28 ago 2019

Margaret Atwood - La Comepecados


Margaret Atwood - La Comepecados


Este es Joseph, con zapatillas de piel granate, de suela lisa, con las puntas desgastadas, y una chaqueta de punto amarilla, raída y descolorida, que apesta a saldo de grandes almacenes, chupando la pipa, el pelo canoso y ralo, la dicción tan hermosa, precisa e inglesa como siempre.

—En Gales —dice—, sobre todo en las zonas rurales, había un personaje conocido como Comepecados. Cuando alguien agonizaba, mandaban llamar a la Comepecados. La familia preparaba comida y la depositaba en el féretro. Como es natural, ya tenían el féretro a punto; en cuanto decidían que una persona iba a fallecer, esta apenas tenía voz ni voto. Según otras versiones, depositaban la comida encima del cadáver, para lo que cabe imaginar como una colación un tanto desagradable. Sea como fuere, la Comepecados devoraba la comida y recibía además una suma de dinero. Se creía que todos los pecados que el moribundo hubiese acumulado durante su vida salían de él y pasaban a la Comepecados. De modo que la Comepecados se atiborraba de pecados ajenos. Acumulaba tal cargamento que nadie quería saber nada de ella, como si fuera una sifilítica del alma, podría decirse. Incluso evitaban hablarle, salvo, naturalmente, cuando tenían que invitarla a otra comida.

  —¿Y por qué era una mujer? —le pregunto.

  Joseph sonríe, con esa sonrisa torcida que deja ver un lado de la dentadura, el que no tiene ocupado con la boquilla de la pipa. Una sonrisa irónica, lobuna, ¿porque ha captado qué? ¿Qué habré dejado traslucir esta vez?

  —Yo me la imagino como una mujer, una vieja —dice—, aunque también podría ser un hombre, siempre y cuando estuviese dispuesto a comerse los pecados. Podría ser cualquier persona vieja y desvalida que no tuviese otro medio para subsistir, ¿no cree? Una especie de prostitución espiritual geriátrica.

  Me mira sonriendo y recuerdo algunas historias que he oído sobre él, sobre él y las mujeres. Por lo pronto, ha estado casado tres veces. Sin embargo, nunca ha tenido nada que ver conmigo, aunque siempre que me ayuda a ponerme el abrigo se entretiene demasiado. ¿Por qué iba a importarme? No soy impresionable. Además, tiene por lo menos sesenta años y la chaqueta de punto es de lo más cutre, como dirían mis hijos.

  —Daba mala suerte matar a la Comepecados —continúa— y probablemente gozara de otras prebendas. Lo cierto es que lo de la Comepecados tiene miga.

  Joseph no es de los que aguardan en un silencio delicado e indulgente cuando te quedas estupefacta o no se te ocurre qué decir. Si no le hablas, sin duda te hablará él y, por lo general, del tema más tedioso que le pase por la cabeza. Lo sé todo de sus arriates, de sus tres esposas y de cómo cultivar lirios de agua en la bodega; también lo sé todo de la bodega. Podría hacer de guía turística. Según dice, cree que para sus pacientes —nunca les llama «clientes», nada de medias tintas en el caso de Joseph— es saludable saber que él también es un ser humano, y bien sabe Dios que lo sabemos. Perora hasta que caes en la cuenta de que no le has pagado, de modo que le escuchas mientras habla sobre las plantas de su casa; si le pagas, no tiene inconveniente en escucharte mientras hablas de las tuyas.

  Sin embargo, a veces dice algo sustancioso. Cojo la taza de café preguntándome si será esta una de esas ocasiones.

  —De acuerdo —digo—. Le seguiré el juego. ¿Por qué?

  —Es obvio —responde él, que vuelve a encender la pipa y exhala volutas de humo—. En primer lugar, los pacientes han de aguardar hasta que estén moribundos. Una verdadera emergencia vital, nada de falsificaciones ni de invenciones. No se les permite molestar hasta entonces, hasta que puedan demostrar que va en serio, podríamos decir. En segundo lugar, gracias a eso alguien consigue una buena comida. —Se echa a reír con tristeza. Ambos sabemos que la mitad de los pacientes no se molestan en pagarle, ni siquiera la parte que les sufraga la Seguridad Social. Joseph tiene la costumbre de atender a personas que nadie más se atrevería a tocar ni con pinzas, no porque estén demasiado enfermas, sino porque son demasiado pobres. Madres con una pensión asistencial; personas con grandes probabilidades de ser insolventes, como el propio Joseph. En cierta ocasión lo despidieron de un manicomio porque quiso implantar la autogestión.

  »Y piense en el ahorro de tiempo —prosigue—. Un par de horas por paciente, y listo, en lugar de dos veces por semana durante años y años, con el mismo resultado al final.

  —Todo un alarde de cinismo —le reprocho. En principio la cínica soy yo, pero quizá quiera superarme, obligarme a cederle esa parcela. El cinismo es una defensa, según Joseph.

  —Ni siquiera sería necesario escucharlos —dice—. Ni una bendita palabra. Los pecados se transmiten a través de los alimentos.

  De pronto lo veo triste y cansado.

  —¿Insinúa que le hago perder el tiempo? —digo.

  —No, el mío no, estimada amiga. Tengo todo el tiempo del mundo.

  Lo interpreto como suficiencia por su parte, que es lo que menos soporto. No obstante, me abstengo de tirarle el café a la cara. No me enfurezco tanto como me habría enfurecido en otros tiempos.

  Hemos dedicado mucho tiempo a mi irascibilidad. Y todo porque la realidad me parecía demasiado insatisfactoria; esa era mi historia. Tan incompleta, tan inconsistente, tan absurda y tan interminable. Quería que las cosas tuviesen sentido.

  Creía que Joseph intentaría convencerme de que en el fondo la realidad era una maravilla y luego trataría de adaptarme a ella, pero no lo hizo. Al contrario, se mostró de acuerdo conmigo, de buenas a primeras y con entusiasmo. Decía que en muchos aspectos la vida no era más que una mierda. Eso era axiomático.

  —Imagínela como una isla desierta —dijo—. Está usted atrapada en ella y no tiene más remedio que decidir cómo arreglárselas.

  —¿Hasta que me rescaten?

  —Olvídese del rescate.

  —No puedo.

  Esta conversación tiene lugar en el despacho de Joseph, que está tan descuidado como él y huele a ceniceros sin vaciar, a pies, a suciedad y a aire viciado. Pero también tiene lugar en mi dormitorio, el día del funeral. El de Joseph, que no tenía todo el tiempo del mundo.

—Se ha caído de un árbol —me comunicó Karen. Vino a decírmelo en persona, en lugar de llamar por teléfono. Joseph no se fiaba de los teléfonos. Decía que en todo acto de comunicación la mayoría de los mensajes eran no verbales.

  Karen estaba en mi puerta, hecha un mar de lágrimas. Era también una de las suyas, una de nosotras; lo conocí a través de ella. Ahora formamos una red; es como recomendar un peluquero, lo hemos ido pasando de mano en mano, como el ojo o el diente proverbiales. Mujeres inteligentes con maridos separables o hijos aquejados de genialidad con tics nerviosos; mujeres inteligentes con vidas trastornadas, exultantes al encontrar a alguien que no nos dijera que nos había perjudicado ser tan inteligentes y que deberíamos hacernos una lobotomía. La inteligencia era un activo, sostenía Joseph. Solo teníamos que fijarnos en lo que les pasaba a las tontas.

  —¿De un árbol? —repetí, casi a voz en grito.

  —Sesenta pies de altura, de cabeza —explicó Karen. Rompió a llorar de nuevo. Me dieron ganas de zarandearla.

  —¿Y qué puñetas hacía subido a un árbol de sesenta pies?

  —Podarlo. Estaba en su jardín. Le quitaba la luz a los arriates.

  —¡Qué imbécil! —exclamé. Estaba furiosa con él. Era una deserción. ¿Con qué derecho trepaba a la copa de un árbol de sesenta pies, poniendo en peligro nuestras vidas? ¿Acaso los arriates significaban para él más que nosotras?

  —¿Qué vamos a hacer? —dijo Karen.

  «¿Qué voy a hacer?» es una pregunta. Siempre puede sustituirse por «¿Qué voy a ponerme?». Para algunas personas viene a ser lo mismo. Busco en el armario lo más negro que tengo. Lo que me ponga será la parte no verbal de la comunicación. Joseph lo advertirá. Tengo el horrible presentimiento de que cuando llegue a la capilla ardiente lo encontraré amortajado con la horrible chaqueta amarilla de punto y las horteras zapatillas granates de piel.

  No tenía que haberme preocupado por el negro. Ya no es obligado. Las tres esposas visten tonos pastel: la primera, azul; la segunda, malva, y la tercera, la actual, beige. Sé mucho de las tres esposas gracias a los días malos en que no me apetecía hablar.

  Karen también está, con un vestido estampado con motivos indios, sollozando para sí. La envidio. Quiero sentir dolor, pero no acabo de creer que Joseph haya muerto. Es como si nos gastase una broma pesada, de la que quisiera que extrajésemos una enseñanza. Falsificaciones e invenciones. «De acuerdo, Joseph —deseo gritar—, lo hemos entendido, ya puede levantarse». Pero no ocurre nada, el féretro sigue cerrado, no salen de él volutas de humo para indicar que hay vida.

  Lo del féretro cerrado ha sido idea de la tercera esposa. Cree que es más digno, oigo por radio macuto, y probablemente sea cierto. El féretro es de madera oscura, de buen gusto, sin adornos ostentosos. Nadie ha preparado una comida para colocarla en el ataúd, nadie ha comido en él. Ninguna persona vieja y desvalida engulle nabos y puré de patatas junto con los gravosos secretos de la vida de Joseph. Ignoro qué debía de tener Joseph en su conciencia. Sin embargo, lo considero una omisión: ¿qué ha sido entonces de los pecados de Joseph? Se ciernen sobre nosotros, sobre las cabezas inclinadas, mientras un pariente de Joseph, a quien no conozco, nos habla de lo buena persona que era.

  Tras el funeral volvemos a casa de Joseph, a la casa de la tercera esposa, para lo que antes llamaban el velatorio. Ahora no: es un refrigerio, con café y refrescos.

  Los arriates están bien cuidados, gladiolos en esta época del año, algo marchitos y un poco mustios. La rama del árbol, la que se partió, sigue en el césped.

  —No puedo quitarme de la cabeza la idea de que en realidad no estaba allí —dice Karen mientras recorremos el sendero.

  —¿Dónde? —pregunto.

  —En el féretro.

  —Por el amor de Dios, no empieces. —Tolero, aunque a duras penas, experimentar yo misma esa especie de ficción sentimental, siempre y cuando no la verbalice—. El muerto al hoyo, habría dicho él. Hay que ocuparse del aquí y el ahora, ¿recuerdas?

  Karen, que en una ocasión intentó suicidarse, ha asentido con la cabeza y se ha echado a llorar de nuevo. Joseph es un experto en suicidas potenciales. Todavía no se le ha suicidado nadie.

  —¿Cómo lo consigue? —le pregunté una vez a Karen. No lo sabía porque el suicidio no era una de mis adicciones.

  —Hace que parezca aburrido —contestó ella.

  —Eso no puede ser todo —le dije.

  —Hace que imagines cómo debe de ser estar muerto.

  Los asistentes van de un lado a otro en silencio, en el salón y en el comedor, donde está la mesa, dispuesta por la tercera esposa con una tetera grande de plata y un jarrón con crisantemos, rosas y amarillos. Que no sea demasiado fúnebre, la imagino pensando. Sobre el mantel blanco hay tazas, bandejas, galletas, café y pasteles. No sé por qué los funerales abren el apetito, pero así es. Si podemos masticar quiere decir que estamos vivos.

  Karen está a mi lado, zampándose una porción de pastel de chocolate. Al otro lado está la primera esposa.

  —Espero que no sea usted una de las chifladas —me suelta de sopetón. No la conocía, me la había señalado Karen en el funeral. Se limpia los dedos con una servilleta de papel. En la solapa azul claro lleva un broche de oro en forma de nido, con huevos y todo. Me recuerda el instituto: faldas de fieltro con bordados de gatos y teléfonos sobrepuestos, un mundo de reproducciones.

  Sopeso mi respuesta. ¿Ha querido decir «clienta» o me pregunta si por casualidad estoy realmente loca?

  —No —contesto.

  —Ya me lo parecía a mí —dice la primera esposa—. No tiene pinta. Muchas lo estaban. Tenía el consultorio atestado. Yo temía que se produjera un incidente. Cuando vivía con Joseph, siempre se producían incidentes, llamadas telefónicas a las dos de la madrugada, siempre quitándose la vida, echándosele encima, no se imagina las cosas que pasaban. Muchas eran devotas suyas. Si les hubiese ordenado que le pegasen un tiro al Papa o algo así, lo habrían hecho sin pestañear.

  —Todo el mundo le tenía en gran estima —digo con tacto.

  —¡Qué me va a decir a mí! —exclama la primera esposa—. Algunas lo consideraban un dios. Aunque la verdad es que a él le tenía sin cuidado.

  La servilleta de papel no sirve; se chupa los dedos.

  —Demasiado empalagoso —dice—. Lo ha traído ella. —Señala con la cabeza a la segunda esposa, que es más delgada que la primera y pasa a nuestro lado, como desorientada, en dirección al salón—. Todo para ti, le dije al final. Solo quiero paz y tranquilidad hasta que me toque empezar a criar malvas. —A pesar de lo empalagoso que es el pastel, se sirve otra porción—. Ella tuvo la absurda idea de que varias pacientes se levantasen para dar pequeños testimonios acerca de él durante la ceremonia. ¿Es que ha perdido el juicio?, le dije. Es su funeral, pero yo que usted tendría bien presente que algunos asistentes estarán bastante más cuerdos que el resto. Por suerte me escuchó.

  —Sí —digo. Tiene un poco de chocolate en la mejilla. No sé si debería advertírselo.

  —Hice cuanto pude —prosigue—, lo que no fue mucho, pero en fin… Le tenía cariño, en cierta manera. No se borran diez años de una vida así como así. Las galletas las he traído yo —añade, un tanto ufana—. Es lo menos que podía hacer.

  Miro las galletas. Son blancas, con forma de estrellas y de lunas, y están adornadas con azúcar coloreado y bolitas plateadas. Me recuerdan la Navidad, las fiestas. Es el tipo de galleta que se preparan para complacer a alguien: para complacer a un niño.

  Llevo ya bastante rato. Miro alrededor en busca de la tercera esposa, la anfitriona, para despedirme de ella. Al fin la localizo, está junto a una puerta abierta. Llora, lo que no ha hecho durante el funeral. A su lado está la primera esposa, que le coge la mano.

  —Lo conservo todo tal cual —dice la primera esposa, sin dirigirse a nadie en particular. Detrás de ella veo el interior de la habitación, el estudio de Joseph, sin duda. Habría que tener valor para dejar sin arreglar, sin limpiar, esa especie de mercadillo. Por no mencionar las begonias medio marchitas del alféizar. Pero ella no necesitará armarse de valor, porque Joseph sigue en esta estancia, inacabado, un enorme cajón de cabos sueltos. Se niega a ser empaquetado y desechado.

  —¿Qué es lo que más odia? —pregunta Joseph, en mitad de la explicación sobre cuáles son los mejores bebederos para pájaros que pueden ponerse en el jardín. Naturalmente, sabe que no tengo jardín.

  —No lo sé —digo.

  —Pues debería averiguarlo. Cuando yo tenía ocho años alimentaba un odio infinito hacia el chico que vivía al lado.

  —¿Por qué? —le pregunto, contenta de haberme librado.

  —Me quitó el girasol. Crecí en un suburbio, ¿sabe? Teníamos un poco de terreno delante, pero no era más que ceniza apelmazada. Aun así, conseguí que creciera un girasol raquítico, Dios sabe cómo. Me levantaba temprano todas las mañanas solo para mirarlo. Y el muy cabroncete lo arrancó. Por pura maldad. He olvidado muchos desmanes posteriores, pero, si mañana me topase con ese mamón, lo apuñalaría.

  Estoy tan sorprendida como Joseph desea que esté.

  —No era más que un niño —digo.

  —Y yo también. Los primeros son los más difíciles de perdonar. Los niños no tienen piedad; ha de inculcárseles.

  ¿Intenta Joseph demostrar una vez más que es un ser humano, o debo tratar de entender algo acerca de mí misma? Quizá sí, quizá no. En algunas ocasiones las historias de Joseph son parábolas, pero en otras son mera palabrería.

  En el vestíbulo, la segunda esposa, la de las mechas malva, me aborda por sorpresa.

  —No se cayó —me susurra.

—¿Cómo dice? —pregunto.

  Las tres esposas tienen un aire de familia —son rubias y de curvas inciertas—, pero esta tiene algo más, un fulgor en la mirada. Tal vez sea la pena, o tal vez Joseph no siempre lograse separar claramente la vida privada y la profesional. La segunda esposa exhala un tufillo a clienta.

  —No era feliz —añade—. Yo lo sabía. Seguíamos muy unidos.

  Desea que deduzca que Joseph se tiró del árbol.

  —Pues a mí me parecía que estaba bien —digo.

  —Sabía disimular —afirma ella. Respira hondo, está a punto de hacerme una confidencia, pero, sea lo que sea, prefiero no oírla. Quiero que Joseph siga siendo como aparentaba: sólido, capacitado, prudente y cuerdo. No necesito su lado oscuro.

  Vuelvo al apartamento. Mis hijos se han marchado de fin de semana. No sé si debería molestarme en preparar la cena solo para mí. No merece la pena. Doy vueltas por el minúsculo salón, recogiendo cosas. Ya no son de mi marido: como corresponde al medio divorciado, ahora no vive aquí.

  Uno de mis hijos ya está en la edad del pavo, el otro no, pero ambos dejan sedimentos cada vez que cruzan una habitación. Objetos variopintos: calcetines, libros de bolsillo abiertos y puestos boca abajo, sándwiches mordisqueados y, últimamente, colillas de cigarrillos.

  Debajo de una camiseta descubro la revista de Hare Krishna que mi hijo menor trajo a casa la semana pasada. Temí que fuese un acceso adolescente de obsesión religiosa, pero no, les entregó un cuarto de dólar porque le dieron pena. De pequeño enterraba todos los pájaros que encontraba muertos. Llevo la revista a la cocina para tirarla a la basura. En la portada hay una imagen de Krishna tocando la flauta, rodeado de doncellas adorantes. Tiene el rostro muy azul, lo que me hace pensar en los cadáveres: hay cosas que no son transculturales. Si la leyese, descubriría por qué la carne y el sexo son perjudiciales. No es una idea tan disparatada si se piensa bien: ya no habría más vacas aterrorizadas ni más divorcios. Una vida de abstinencia y de oración. Me imagino a mí misma en una esquina, llamando a un timbre, con ropas holgadas. Abnegada y distante, libre de pecado. El pecado es este mundo, dice Krishna. Este mundo es lo único que tenemos, dice Joseph. Es lo único con que podemos componérselas. No es gran cosa para ti. No te rescatarán.

  Podría ir a la esquina a por una hamburguesa o pedir una pizza por teléfono. Me decanto por la pizza.

  —¿Le gusto? —me pregunta Joseph desde su sillón.

  —¿Qué quiere decir con si «me gusta»? —digo. Es al principio; no me he parado a pensar si Joseph me gusta o no.

—¿Le gusto? —insiste.

  —Mire… —Hablo con calma, pero de hecho estoy enfadada. Más que una pregunta es una exigencia, y Joseph no tiene por qué exigirme nada. Ya me exigen demasiado en otras partes. Por eso estoy aquí, ¿no? Porque las exigencias de la demanda superan a las existencias—. Es usted como mi dentista. No me planteo si el dentista me gusta o no. No tiene por qué gustarme. Le pago para que se ocupe de mi dentadura. Usted y mi dentista son las únicas personas de este mundo que no estoy obligada a que me gusten.

  —Si me hubiese conocido en otras circunstancias —insiste Joseph—, ¿le gustaría?

  —No tengo ni idea —contesto—. No puedo imaginar ninguna otra circunstancia.

  Estoy en una habitación por la noche, una noche sin nadie aparte de mí. Miro el techo, por el que se mueve lentamente la luz de los faros de un coche. Mi apartamento está en el primer piso. No me gustan las alturas. Antes siempre había vivido en una casa.

  He soñado con Joseph. A Joseph nunca le interesaron mucho los sueños. Al principio reservaba para él, para contárselos, los que me parecían interesantes, pero siempre se negaba a decirme qué significaban. Me obligaba a mí a interpretarlos. Según Joseph, estar despierta era más importante que estar dormida. Quería que yo lo prefiriese así.

  El caso es que Joseph estaba en mi sueño. Es la primera vez que aparece. Creo que le complacerá haberlo conseguido al fin, después de todos esos sueños acerca de preparativos para cenas en las que siempre acababa por faltar un plato. Pero entonces me acuerdo de que ya no está aquí para que pueda contárselo. Así toma por fin forma mi duelo: Joseph ya no está aquí para que pueda contárselo. Ya no queda en mi vida nadie a quien pueda contárselo.

  Estoy en la terminal de un aeropuerto. El avión se ha retrasado, todos los aviones se han retrasado, puede que haya huelga, la gente se apiña y se arremolina. Algunos están enfadados, los niños lloran, algunas mujeres también, han perdido a alguien y se abren paso entre el gentío llamándolos a gritos, pero en otros lugares hay grupos de hombres y mujeres que ríen y cantan, han tenido la previsión de traer cervezas al aeropuerto y se van pasando las botellas. Trato de conseguir información, pero no hay nadie en los mostradores. De pronto reparo en que he olvidado el pasaporte. Decido coger un taxi para ir a casa a buscarlo; tal vez cuando regrese ya se haya solucionado el problema.

Me abro paso hacia las puertas, pero veo que alguien me hace señas. Es Joseph. No me sorprende verlo, aunque me extraña que lleve un abrigo de invierno, porque aún estamos en verano. Lleva también una bufanda amarilla y sombrero. Nunca le había visto ninguna de las dos prendas. Por supuesto, debe de tener frío, pienso. El gentío lo ha arrastrado hacia mí, ahora está a mi lado. Lleva unos gruesos guantes de piel y se quita el derecho para estrecharme la mano. La suya es muy azul, un azul liso de pintura al temple, un azul de libro ilustrado. Titubeo antes de estrechársela, pero él no me suelta la mano, me la retiene, confiadamente, como un niño, mientras me sonríe como si llevásemos mucho tiempo sin vernos.

  —Me alegro de que hayas recibido la invitación —dice.

  Ahora me lleva hacia una puerta. Hay menos gente. A un lado hay un quiosco de venta de zumo de naranja. Las esposas de Joseph están detrás del mostrador, las tres con idéntico uniforme, gorrito blanco y delantal con volantes, como las camareras de los años cuarenta. Cruzamos el umbral; dentro veo personas sentadas a mesitas redondas, en las que sin embargo no hay nada; al parecer están esperando.

  Me siento a una y Joseph se acomoda frente a mí. No se quita el abrigo ni el sombrero, pero posa las manos sobre la mesa, sin los guantes; han recuperado su color normal. Hay un hombre de pie al lado, tratando de llamar nuestra atención. Muestra una tarjeta plastificada con símbolos: manos y dedos. Un sordomudo, deduzco, y cuando lo miro no despega los labios, claro está. Tira del brazo de Joseph enseñándole otra cosa: una flor grande de color amarillo. Joseph no lo ve.

  —Mira —le digo a Joseph, pero el sordomudo se ha ido y una camarera se ha acercado. Me fastidia la interrupción, tengo mucho que contarle a Joseph y queda muy poco tiempo, el avión no tardará en despegar, oigo en la sala contigua el chisporroteo que anuncia el vuelo, pero la mujer se interpone entre nosotros, sonriendo con impertinencia. Es la primera esposa; detrás de ella, aguardan las otras dos. Coloca una bandeja grande encima de la mesa, entre Joseph y yo.

  —¿Nada más? —pregunta antes de retirarse.

  La bandeja está llena de galletas, galletas de fiesta infantil, con forma de estrellas y de lunas, decoradas con azúcar coloreado y bolitas plateadas. Parecen empalagosas.

  —Mis pecados —dice Joseph. Su voz suena triste pero, cuando lo miro, veo que me sonríe. ¿Me estará gastando una broma?

  Vuelvo a mirar la bandeja. Durante un momento siento pánico: no es lo que he pedido, es demasiado para mí. Podría sentarme mal. Quizá debería decir que se la lleven; pero sé que no es posible.

  Ahora recuerdo que Joseph está muerto. La bandeja flota hacia mí, no hay mesa, solo nos rodea un espacio oscuro. Hay miles de estrellas, miles de lunas, y cuando tiendo la mano para coger una empiezan a brillar.

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