Esta rama demasiado olvidada de la antropología, la antropofagia, no se muere; la antropofagia no ha muerto. Hay, como se sabe, dos formas de practicar la antropofagia: comer seres humanos o ser comido por ellos. Hay también dos maneras de probar que uno ha sido comido. Por el momento sólo examinaremos una: si La Patrie del 17 de febrero no ha disimulado la verdad, la misión antropofágica enviada por el diario a Nueva Guinea habría logrado un éxito total, tanto que ninguno de sus miembros habría regresado, excepción hecha, como corresponde, de dos o tres especímenes que los caníbales tienen la costumbre de dejar con vida para encargarles trasmitir sus saludos a la Sociedad de Geografía. Antes de la llegada de la misión de antropofagia, es verosímil pensar que, entre los papúes, esta ciencia se hallaba en pañales: le faltaban los primeros elementos, los materiales, nos atreveríamos a decir. En efecto, los salvajes no se comen entre ellos. Más aún, se desprende de varios ensayos de nuestros valerosos exploradores militares en África que las razas de color no son comestibles. No debe extrañarnos pues el recibimiento solícito que los caníbales dieron a los blancos. Sería un grave error, sin embargo, no ver en la carnicería de la misión europea más que una baja glotonería y un puro interés culinario. Este hecho, a nuestro entender, pone de manifiesto uno de los más nobles impulsos del espíritu humano: su propensión a asimilar todo aquello que encuentra bueno. Constituye una vieja tradición, en la mayor parte de los pueblos guerreros, devorar tal o cual parte del cuerpo de los prisioneros, en la suposición de que encierra diversas virtudes: la bondad, la valentía, la buena vista, la perspicacia, etc. El nombre de la reina Pomaré significa «comeojo». Esta costumbre ha sido algo abandonada cuando se empezó a creer en localizaciones menos simples. Pero se la vuelve a encontrar en los sacramentos de varias religiones basadas en la teofagia. Cuando los papúes devoran exploradores de raza blanca entienden practicar una comunión con su civilización. Si algunas vagas concupiscencias sensuales se han mezclado en el cumplimiento del rito es porque las sugirió el propio jefe de la misión antropofágica, el Sr. Henri Rouyer. Se ha observado que habla insistentemente, en su relato, de su amigo «el buen gordo Sr. de Vriés». Los papúes, a menos que se los suponga excesivamente ininteligentes, lo han interpretado de esta manera: bueno, es decir, bueno para comer; gordo, es decir, habrá para todo el mundo. Es difícil que no se hicieran del Sr. de Vriés la idea de una reserva de alimento vivo prevista para los exploradores. ¿Cómo éstos hubieran dicho que era bueno si no hubieran apreciado su calidad y la cantidad de su corpulencia? Por otra parte, está demostrado, para cualquiera que haya leído relatos de viajes, que los exploradores sólo sueñan con comidas. El Sr. Rouyer confiesa que ciertos días de hambre «abastecían sus estómagos con orugas, gusanos, langostas, hembras de termitas…, insectos de una especie aún rara para la ciencia». Esta búsqueda de insectos raros ha debido parecer a los indígenas un refinamiento de glotonería; en cuanto a las cajas de colecciones, era imposible que no las tomaran por extraordinarias conservas reclamadas por estómagos pervertidos, tal como nos imaginamos nosotros, hombres civilizados, el estómago de los antropófagos. Fuatar, jefe de los papúes, propuso al Sr. Rouyer el cambio de dos prisioneros de guerra por el Sr. de Vriés y el boy Aripan. El Sr. Rouyer rechazó esta oferta horrorizado… Pero se apodera clandestinamente de los dos prisioneros de guerra. No vemos ninguna diferencia entre esta actitud y la del ratero que rechazara, no menos horrorizado, la invitación a pagar una cierta suma por la adquisición de una o varias piernas de carnero, pero que hurtara, ausente el carnicero, esos miembros comestibles. El Sr. Rouyer ha tomado dos prisioneros. ¿Qué ha hecho el Sr. Fuatar, jefe de los papúes, al estipular el precio de la liberación del boy y del Sr. de Vriés sino establecer el monto legítimo de su factura? Hay, decíamos al comienzo, una segunda manera, para una misión antropofágica, de no volver, y este método es el más rápido y más seguro: que la misión no parta
En Costumbres de los ahogados