauce seco por el que antaño discurrían las baladas, los versos infantiles y las coplas tradicionales. Pero ahora el caudal es tan exiguo que apenas si vale la pena mencionarlo en un estudio como éste. En general, los malos lectores no se interesan por la poesía.
Y entre los buenos cada vez son más los que también se apartan de ella. Salvo los poetas, los críticos profesionales o los profesores de literatura, hay pocas personas que lean poesía moderna.
Todos estos hechos son expresión de un mismo fenómeno. A medida que se desarrollan, las artes se van separando más y más. En una época, el canto, la poesía y la danza formaban parte de un único dromenon. Al separarse unas de otras, esas artes se fueron convirtiendo en lo que son hoy. Este proceso supuso grandes pérdidas y también grandes ganancias. Y lo mismo ha sucedido dentro del ámbito específico de la literatura. La poesía se ha ido diferenciando cada vez más de la prosa.
Esto puede parecer paradójico si pensamos sobre todo en el lenguaje que utilizan los poetas. Desde los tiempos de Wordsworth el vocabulario y la sintaxis que solían permitirse en poesía han sido atacados hasta desaparecer por completo. En este sentido, puede decirse que la poesía está más cerca que nunca de la prosa. Pero se trata de una aproximación superficial y el próximo soplo de la moda puede volver a separarlas. Aunque el poeta moderno no use, como Pope, e'er en lugar de ever ni oft en lugar de often, ni llame ninfa a una muchacha, sus obras difieren mucho más de la prosa que la poesía de ese autor. La historia de El rizo robado, incluidas las sílfides, podría haberse contado —si bien no con tanta perfección— en prosa. Lo que expresa la Odisea o la Divina Comedia podría expresarse —si bien no con tanto primor— sin recurrir a la poesía. La mayoría de las virtudes que Aristóteles exige de la tragedia pueden encontrarse en una obra escrita en prosa. A pesar de las muchas diferencias de lenguaje, la poesía y la prosa transmitían unos contenidos parcial o casi totalmente idénticos. En cambio, la poesía moderna, si algo «dice», si, además de «ser», aspira a «significar», dice algo que la prosa no podría decir en modo alguno. Para leer la poesía de antaño había que aprender un lenguaje un poco diferente; para leer a los poetas modernos tenemos que derribar nuestras estructuras mentales y renunciar a todas las asociaciones lógicas y narrativas que utilizamos cuando leemos textos en prosa o cuando conversamos. Debemos alcanzar una especie de estado de trance en el que las imágenes, las correspondencias y los sonidos se combinan de una manera totalmente distinta. Así, casi ha desaparecido todo punto de contacto entre la poesía y cualquier otro uso del lenguaje. En este sentido, la poesía es hoy mucho más quintaesencialmente poética que en cualquier otra época. Es «más pura», en la acepción negativa del término. No sólo hace (como toda buena poesía) lo que la prosa es incapaz de hacer, sino que evita deliberadamente hacer cualquier cosa que ésta pueda hacer. Lamentablemente, aunque de forma inevitable, este proceso es paralelo a una disminución constante del número de sus lectores. Algunos han achacado este resultado a los poetas, otros al público. Por mi parte, no estoy seguro de que haya que culpar a nadie. Cuanto más refinado y perfecto se vuelve un instrumento para el desempeño de determinada función, es natural que menos sean las personas que necesiten, o sepan, utilizarlo. Cualquiera utiliza cuchillos corrientes, pero sólo unos pocos utilizan escalpelos. Éstos son más adecuados para practicar operaciones, pero sólo sirven para eso. La poesía se limita cada vez más a hacer lo que sólo ella puede hacer, pero resulta que es algo que a no mucha gente le interesa que se haga. Y, desde luego, aunque le interesara, tampoco sería capaz de recibirlo. La poesía moderna es demasiado difícil para la mayoría de la gente. Es inútil quejarse; una poesía tan pura como ésta tiene que ser difícil. Pero tampoco los poetas deben quejarse de que no se les lea. Si el arte de leer poesía requiere un talento casi tan excelso como el arte de escribirla, sus lectores no pueden ser mucho más numerosos que los poetas. Si alguien compone una pieza para violín que sólo uno de cada mil intérpretes es capaz de tocar, es inútil que se queje de que su audición sea infrecuente. Esta comparación con la música es cada vez más oportuna. Dado el carácter de la poesía moderna, los cognoscenti que la explican pueden leer una misma obra de maneras extremadamente distintas. Ya no podemos considerar que, de todas esas lecturas, sólo una es «correcta», ni que todas son «incorrectas». Es evidente que el poema es como una partitura y las lecturas como otras tantas interpretaciones de ella. Pueden admitirse diferentes versiones de una misma obra. Lo importante no es cuál es la «correcta» sino cuál es la mejor. Quienes explican la poesía se parecen más a los directores de una orquesta que a las personas que acuden a escucharla.
Muchos se empeñan en confiar en que esta situación sea pasajera. Algunos, a quienes no les gusta la poesía moderna, esperan que desaparezca pronto, asfixiada en el vacío de su propia pureza, para dejar paso a un tipo de poesía más afín a las pasiones e intereses que constituyen la experiencia de los legos. Otros, en cambio, esperan que, a través de la «cultura», los legos puedan «elevarse» hasta el nivel de la poesía, de modo que, sin dejar de ser lo que es, ésta pueda volver a tener un público bastante amplio. Por mi parte, no puedo dejar de pensar en una tercera posibilidad.
Impulsadas por la necesidad práctica, las antiguas ciudades-estado desarrollaron notablemente el arte de hablar de forma audible y persuasiva a grandes asambleas reunidas en lugares abiertos. Era la retórica. Que pasó a formar parte de su educación. Algunos siglos más tarde cambiaron las condiciones y ya no hubo en qué aplicar ese arte. Sin embargo, siguió figurando entre las disciplinas que se estudiaban. Y tardó más de mil años en desaparecer. No es imposible que la poesía, tal como la practican los modernos, tenga un destino similar. La explicación de la poesía ya se ha convertido en una disciplina muy afianzada en las escuelas y universidades. Existe un propósito expreso de reservarle esa posición en el currículo académico y de hacer de su dominio una condición indispensable para optar a cualquier trabajo de oficina —con lo cual tanto los poetas como sus exégetas se asegurarían un público permanente (ya que reclutado por obligación). Puede que se consiga. Quizá de esta manera, sin volver a recuperar su perdida influencia sobre «los intereses y los sentimientos» de la mayoría de los hombres, la poesía logre reinar durante un milenio, como alimento para un ejercicio explicativo que los profesores considerarán una disciplina sin igual y digna de las mayores alabanzas, y los alumnos aceptarán como un inevitable moyen de porvenir.
Pero esto es mera especulación. Por el momento, en el mapa de la lectura, el área de la poesía se ha encogido, ha dejado de ser el gran imperio de antaño para convertirse en una provincia diminuta; una provincia que, a medida que se va volviendo más pequeña y va insistiendo más y más en su diferencia respecto del resto de las regiones, precisamente en virtud de esta combinación entre pequeñez y peculiaridad, cada vez se parece más a una «reserva» que a una provincia. Una región que, no simpliáter, pero sí a los efectos de cierto tipo muy amplio de generalizaciones geográficas, resulta obviable. En ella no podemos analizar la diferencia entre los buenos y los malos lectores, porque allí sólo existen los primeros.
Sin embargo, ya hemos visto que a veces los buenos lectores incurren en lo que considero defectos de lectura, y que, incluso, a veces se trata de formas más sutiles del mismo tipo de errores que cometen los malos lectores. Esos defectos también pueden manifestarse cuando leen poemas.
A veces, «usan» la poesía en lugar de «recibirla». Pero, a diferencia de los malos lectores, saben muy bien lo que hacen, y están en condiciones de justificarlo. «¿Por qué razón», preguntan, «tendría que apartarme de una experiencia real y presente —lo que el poema significa para mí, lo que me sucede cuando lo leo— para indagar sobre las intenciones del poeta o reconstruir, haciendo siempre conjeturas, lo que el poema pudo significar para la gente de su época?» Pregunta que parece tener dos posibles respuestas. Una consiste en señalar que el poema que tengo en mi cabeza, producto de mis malas traducciones de Chaucer o de mis malas interpretaciones de Donne, es probablemente muy inferior al que compusieron Chaucer o Donne. En segundo lugar, ¿por qué no disfrutar con los dos? Una vez que he disfrutado con mi elaboración personal del poema, ¿por qué no volver al texto para detenerme en las palabras difíciles, reconocer las alusiones y percatarme de que ciertos detalles rítmicos con los que me deleité la primera vez se debían a la feliz coincidencia de determinados errores de pronunciación? En lugar de elegir entre disfrutar con mi «propio» poema o con el que escribió el poeta, ¿por qué no ver si puedo deleitarme con ambos? Quizá sea un hombre de genio y considere, incluso, sin falsas modestias, que el mío es el mejor. Pero para descubrirlo es necesario que antes haya conocido los dos. A menudo vale la pena quedarse con ambos. ¿Acaso no seguimos disfrutando con ciertos efectos que suscitaba en nosotros la lectura equivocada de determinados pasajes de algún poeta clásico o extranjero? Ahora sabemos más. Abrigamos la esperanza de que el objeto de nuestro deleite se parezca más a lo que Virgilio o Ronsard quisieron darnos. Es como cuando volvemos a algún sitio hermoso que conocimos de niños. Apreciamos el paisaje con nuestros ojos de adultos, pero también revivimos el placer —a menudo muy diferente— que nos produjo cuando éramos pequeños.
Desde luego, nunca podemos superar los límites de nuestra propia piel. Por más que nos esforcemos, nuestra experiencia de las obras literarias siempre llevará alguna impronta de nuestros rasgos personales y de los propios de nuestra época. Tampoco podemos ver nunca las cosas exactamente como las ven los demás, aunque se trate de los seres que mejor conocemos y más amamos. Sin embargo, podemos hacer algún progreso en esa dirección. Al menos podemos eliminar los errores de perspectiva más evidentes. La literatura nos ayuda a mejorar nuestra comprensión de las personas, y éstas nos ayudan a mejorar nuestra comprensión de la literatura. Si no podemos escapar del calabozo, al menos podemos mirar a través de los barrotes. Mejor eso que permanecer en el rincón más oscuro, echados sobre el jergón.
Sin embargo, puede haber poemas (poemas modernos) que, de hecho, requieran el tipo de lectura que he calificado de incorrecta. Quizá sus palabras sólo estén destinadas a ser mera materia prima para lo que la sensibilidad del lector quiera hacer con ella; quizá el poeta no haya deseado que hubiese algo en común entre las diferentes experiencias de los lectores, ni entre esas experiencias y la suya propia. En tal caso, es indudable que éste sería el tipo adecuado de lectura. Podemos quejarnos de que un cuadro con cristal esté colocado en un sitio donde sólo nos permite ver el reflejo de nuestra propia imagen; pero no hay nada que lamentar si, en lugar de un cuadro, se trata de un espejo.
Decimos que el mal lector no presta suficiente atención a las palabras. En general, cuando el buen lector lee un texto poético nunca se observa ese fallo. Por el contrario, su atención se concentra en las palabras y en sus diferentes aspectos. Sin embargo, a veces he comprobado que el aspecto auditivo no se valora como es debido. No creo que sea por culpa de un descuido, sino por una actitud deliberada. En cierta ocasión oí decir lo siguiente a un profesor del Departamento de Lengua Inglesa de cierta universidad: «En la poesía puede haber muchas cosas importantes, pero no el sonido». Quizá sólo se tratase de una broma. Sin embargo, en las ocasiones que tuve de examinar a candidatos a títulos universitarios descubrí que una sorprendente cantidad de ellos, sin duda dotados de excelente formación literaria en lo que a otros aspectos se refería, revelaban, por los errores que cometían al citar textos poéticos, que su conocimiento del aspecto métrico era nulo. ¿A qué puede deberse tan sorprendente situación? Se me ocurren dos posibles causas. En ciertas escuelas a los niños se les enseña a escribir los poemas que han aprendido para recitar, no respetando los versos, sino en función de las «unidades discursivas». Lo que se pretende con ello es corregir el hábito del «sonsonete». Creo que esta actitud de los maestros revela una gran falta de perspicacia. Si los niños llegan a convertirse alguna vez en verdaderos aficionados a la poesía, el hábito del «sonsonete» se corregirá por sí solo; si no, el asunto carece de importancia. En la niñez, el sonsonete no constituye un defecto. Se trata, sencillamente, de la primera manifestación de la sensibilidad rítmica; por rudimentaria que sea, no hay que considerarla un mal síntoma, sino todo lo contrario. Esa regularidad metronómica, ese balanceo del cuerpo según la cadencia del mero ritmo poético, es la base a partir de la cual podrán desarrollarse todas las variaciones y sutilezas ulteriores. Porque sólo hay variaciones para quienes conocen la norma, y sólo hay sutilezas para quienes conocen lo elemental. En segundo lugar, puede que nuestros jóvenes hayan conocido demasiado pronto el vers libre. Cuando éste tiene auténtico valor poético, sus efectos sonoros son extremadamente sutiles, y su apreciación exige oídos muy habituados a percibir la cadencia de la poesía métrica. En mi opinión, se engañan quienes creen que pueden recibir el vers libre sin antes haberse familiarizado con la poesía métrica. Es como tratar de correr antes de saber andar. Sin embargo, cuando se trata efectivamente de correr, el que se cae se lastima, y el supuesto corredor descubre así su equivocación. En cambio, el lector que se engaña a sí mismo puede caerse y, sin embargo, seguir creyendo que corre. El resultado es que, probablemente, nunca aprenderá a andar y, por tanto, tampoco a correr.
En La experiencia de leer