3 mar 2020

Pascal Quignard - Historia de los caballos


Pascal Quignard - Historia de los caballos


Antiguamente los caballos eran libres. Galopaban por la tierra sin que los hombres los desearan, los encerraran, los reunieran en los desfiles, los enlazaran, los apresaran, los uncieran a carros de guerra, los enjaezaran, los ensillaran, los herraran, los montaran, los sacrificaran, los comieran. A veces los hombres y los animales cantaban juntos. Los largos gemidos de unos provocaban los singulares relinchos de los otros. Los pájaros bajaban del cielo y acudían a picotear los restos entre las piernas de los caballos que sacudían sus magníficas crines, entre los muslos de los hombres que echaban hacia atrás sus cabezas, sentados en el suelo, alrededor del fuego, que comían ávidamente, ruidosamente, excesivamente, que golpeaban súbitamente sus manos en cadencia. Cuando el fuego se había apagado, cuando habían terminado de cantar, los hombres se levantaban. Porque los hombres no dormían de pie como lo hacían los caballos. Entonces limpiaban en el suelo las huellas de sus escrotos y de sus sexos, que se habían depositado allí. Volvían a subir a sus caballos y cabalgaban por toda la superficie de la tierra, por las orillas húmedas de los mares, por los bosques bajos y primarios, por los páramos ventosos, por las estepas. Un día, un hombre joven compuso este canto: «Salí de una mujer y me encontré frente a la muerte. ¿Dónde se pierde mi alma por la noche? ¿En qué mundo reside? Resulta pues que hay un rostro que nunca vi, que me persigue. ¿Por qué vuelvo a ver ese rostro que no conozco?».

Solo, partió a caballo.

De repente, cuando estaba galopando a pleno día, se hizo de noche.

Se inclinó. Con espanto acarició la crin que cubría el cuello de su caballo y su piel tibia y temblorosa.

Pero el cielo se volvió absolutamente negro.

El jinete tiró de la cadenita de bronce de las riendas. Bajó del caballo. Desenrolló en el suelo una manta confeccionada a partir de tres pieles de reno sólidamente anudadas entre sí. Ató los cuatro extremos de la manta para proteger, lo más completamente posible, tanto a él mismo como la cara de su caballo. Volvieron a partir.

El aire estaba inmóvil.

Súbitamente, la lluvia se abatió sobre ellos.

Avanzaban lentamente, buscando con la vista, los dos, su camino entre el estrépito y el agua atronadora.

Llegaron a una colina. Ya no llovía más. Tres hombres estaban atados a unas ramas en la oscuridad.

En el medio, un hombre completamente desnudo, con una corona de espinas en la frente, aullaba.

De manera misteriosa, otro hombre, con la punta de una caña, le alcanzaba una esponja a los labios. A su lado, al mismo tiempo, un soldado hundía una lanza en su corazón.

En Las lágrimas


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