Juan José Saer – La araña

13 ago 2019

Juan José Saer – La araña

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Juan José Saer – La araña


El piso duro y frío de baldosas coloradas lo hace estre­mecer cuando apoya en él la espalda desnuda. Deja los ci­garrillos y los fósforos sobre su pecho. Mira el cielorraso. No piensa en nada. Su piel entibia casi en seguida las baldo­sas. Cierra los ojos y respira lento, inmóvil, haciendo crujir ligeramente el celofán del paquete de cigarrillos depositado sobre su pecho. Llega, hasta sus oídos, sin estridencias, el ru­mor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en un gru­mo, en la siesta. Se incorpora, apoyándose sobre el antebra­zo, y los cigarrillos y los fósforos saltan de su pecho, uno a cada lado de su cuerpo, chocando contra las baldosas colo­radas. Se incorpora todavía un poco más y queda sentado, mirando a su alrededor. Están la mesa y las sillas, las pare­des blancas, el rectángulo de la ventana por el que la luz de la siesta, indirecta y ardiente, llena la habitación de una lu­minosidad mitigada. Contra la pared está el cenicero, de ba­rro cocido, y entre su cuerpo y la pared, en desorden, las al­pargatas. Y sobre el cenicero, negra, inmóvil, adherida al barro ahumado, súbita, la araña.

Aunque la punta de la alpargata casi la toca, sigue in­móvil, como si fuese un dibujo negro, una mancha Rorschach estampada en la cara exterior del cenicero. Pero es de­masiado gorda para dar esa ilusión. Y emite, porque está viva, algo, un fluido, una corriente, que permite, incluso sin haberla visto, saber que está ahí. Cuando la alpargata la to­ca retrocede un momento —parece como que va a retroce­der pero no hace más que poner en movimiento las patas traseras— y después salta hacia un costado, despegándose del cenicero. No ha terminado de tocar el suelo que ya la plan­ta de la alpargata, que el Gato blande, la aplasta contra la baldosa colorada. El centro del cuerpo negro se ha conver­tido en una masa viscosa, pero las patas continúan movién­dose, rápidas. El Gato, la alpargata en alto dispuesto a de­jarla caer por segunda vez, permanece inmóvil: de la masa viscosa ha comenzado a salir, después de un momento de confusión, un puñado de arañitas idénticas, réplicas redu­cidas de la que agoniza, que se dispersan, despavoridas, por la habitación. En la cara del Gato se abre camino una son­risa perpleja, maravillada, y después de un segundo de va­cilación, la alpargata vuelve a golpear contra la baldosa, re­sonando. Ahora la mancha ha quedado inmóvil y definitiva, adherida a la baldosa colorada. El Gato mira a su alrededor: de las recién nacidas, producto de la rápida multiplicación que acaba de operarse, ni rastro.

Nadie nada nunca, fragmento

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