12 nov 2019

Léon Bloy - La casa del diablo


Léon Bloy - La casa del diablo


A mi hermano Oluf Molbech

Ni Edgar Poe hubiera sido capaz de imaginar una casa más siniestra. Los lugareños nunca la frecuentaban por gusto, ni siquiera a plena luz del día, y se consideraba una audacia pasar por la noche frente al desvío por donde arrancaba, en la carretera general, el sendero de tinieblas que conducía a ella.

Era una antigua convalecencia monástica, construida en tiempos en la parte más silenciosa del bosque por los premonstratenses o por los cistercienses, cuya abadía había desaparecido hacía siglos.
Dicho lugar, respetado por la industria maderera durante generaciones, había llegado a ser tan sombrío como solitario y la antigua enfermería de los olvidados monjes no era más que una ruina maléfica, un tabernáculo de hongos, escolopendras y negros escalofríos.

  Solo dos mujeres vivían allí. Una vieja de aspecto más que extraño que nunca abandonaba el lugar y una suerte de hija, quiescente como los verbos hebreos, con la que resultaba imposible cruzar más de dos palabras, y que era despedida sin pérdida de tiempo cuando venía a comprar sus vituallas en el pueblo.

  La impresión no era, hablando con propiedad, fantástica, pero una tristeza opresiva, inmensa, inexplicable, caía como cae la lluvia en las pesadillas y calaba hasta los huesos incluso de los vecinos más desenfadadamente irreligiosos, cuando se aproximaban a la maléfica morada.

  Por lo demás, no había ningún motivo para realizar tamaña proeza. Las reclusas no esperaban ni recibían a nadie, malviviendo con no se sabe qué migajas de una antigua fortuna de la que, cada tres meses, rendía cuentas el notario, sin que este mísero tesoro hubiera jamás excitado la concupiscencia de ningún pillastre de la comarca.

  El ánimo de los más intrépidos desfallecía antes siquiera de llegar al umbral, defendido tan solo por un perro diminuto que ladraba como un grillo, por un antiguo y amplio pozo negro a ras de suelo, cuya enigmática profundidad pasaba por legendaria y, en fin, por una nube de mosquitos ocupados de ordinario en devorar a una cabra sonámbula que se desangraba cada vez que trataba de emitir un balido…

  Junto a lo anterior, unos árboles antiquísimos bajo los que había que caminar un cuarto de hora, los cuales agudizaban hasta tal punto la lúgubre fisonomía del lugar, que, inmediatamente, uno sentía tal agobio que perdía todo deseo de oír a ese perro, de ver esa cabra exangüe y de soportar esos nocivos mosquitos que la proximidad de un pantano no hacía sino fomentar.

  Sin embargo, no podía decirse que la Domerie —tal era el secular nombre de esta alquería— hubiera sido el teatro de uno de esos crímenes que dejan una capa de espanto sobre las paredes y que llenan de larvas y de fantasmas el ambiente.

  Todo el mundo conocía la historia —escasamente trágica— del anterior dueño, hoy difunto, del “inmueble y de sus dependencias”, según la expresión del notario. Nadie ignoraba tampoco que los actuales ocupantes, inocentes de cualquier crimen abominable, eran una viuda y su hija adoptiva.

Ocurría tan solo que ese difunto había sido un hombre tan horrible para la comarca que ni aun su muerte disipó los temores, legando a sus herederos el miedo que siempre lo rodeó.

  Miedo poco justificado, pues este personaje, por más extraño que fuera, no había sido nunca ni peligroso ni dañino. Era incluso un hombre dulce, incapaz de querellas y dispuesto siempre a resignar sus derechos, del que se había abusado no poco.

  Pero paseaba por la campiña una tan feroz melancolía y una pintura tan terrible, que espantaba hasta a los animales.

  Pintaba, en efecto, como un tigre, de la mañana a la noche, con una porfía increíble. Su caballete parecía estar en todas partes al mismo tiempo. Los rebaños, los árboles, las flores, las señales del cielo, las impresiones de todo tipo se multiplicaban en los bravíos lienzos que devoraba instantáneamente su pincel. Pertenecía a la extendida escuela de los Fracasados y Requetefracasados del Arte, que galopan, hasta su muerte eterna, en los círculos de las imitaciones y los pastiches. Hubiera podido ser proclamado su jefe.

  Este pobre diablo, apellidado Poussin, y para más inri Nicolás Poussin, por una terrible ironía del destino, era un fracasado consciente, sedicioso e invencible. Era fracasado como se es cornudo, sin resignación. Condenado a exasperarse en su impotencia terminó siendo muy pronto una suerte de prodigio. Alumno, en su día, poco aventajado de un ilustre zopenco, el exceso trivial de sus producciones oleosas excedía la imaginación más calenturienta.

  Amable siempre para con los demás, pero inexorable consigo mismo, se impuso la realización de diez mil obras, reflejando en veinte años, los “tres reinos” terrenos, a los que no dio respiro. Los campesinos se lo encontraban a todas horas en los caminos, en la orilla de los bancales, en medio del bosque.

  Impaciente por humillar a los Millet, a los Théodore Rousseau, a los Corot, a los Díaz y a toda la secuela romántica cuyos solos nombres le parecían indecentes blasfemias, exterminó el color, proscribió la línea, colmó de ignominia las siluetas, desmanteló los planos y los segundos planos, echó los perros a la perspectiva, acosó a las sombras y a la luz. Murió completamente loco habiendo dilapidado casi por entero su modesto patrimonio en la compra de cuadros y en el envío de sus innumerables lienzos a todas las exposiciones de Europa.

La auténtica locura parece ser que es la que excita más intensamente la imaginación popular, bien en el sentido de la inquietud o del terror. Un instinto infalible advierte a esas almas pueriles de la decepción divina, implícita en el naufragio de una Inteligencia, y la enormidad de semejante desastre es sentida profundamente por los seres sencillos, hecho que no puede anular la necia ciencia de las demostraciones. Prueba sobrenatural o castigo severo por no importa qué crimen, esta incomparable miseria los sume en la inquietud, cobrando pánico al contagio. Solo así puede explicarse el extraño terror, el supersticioso alejamiento de una población —todavía piadosa— de los confines de este funesto bosque de Maine en el que Carlos VI se volvió loco.

  En los últimos tiempos bastaba con que el inofensivo Poussin se presentara para que todo el mundo pusiera pies en polvorosa y, tras su entierro, desprovisto de pompa, en el grato cementerio, los dos seres (destruidos en sus tres cuartas partes) a los que su prolongada demencia había hecho estallar el corazón, cargaron sobre sí con total naturalidad esta especie de reprobación, hasta llegar a creer que su casa estaba emponzoñada por este abominable mal que había debido traspasar sus vetustos sillares.

  He aquí ahora —así, al menos, me lo contaron los campesinos— el suceso terriblemente simple que ocurrió en este lugar.

  Tres ulanos, con la indudable misión de inspeccionar este paraje del bosque, llegaron una noche de los últimos días de enero hasta la puerta de la Domerie.

  Uno de ellos estuvo a punto de caer con su caballería en el extraño pozo sin brocal abierto a escasos pasos del umbral; los militarotes, hasta ese momento impermeables al influjo del lugar, se tornaron sombríos y mirando a su alrededor con inquietud, se consultaron entre sí.

  Finalmente, el más intrépido, encogiéndose de hombros, se apeó y armado con su revólver llamó violentamente a patada limpia. Casi inmediatamente, apareció la anciana, orlada de negro, iluminada vagamente por el crepúsculo. En ese mismo instante, el chucho se puso a ladrar con su voz de insecto. El recién llegado, nervioso ya, bastante más de lo que conviene al pundonor de un soldado, lo despidió de un puntapié, rodando el despanzurrado animal a lo largo del muro.

  La anciana, impasible, se dirigió a recoger, entre aullidos, al pobre perro e introdujo a los forasteros, valiéndose de la luz de la vela que llevaba su acompañante. Nada había replicado a los insolentes apóstrofes en un francés execrable, apenas inteligible; se limitaba tan solo a mirarlos como se mira al ganado, clavando sus apagados ojos que parecían haber vertido las lágrimas de un mundo entero.

  Con el auxilio de su hija, tan impenetrable o más que ella misma, les daba en silencio comida y bebida sin que los interrogatorios ni las injurias tuvieran fuerza suficiente para sacarle ni media palabra.

  Jamás conocieron el tono de su voz.

  La sala del festín, mucho más amplia de lo que podía hacer pensar la apariencia exterior de la casa, estaba decorada, del techo al suelo y en todas sus paredes, de un número infinito de horrorosos cuadros de reducidas dimensiones en los que se ultrajaba a la naturaleza de un modo que solo podía calificarse por el demonio que los inspiró.

  En el centro de esos horrores se mostraba un horror más intenso, más glacial, más fúnebre que todos los demás. Era el único cuadro del difunto pintor en el que la trivialidad abominable de su condenación hubiera logrado contrabalancearse con el carácter concreto y particular de su demencia.

  Bajo la amarilla luz de una lámpara enorme, dos mujeres horribles se miraban llorando… Nada más. Pero el vigor obsesivo de esta corteza satánica habría descorazonado al mismísimo Dante.

  La brutal seguridad de los militares se debilitó… Sin darse acaso cuenta, sus voces se fueron atenuando progresivamente, atenuando hasta convertirse en un murmullo, en un susurro apenas audible, en algo por debajo del mismo silencio.

  De pronto, uno de ellos se puso en pie:

  —¡Camaradas, gritó en su infame lengua prusiana, salgamos al campo, esta es la casa del diablo…!

  Se oyó entonces un estrépito propio de la desbandada; la puerta, arrancada con violencia, fue abierta y los tres hombres dementes, temblorosos, a voz en grito, sollozantes, ahogados y presos de espanto, se precipitaron hacia adelante…

  Tras la muerte de la Poussin más joven, que ocurrió diez años más tarde, al declararse el abintestato, el ingeniero de Obras Públicas hizo dragar el extraordinario pozo que andaba en boca de toda la comarca.

  Hallazgo: los huesos y la impedimenta en descomposición de SESENTA Y DOS soldados alemanes.

En Cuentos feroces

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