O. Henry - Hermanas del Círculo Dorado

13 oct 2020

O. Henry - Hermanas del Círculo Dorado

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O. Henry © Bettmann/CORBIS


El autobús turístico estaba a punto de partir. A los alegres viajeros de arriba les había asignado sus asientos el caballeroso conductor. La acera estaba bloqueada por mirones que se habían congregado a contemplar a los turísticos mirones, justificando la ley natural de que toda criatura de este mundo es presa de alguna otra criatura.

El hombre del megáfono alzó su instrumento de tortura; el interior del gran automóvil empezó a golpetear y palpitar como el corazón de un bebedor de café. Los viajeros de arriba se aferraron nerviosos a sus asientos; una señora mayor de Valparaíso, Indiana, chilló pidiendo que la dejaran desembarcar. Pero, antes de que gire una rueda, escucha un breve preámbulo a través del cardiófono, que te señalará un punto interesante de la gira turística de la vida.

Rápido y amplio es el reconocimiento de un hombre blanco por otro hombre blanco en las selvas de África; instantáneo y seguro es el saludo espiritual entre madre y bebé; sin vacilar se comunican un perro y su amo a través del ligero golfo que separa al animal y al hombre; inconmensurablemente rápidos y sapientes son los breves mensajes entre una persona y su ser amado. Pero todos estos ejemplos no son más que lento y tanteante intercambio de afinidad y pensamiento al lado de otro ejemplo que el autobús turístico pondrá al descubierto. Aprenderás (si no lo hubieses aprendido ya) lo que dos seres, de entre todos los habitantes vivos de la tierra, más rápido sondean cada uno en el corazón y en el alma del otro cuando se encuentran cara a cara.

Zumbó el gong y el autobús de Glaring-Gotham se puso en marcha majestuosamente en su gira instructiva.

Arriba, en el asiento de más atrás, iban James Williams, de Cloverdale, Missouri, y su Novia.

Mayusculiza, sí, errata amiga, esa última palabra, palabra de palabras en la epifanía del amor y la vida. El aroma de las flores, el botín de la abeja, la prístina gota de aguas de manantial, la obertura de la golondrina, el saborcillo de la peladura de limón en el cóctel de la creación... eso es la recién casada. Sagrada es la esposa; reverenciada la madre; galipótica es la chica del verano..., pero la novia es el cheque certificado entre los regalos de boda que los dioses envían cuando un hombre se casa con la mortalidad.

El autobús se deslizaba Golden Way arriba. En el puente de aquel gran crucero iba el capitán, trompeteando a sus pasajeros las vistas de la gran ciudad. Con la boca abierta y también los oídos, oían explicar a gritos las vistas de la metrópoli que desfilaban ante sus ojos. Confusos, delirantes de excitación y anhelos provincianos, procuraban dar respuestas oculares al ritual megafónico. En las agujas solemnes de las sucesivas catedrales vieron el hogar de los Vanderbilt; en la masa ajetreada de la parada de la Grand Central vieron, maravillados, la frugal cabaña de Russell Sage. Instados a contemplar las tierras altas del Hudson, examinaron boquiabiertos, sin sospecha alguna, las alzadas montañas abiertas de la zanja destinada al tendido de un nuevo alcantarillado. Para muchos, el ferrocarril elevado era el Rialto, en cuyas estaciones había sentados hombres uniformados que hacían chop suey de tus billetes. Y hasta hoy, en los distritos periféricos, muchos creen que Chuck Connors, con la mano en el corazón, dirige la reforma; y que si no fuese por los nobles esfuerzos municipales de un tal Parkhurst, fiscal de distrito, la tristemente célebre banda de «Bishop» Potter habría acabado con la ley y el orden desde el Bowery al río Harlem.

Pero fíjate, te lo ruego, en la señora de James Williams, antes Hattie Chalmers, que fue una vez la beldad de Cloverdale. El azul pálido es el color de la novia, si así lo quiere ella; y ella había honrado ese color. Gustosamente había prestado la rosa el tono a sus mejillas... ¡y en cuanto a la violeta!... pero no, sus ojos están bien como están, gracias. Llevaba una inútil cinta de género blanco... no, no, ese estaba conduciendo el autobús... de chifón blanco, o quizás granadina o tul, atada bajo la barbilla, que fingía sujetar el sombrero en su sitio. Pero tú sabes tan bien como yo que los alfileres de sombrero hacían esa tarea.

Y en la cara de la señora de James Williams estaba registrada toda una biblioteca en tres volúmenes de los mejores pensamientos del mundo. El volumen número uno contenía la creencia de que James Williams era más o menos la clase de cosa adecuada. El volumen dos era un ensayo sobre el mundo, en que se declaraba que era un lugar de lo más excelente. El volumen tercero revelaba la creencia de que ocupando el asiento más elevado de un autobús turístico viajabas a un ritmo que superaba todo entendimiento.

James Williams tenía, como habrás calculado, unos veinticuatro. Te agradará saber que tu cálculo era muy exacto. Tenía justamente veintitrés años, once meses y veintinueve días de edad. Era de buena presencia, activo, mandíbula fuerte, buen carácter y en ascenso. Estaba en su viaje de bodas.

Hada buena y querida, deja a un lado por favor esas peticiones de dinero y de automóvil de cuarenta caballos y fama y un resurgir del pelo y la presidencia del club náutico. En vez de esas cosas vuelve hacia atrás... oh, vuelve hacia atrás, sí, y danos aunque solo sea un pedacito minúsculo de nuestro viaje de bodas de nuevo. Solo una hora, hada querida, para que podamos recordar lo que nos parecían la hierba y los álamos, y el lazo de aquellas cintas del sombrero que ella llevaba atadas bajo la barbilla... aunque fuesen los alfileres de sombrero los que hacían el trabajo. ¿No puedes? Está bien; rápido entonces con ese automóvil y con las acciones del petróleo.

Justo enfrente de la señora de James Williams iba sentada una chica de chaqueta suelta color café claro y sombrero de paja adornado con uvas y rosas. Solo en los sueños y en las sombrererías se recogen, ¡ay!, así de un solo golpe, uvas y rosas. Esa chica miraba con grandes ojos azules y crédulos, mientras el hombre del megáfono vociferaba su doctrina de que los millonarios eran cosas por las que deberíamos interesarnos todos. Entre ráfaga y ráfaga, ella recurría a la filosofía de Epicteto en forma de goma de mascar de pepsina.

A mano derecha de esa chica iba sentado un joven de unos veinticuatro. De buena presencia, activo, mandíbula fuerte y buen carácter. Pero aunque su descripción parece coincidir con la de James Williams, despójala de cualquier cosa cloverdaliana. Este hombre pertenecía a las duras calles y las esquinas afiladas. Miraba atentamente alrededor, y parecía envidiar el asfalto que pisaban aquellos a los que veía desde lo alto de su percha.

Mientras el megáfono ladra sobre una famosa hospedería, déjame que te susurre a través del cardiófono, puesto muy bajo, que estés atento, porque ahora están a punto de empezar a pasar cosas, y la gran ciudad se cerrará sobre ellas de nuevo como sobre un trocito de teletipo que cae flotando del cubil de un oso bursátil de Broad Street.

La chica de la chaqueta color café se giró para mirar a los peregrinos del último asiento. A los otros pasajeros ya los había examinado; el asiento que quedaba tras ella era su habitación de Barbazul.

Sus ojos se encontraron con los de la señora de James Williams. Entre dos tictacs de reloj intercambiaron las experiencias, historias, esperanzas y fantasías de sus vidas. Y todo, tenlo en cuenta, con la mirada, antes de que dos hombres pudiesen haber decidido si sacar el cuchillo o pedir fuego.

La recién casada se inclinó hacia delante. Ella y la chica hablaron rápidamente, moviendo las lenguas tan deprisa como las serpientes..., una comparación que no se pretende llevar más allá. Dos sonrisas y una docena de cabeceos clausuraron la conferencia.

Y entonces, en la ancha y tranquila avenida, un hombre de ropas oscuras se plantó con una mano alzada delante del autobús turístico. Otro hombre corrió a unirse a él desde la acera.

La chica del sombrero fructífero cogió rápidamente a su acompañante por el brazo y le cuchicheó al oído. Aquel joven exhibió muestras de habilidad actuando prestamente. Se agachó mucho, se deslizó por el borde del autobús, colgó ágilmente durante un instante y luego desapareció. Media docena de los viajeros de arriba observaron su hazaña, admirados, pero no hicieron ningún comentario, considerando prudente no expresar sorpresa ante lo que podría ser la forma convencional de apearse en aquella ciudad tan desconcertante. El pasajero desertor eludió un cabriolé y luego se perdió flotando como una hoja en la corriente, entre un camión de mudanzas y el carro de reparto de una florista.

La chica de la chaqueta color café se giró de nuevo y miró a los ojos a la señora de James Williams. Luego miró alrededor y se quedó quieta mientras el autobús se detenía ante la exhibición de la placa debajo de la chaqueta del poli vestido de paisano.

—¿Qué demonios te pasa a ti? —exigió el megafonista, pasando del discurso profesional al inglés puro.

—Echa el ancla un momento, quieres —ordenó el policía—. Hay un hombre a bordo al que queremos..., un ladrón de Filadelfia llamado «Pinky» McGuire. Va ahí, en el asiento de atrás. Vigila por el costado, Donovan.

Donovan fue hasta la rueda de atrás y miró hacia arriba, a James Williams.

—Baja, amigo —dijo, afablemente—. Te hemos pescado. Tendrás que volver a casa. Pero no es mala la idea, esconderse en un autobús turístico. No se me olvidará esto.

Llegó suavemente a través del megáfono el consejo del conductor:

—Será mejor que baje, señor, y se explique. El autobús ha de seguir la gira.

James Williams era de los juiciosos. Con inevitable lentitud recorrió su camino a través de los pasajeros, bajó las escaleras hasta la parte delantera del autobús. Su mujer le siguió, pero antes volvió la vista atrás y vio que el turista huido se deslizaba desde detrás del camión de mudanzas y se ocultaba detrás de un árbol al borde de un pequeño parque, a menos de quince metros de distancia.

Una vez en tierra, James Williams se enfrentó a sus captores con una sonrisa. Estaba pensando en la estupenda historia que iba a contar en Cloverdale de cómo le habían confundido con un ladrón. El autobús turístico se demoró, por respeto a sus usuarios. ¿Qué vista podría ser más interesante que aquella?

—Me llamo James Williams, de Cloverdale, Missouri —dijo amablemente, para que no se sintieran demasiado mortificados—. Tengo aquí cartas que lo demostrarán...

—Ven con nosotros, ¿quieres? —proclamó el que iba de paisano—. La descripción de «Pinky» McGuire y tú sois tan parecidos como una primera gota de lluvia y la siguiente. Te vio un detective arriba en el autobús en Central Park y avisó para que viniéramos a cogerte. Ya darás todas las explicaciones en la comisaría.

La esposa de James Williams, con la que se había casado hacía dos semanas, le miró a la cara con un brillo suave y extraño en los ojos y un rubor en las mejillas, le miró a la cara y dijo:

—Vete con ellos tranquilamente, «Pinky», y tal vez eso sea mejor para ti.

Y luego, mientras el autobús Glaring-Gotham se ponía en marcha alejándose, se volvió y lanzó un beso..., su mujer lanzó un beso... a alguien de los asientos de arriba del autobús.

—Tu chica te da un buen consejo, McGuire —dijo Donovan—. Vamos, venga.

Y entonces la locura cayó sobre James Williams y le ocupó por entero. Se echó el sombrero hacia la parte de atrás de la cabeza.

—Mi mujer parece pensar que soy un ladrón —dijo, irreflexivamente—. Nunca oí que estuviese loca, así que debo estarlo yo. Y si estoy loco, no me pueden hacer nada por matar en un arrebato a dos idiotas como vosotros dos.

Se resistió, por tanto, a la detención tan alegre e industriosamente que hubo que pitar para que acudieran más policías y después llamar a las reservas, para dispersar a unos cuantos miles de encantados espectadores.

En la comisaría, el sargento de mesa le preguntó su nombre.

—McDoodle, Pink, o Pinky el Bruto, ya no me acuerdo bien —fue la respuesta de James Williams—. Pero puede apostar que soy un ladrón; anote eso. Y podría añadir que hicieron falta cinco de estos para agarrar a Pink. Me gustaría especialmente que eso constase en los archivos.

Al cabo de una hora, llegó la señora de James Williams, con tío Thomas, de Madison Avenue, en un coche de motor que inspiraba respeto y pruebas de la inocencia del héroe... pues a todo el mundo le gusta el tercer acto de un drama respaldado por una compañía que fabrica automóviles.

Después de que la policía hubo reconvenido con firmeza a James Williams por plagiar a un ladrón con derecho de autor y le hubo concedido una puesta en libertad todo lo honorable de lo que el departamento era capaz, la señora Williams volvió a detenerle y le arrastró hasta un rincón de la comisaría. James Williams la miró con un ojo. Él decía siempre que Donovan le había cerrado el otro mientras otro sujetaba su excelente derecha. Hasta entonces nunca le había dirigido a ella una palabra de reproche o de reprobación.

—Si puedes explicarme —empezó a decirle bastante secamente— por qué...

—Querido —le interrumpió ella—, escucha. Fue para ti una hora de dolor y de prueba. Yo lo hice por ella..., me refiero a la chica que me habló en el autobús. Me sentía tan feliz, Jim..., tan feliz contigo, que no me atreví a negar esa felicidad a otra persona. Jim, se habían casado esta mañana... aquellos dos; y yo quería que él escapase. Mientras ellos estaban luchando contigo vi que se escondía detrás de un árbol, y que corría luego cruzando el parque. Eso es todo, querido..., tenía que hacerlo.

Así conoce una hermana de la banda del aro dorado de boda a otra que se encuentra bajo la luz encantada que brilla solo una vez y brevemente para las dos. Por el arroz y los lazos de raso cobran conciencia los simples hombres de las bodas. Pero la novia conoce a la novia con solo una mirada. Y entre ellas se transmiten rápidamente, en un idioma que el hombre y las viudas ignoran, comprensión y consuelo.

En Historias de Nueva York
Traducción: José Manuel Álvarez Flórez
Imagen: © Bettmann/CORBIS

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