Adolfo Bioy Casares – El viaje inesperado

28 ago 2020

Adolfo Bioy Casares – El viaje inesperado

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En la desventura nos queda el consuelo de hablar de tiempos mejores. Con la presente crónica participo en el esfuerzo de grata recordación en que están empeñadas plumas de mayor vuelo que la mía. Para tal empresa no me faltan, sin embargo, títulos. En el año ochenta yo era un joven hecho y derecho. Además he conversado a diario con uno de los protagonistas envueltos en el terrible episodio. Me refiero al teniente coronel (S.R.) Rossi.

A simple vista usted le daba cincuenta y tantos años; no faltan quienes afirman que andaba pisando los noventa. Era un hombre corpulento, de cara rasurada, de piel muy seca, rojiza, oscura, como curtida por muchas intemperies. Alguien comparó su vozarrón, propio de un sargento acostumbrado a mandar, con un clarín que desconocía el miedo.

Inútil negarlo, ante el coronel Rossi me encontré siempre en situación falsa. Le profesaba un vivo afecto. Lo tenía por un viejo pintoresco, valiente, una reliquia de los tiempos en que no había criollos cobardes. (Advierta el lector: lo veía así en el ochenta y en años anteriores). Por otra parte no se me ocultaba que sus arengas por radio, de las 7 a.m., alentaban torvos prejuicios, alardeaban de una suficiencia del todo injustificada y socavaban nuestras convicciones más generosas. A lo mejor por la manía suya de repetir una máxima favorita («Medirás tu amor al país, por tu odio a los otros») dieron en apodarlo el Caín de antes del desayuno. Me cuidé muy bien de protestar por esas burlas. Lo cierto es que si yo estaba con él, trabajábamos y no había terceros; y si estaba con terceros, no estaba con él para sentir su ansiedad por el apoyo de los partidarios más leales (he descubierto que tal ansiedad es bastante común entre gente peleadora). Yo solía decirme que mi deber hacia el viejo amigo y hacia la verdad misma, reclamaba una reconvención de vez en cuando, un toque de atención por lo menos. Nunca fui más allá de poner sobre las íes puntos tan desleídos que ni el coronel ni nadie los notó; y si en alguna ocasión él llegó a notarlos, mostró tanta sorpresa y desaliento, que me apresuré a repetirle que sus exhortaciones eran justas. A veces me pregunté si el que pecaba de soberbia no sería yo; si no estaba tratando a un viejo coronel de la patria como a un niño al que no debe uno tomar en serio. A lo mejor me calumnio. A lo mejor entonces me pareció una pedantería apelar a un ser humano en aras de la verdad, que no era más que una abstracción.

El coronel vivía en una casa modesta, de puertas y ventanas altas, muy angostas, en la calle Lugones. Para ir al baño o a la cocinita había que atravesar un patio con plantas en tinajas y en latas de querosene, si mal no recuerdo. Cuando pienso en Rossi, me lo figuro con el saco de lustrina para el trabajo de escritorio, siempre aseado, activo, frugal.

Todos los días compartíamos el mate y la galleta; los domingos, el mate y los bollitos de Tarragona. Puntualmente, a la misma hora, creo que serían las siete de la tarde, bolsiqueaba la pitanza que me correspondía por las tareas de escribiente y corrector. Debo admitir que la suma, en las anteriores épocas de grandeza y plata fuerte en las que mentalmente él vivía, hubiera significado una retribución magnífica. En resumen, y sobre todo si lo comparo con otros personajes de nuestro gran picadero político, tan diligentes para llenarse las alforjas, tan rumbosos con lo mal habido, no puedo menos que felicitarme por haber hecho mis primeras armas de trabajo al lado de aquel viejo señor despótico, pero recto.

Ahora hablaré del mes de marzo del ochenta y de su terrible calor. Éste nos pareció tan extraordinario que en todo el país fue popular el dístico de mano anónima:

 
    Hay algo cierto, y lo demás no cuenta:
    el calor apretó en el año ochenta.
 

«La ola», como entonces decíamos, sorprendió al coronel en medio de una de esas campañas radiales en que arremetía contra los países hermanos, el blanco predilecto, y contra los extranjeros en general, que sin empacho nos confunden con otros países, como en el ejemplo clásico de cartas, verdaderas o imaginarias, dirigidas a «Buenos Aires, Brasil», y como en el caso del francés que se mostraba escéptico sobre nuestra primavera y nuestro otoño y que por último declaró: «Ustedes tendrán seguramente dos estaciones, la de lluvias y el verano, pero calor todo el año». De la boca para afuera y ante los amigos yo desaprobaba a Rossi; pero en mi fuero interno solía acompañarlo de corazón porque sus peroratas daban rienda suelta a sentimientos que trabajosamente y de mala gana reprimíamos. Rossi rechazaba la idea de que algún país del hemisferio pudiera aventajarnos. Un día me armé de coraje y observé:

—Sin embargo los números cantan. La ciencia estadística no deja lugar a fantasías.

Lo recuerdo como si fuera hoy. En días de gran calor se ponía bajo la papada un pañuelo de inmaculada blancura, a modo de babero para proteger la corbata. Exagerada precaución: mentiría si dijera que alguna vez lo vi sudar. Pasándome un amargo, preguntó:

—¿Desde cuándo, recluta, las estadísticas le merecen tanta confianza?

Amistosamente me llamaba recluta. Insistí:

—¿No es raro que todas coincidan?

—Unas se copian de otras. No me diga que no sabe cómo las confeccionan. El empleado público se las lleva para su casita, donde las llena a piacere, cargando este renglón, raleando aquél, de manera de satisfacer los pálpitos y las expectativas del jefe.

—No le niego —concedí— que las reparticiones públicas trabajen sin la debida contracción; pero hay que rendirse a la evidencia.

—¿Rendirse? Lo que es yo, nunca.

—Y el petróleo venezolano, el oro negro ¿no le dice nada?

—Salga de ahí. No lo va a comparar con nuestra riqueza nacional.

—¿Y el volumen de la producción brasilera?

—Embustes de los norteamericanos, que no nos quieren. ¿O usted me va a negar, recluta, que existe una conjura foránea, perfectamente orquestada, contra los criollos?

—¿No le convendría darse una vuelta y mirar con sus propios ojos? Hoy por hoy, con el costo de la vida, resulta más acomodado tomarse un avión y visitar Río, que no salir de estas cuatro paredes. Dicen que en las playas de Copacabana se ven cositas interesantes.

—No embrome. ¿Quién, en su sano juicio, va a pagar un pasaje para ir a sudar la gota gorda? Si me quedo acá, sé por lo menos que un día de éstos viene un chaparrón y al minuto sopla la fresca viruta.

La gota gorda y la fresca viruta eran dos expresiones típicas del coronel. Cuando uno oía la primera, sabía que poco después vendría la segunda. ¡Qué buenos tiempos!

A pesar de su aguante, en aquel marzo inolvidable el mismo Rossi flaqueó por momentos. Sentía el calor como un insulto. Le molestaba patrióticamente el hecho de que en esos días tan luego visitaran Buenos Aires no recuerdo qué político inglés y qué elenco francés de cómicos de la legua. Se sinceró conmigo:

—Si no viene una refrescada, ¿quién le saca de la cabeza a esa pobre gente que somos un país del trópico? Basta haber ido al cine para comprobar con qué soltura el extranjero nos enjareta un color local rigurosamente latinoamericano.

Como todos nosotros, Rossi vivía entonces con el pensamiento fijo en la situación meteorológica. Aunque a la otra mañana tuviera que madrugar, por nada se tiraba en el catre sin oír el último boletín de media noche. Por aquellos días los boletines hablaban mucho de una batalla celestial entre dos masas de aire, una caliente y otra del polo sur. Noté que para describir el fenómeno, a diferencia de los civiles, en particular de los periodistas, Rossi evitaba los términos militares. Así, en una de sus charlas de las 7 a.m. aseguró: «Del resultado de esta pulseada titánica depende nuestro destino».

Pulseada, nada de batalla. Por cierto si la afirmación concernía fenómenos del cielo era, como se comprobaría demasiado pronto, errónea. El lector sabe que entre el 9 de aquel marzo y el 4 de abril, una serie famosa de movimientos de tierra sacudió, noche a noche, a los argentinos. Tales golpes de traslación, como se les llamaba, alarmaron al país entero, salvo al coronel, a quien distraían de la invariable temperatura agobiadora y lo arrullaban hasta dormirlo agradablemente. Acunado por el sismo soñó con los largos viajes en tren de su infancia. Es claro que no tan largos como los que estaba cumpliendo ahora.

Porque seguía el calor, el despertar fue siempre cruel; pero el peor de todos llegó esa terrible mañana en que el diario trajo una noticia ocultada hasta entonces por el gobierno, en salvaguarda de legítimas susceptibilidades de la población. Según se comentó después, alguien en Informaciones tuvo la idea, para prepararnos un poco, de llamar golpes de traslación a los fenómenos de la corteza terrestre que todas las noches nos fastidiaban; para prepararnos y porque eso, cabalmente, eran: sucesivas traslaciones de la masa continental, de sur a norte, que finalmente dejaron a Ushuaia más arriba del paralelo 25, al norte de donde estuvo antes el Chaco, y a Caracas más arriba del paralelo 50, a la altura de Quebec.

Sin negar que el dolor moral nos alcanzaba a todos, me hice cargo de lo que significaba aquello para un hombre de los principios de Rossi. Por un sentimiento de respeto no quise presentarme en la calle Lugones. Poco después, con apenada sorpresa, oí de boca de uno de los tiranuelos de la radio:

—Lo que amarga a Rossi es que algunos, que se dicen amigos, al suponerlo en situación comprometida, ya no quieren verlo.

No me ofendí. Como si nada, puse a la noche el despertador a las siete y, cuando sonó, a la mañana, prendí la radio. La inconfundible voz del coronel, con su temple y su brío invariables, me probó que el programa se mantenía. Me embargó la emoción. Cuando logré sobreponerme, el vozarrón tan querido estaba diciendo que la Argentina, «después de muchos años de provocación gratuita, en un simple movimiento de mal humor, manifestado en un pechazo titánico, había empujado a sus hermanos linderos hasta el otro hemisferio». Se refirió también a los maremotos, vinculados con nuestro sismo, que produjeron desastres y cobraron vidas en las costas de Europa, de los Estados Unidos y del Canadá. Por último se dolió de la durísima prueba que soportaban los antiguos habitantes del trópico, por su repentino traslado al clima frío. Morirían como moscas. En el fondo de mi corazón yo sabía que mi viejo amigo, dijera lo que dijera, estaba demasiado golpeado, para hallar consuelo. Por desgracia, no me equivocaba. De buena fuente supe que poco después, al ver en una revista una fotografía de brasileros, abrigados con lanas coloradas y entregados con júbilo a la práctica del esquí en laderas del Pan de Azúcar, no pudo ocultar su desaliento. El tiro de gracia le llegó en un misterioso despacho telegráfico, fechado en La Habana, donde el intenso frío habría producido espontáneamente renos, de menor tamaño que los canadienses. Nuestro campeón comprendió entonces que toda lucha era inútil y renunció a la radio. Alguien, que lo había seguido siempre desde el anonimato de la audiencia multitudinaria, se enteró de que Rossi quería retirarse para sobrellevar el dolor a solas y le dio asilo en sus cafetales de Tierra del Fuego. Sobre el escritorio tengo la última fotografía que le tomaron. Se lo ve con una casaca holgada, tal vez de lino, y con un sombrero de paja, de enorme ala circular. Vaya uno a saber por qué, aunque la expresión del rostro no parezca demasiado triste, la fotografía me deprime.



En Historias desaforadas
Imagen: Sara Facio

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